Ciudad de México. “Donde hay niños, existe la Edad de Oro”, escribió hace mucho el poeta Novalis. La idea no deja dudas sobre la importancia de la niñez en la vida del ser humano, y así también en el mundo. Recordemos que los poetas románticos ingleses, los Blake, Wordsworth, Coleridge… apuntalaron el ideal de la niñez al ligarla con la Naturaleza, y con ello la miraron como una fuente de humanidad.
El concepto de infancia tiene una amplitud descomunal. Todas las expresiones artísticas han tocado el tema. El cine por supuesto también. En películas de ayer y de hoy, personajes infantiles han colmado nuestra imaginación de sueños y fantasías. Han iluminado nuestros recuerdos y a veces llegado a inspirar escenas de nuestra existencia.
Pero a la vida y a la realidad las determinan por igual entramados oscuros, transgresiones, arrebatos, angustias y desgracias. También nos han calado películas donde la niña o el niño es expulsado de la infancia hacia un mundo de aturdimiento y aflicción.
Pienso en La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), película en la que un chico es endurecido por las calamidades de la guerra; en el Antoine Doinel de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959) que no para de correr en su escapada de una vida carcelaria; en la pequeña Ana de Cría cuervos (Carlos Saura, 1976) de ojos afligidos y que repudia el mundo de los adultos.
En un cine así, la niñez no se añora como al paraíso perdido. Está lejos de ser la Arcadia donde reina la sencillez y la felicidad. En esas como en otras películas, la infancia no es una etapa dorada sino un estado de estupor. Personalmente recuerdo estos filmes, disponibles en línea, en los que la niñez es sacudida y vista como agitación. Como infancia agraviada, infancia hendida.
Ven y mira: la niñez traumatizada
“Una de las películas más devastadoras acerca de cualquier cosa”, escribió el desaparecido crítico de cine Roger Ebert acerca de Ven y mira (1985), el escalofriante filme de Elem Klimov contextualizado en la Segunda Guerra Mundial cuando los alemanes se adentraron en Bielorrusia para quemar más de 600 aldeas. Se trata fundamentalmente de una película acerca de la guerra, aunque es a través de las experiencias de su protagonista, un chico de 14 años, que consigue retratar todo el horror de la contienda.
En 1943, en un poblado de Bielorrusia, el ilusionado Fliora se entusiasma con servir a su patria. Desatiende la súplica de la madre sobre no tomar el fusil e irse con la resistencia que combate a las fuerzas alemanas. Lo que vendrá para él es un descenso hacia el averno provocado por el delirio nazi.
En Ven y mira se agolpan las más cruentas calamidades producto de la conflagración. Todavía no conozco una película más decadente y abrumadora acerca de la guerra. En esa dantesca pesadilla inicialmente conocemos a un Fliora con rostro de niño. Muerte, sufrimiento, tortura, desesperación y maldad saldrán a su paso, para al final contemplarlo decrépito como un ánima en un baldío arrasado. Arrugas y marcas en la cara le dan un semblante avejentado a quien de salto parece haber vivido 30 años y se pasea como sombra en un valle de muerte.
La infancia del ingenuo Fliora es coartada progresivamente por un rosario de balas zumbantes, muestras de inhumanidad y pasajes de terror. Una atmósfera de despiadada crueldad se posa sobre él, y como espectadores parece que respiramos ese aire espeso. Todo el filme de Klimov es un trance espectral lleno de escenas perturbadoras que no parecen terminar.
Paisaje en la niebla: la niñez a la deriva
Desamparo y búsqueda de origen sellan el relato de uno de los mejores filmes del desaparecido Theo Angelopoulos. Paisaje en la niebla (1988) tiene como protagonistas a dos hermanos forzados a abandonar el marco de la infancia para adentrarse en la realidad adulta.
Alexandros y Voula llegan cada noche a la misma estación ferroviaria griega para nunca ser capaces de abordar el tren a Alemania, donde creen hallarán a su padre. Cuando al fin consiguen abordar inician un recorrido que les depara sufrimiento físico y moral, enfermedad, maldad y muerte.
A merced de un mundo hostil, ambos se encaminan a un viaje de iniciación no arropados por la confianza sino por el temor. En imaginaria carta al padre, la tímida Volua lo expresa así: “Viajamos como hojas que se lleva el viento. ¡Qué mundo más extraño! Maletas, estaciones heladas, palabras y gestos que no se entienden y la noche, que nos da miedo”.
Paisaje en la niebla como tránsito ciego hacia la paternidad anhelada; pasaje en la niebla como alegoría quizás de la ruta vacilante por la que se guiaba una nación posteriormente en severa crisis. Angelopoulos diagnostica en la suerte de un par de infantes el rumbo de una sociedad titubeante.
En este filme premiado con el Oso de Plata en Venecia, Alexandros y Voula son arrojados hacia la madurez precipitada por la incertidumbre y la soledad. Su infancia queda coartada por los hechos duros de la vida. Y la esperanza de alcanzar su sueño es siempre determinada por el desvío. Parece que el tiempo no les importa, pero tienen prisa por llegar. Parece que viajan sin rumbo, pero saben que tienen un destino.
Léolo: la niñez rebosada
Malogrado cineasta fallecido en un accidente de avión, el canadiense Jean-Claude Lauzon heredó al mundo sólo dos largometrajes. Su segundo título Léolo (1992) es una adaptación de la novela El valle de los avasallados del quebequense Réjean Ducharme.
El filme tiene como protagonista a Léolo Lozone, un chico apostado en una realidad familiar asfixiante. Por las noches se evade de esa prisión abandonándose al ensueño. Un bolígrafo y papel le bastan para plasmar todo lo que se agita en su imaginación desenfrenada. Pero la locura es un signo de la familia y sus excesos fantasiosos pronto lo acercan a las puertas de la alienación.
Léolo es casi un himno a la infancia desbordada. Es una anfetamina con pase de más de 100 minutos a un mundo de poesía, humor y libertad. Con su filme, Lauzon levantó un monumento a la niñez misma y a sus emocionantes procesos.
Aquí la infancia es estimulada por un revolucionado ensueño y moldeada por una lógica de la negación: del mundo real, de la escuela, de la familia, del padre: “Dicen que es mi padre, pero sé que no soy su hijo. Porque ese hombre está loco y yo no. Porque sueño, no lo estoy”, se dice para sí este chico que atenta contra el abuelo y se lamenta por el hermano.
Aunque en la película de Lauzon la infancia se rige por la fantasía, ésta termina siendo un estado abatido por la locura. Porque Léolo Lozone se abandona por las noches a sus sueños antes de que éstos lo dejen por la mañana. Pero un día, entre el vómito y la angustia de la madre, decide ir a descansar “con la cabeza entre dos palabras, en el Valle de los Avasallados”.
Las tortugas pueden volar: la niñez mutilada
En la antesala del derrocamiento de Sadham Hussein, en una colina desolada del Kurdistán iraquí azotado por la guerra, el chaval Satélite moviliza cuadrillas de chicos para recolectar y vender minas antipersona. Su negocio consiste además en instalar antenas parabólicas y arreglárselas para interpretar las noticias en los canales de Occidente e informar a los ancianos ansiosos por saber sobre la guerra. Al campo de refugiados llega de pronto un niño manco que predice el futuro junto con su hermana presa de angustia y un pequeñín invidente.
El filme de Bahman Ghobadi va más allá de narrar las penurias por el exilio y la sobrevivencia en tiempos de conflicto. La infancia aquí es amenazada por las brasas de una hoguera de infortunios: pobreza, marginación, orfandad y muerte. La niñez es espejo de una patria camino al desfiladero, hacia una poza de donde no se sale nunca, porque vemos que los vaticinios del chico manco se cumplen e insisten en que la contienda es para todos ellos un mal que se eterniza.
En Las tortugas pueden volar (2004) hay una metáfora dolorosa. Cada niña y niño ciego, tullido, cojo, inválido, es el retrato de una infancia desfigurada. Cada cuerpo joven es materia de secuelas irreparables, es factura incuestionable del daño explosivo de minas que terminan desmochando miembros. En el filme de Ghobadi sobran los infantes mutilados y lisiados que son la imagen brutal de la guerra manifestada en la carne.
La jaula de oro: la niñez exiliada
Juan, Sara y el indígena Chauk se montan en el ferrocarril ‘La Bestia’ desde la frontera sur con México hacia Estados Unidos en busca de una mejor vida. Resulta un periplo atemorizante con pasajes de secuestro, vejaciones y extorsión. Y otras veces, es un recorrido con momentos de extrañamiento y sensibilización ante el destierro por perseguir el sueño americano.
El filme de Diego Quemada-Diez no sólo sugiere un cruce de fronteras geográficas sino también psicológicas, culturales, étnicas. Y es que pronto notamos un conflicto entre Juan y Chauk. Su distanciamiento y disputa por razones prejuiciosas cambia a una relación moldeada a golpes de una realidad demasiado abrumadora para un niño.
La jaula de oro (2013) es un documento sobre una realidad inapelable, una narración épica acerca de los marginados salidos de los baldíos, los riachuelos, los basureros y las viviendas de cartón en Centroamérica. Nos invita a mirar con atención las grietas abiertas por el torbellino de la globalización, de las que escapan niños agobiados por la pobreza. Tiene valor como ejercicio de solidaridad con los migrantes y como elogio de la migración, como una obra de voluntad universalista al reflejar la tragedia de infantes desplazados en todo el globo.
@kromafilm