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El virus que todos jugamos / Hermann Bellinghausen

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Turistas con tapabocas frente al Duomo, en el centro de Milán, Italia. Foto Afp
27 de abril de 2020 08:52
 
Ciudad de México. Grandes igualadoras, las epidemias no respetan dignidades ni estratos sociales. Siempre fueron un reto mayor, no tanto para la inteligencia (para eso estaban los sabios y chamanes, hoy encarnados en los científicos), como para la capacidad de comprensión de la gente común. ¿Qué es? ¿Por qué pasa? ¿Cómo le hago para no morirme? La neumonía mortal del Covid-19 resulta menos infame que el cólera, como en Muerte en Venecia, donde el personaje de Thomas Mann, por andar contrariando la cuarentena, contrae la letal diarrea que afecta tanto al pueblo como a los nobles y los distinguidos turistas de toda Europa.

Además lo hace por razones reprobables, no tanto en búsqueda ideal de la belleza, como por seguir los instintos de la carne y de un deseo, para colmo, prohibido. Susan Sontag lo interpreta, pensando en lo que pensaría Mann, como un castigo.

Cuando Sontag escribió La enfermedad y sus metáforas (1978) no analizaba una epidemia, aunque mencionaba algunas, sino la enfermedad del siglo XX, el cáncer, opuesto a la del siglo XIX, la tuberculosis, y en páginas inolvidables describía las metáforas que la mente humana se inventa para explicarlas, o al menos darles un sentido comprensible, pero irracional. Aquel era un ensayo sobre la sensatez. Combatía los mitos con ideas, y la aceptación simple de que una enfermedad es eso, una enfermedad, un evento de la naturaleza que debe ser comprendido y médicamente combatido desde lo racional. No se quería un alegato científico, pero de ciencia hablaba al desmontar los cuentos, las fantasías miedosas o idealizadoras que esas enfermedades provocaban en la población, y en la literatura.

La enfermedad del siglo XXI es la pandemia. La misma Sontag debió redactar 10 años después un adenda al calor de la pandemia del sida. En ambos textos la animaba su personal experiencia (el primero, su propio cáncer, del cual logró curarse; el segundo, la gran cantidad de amigos que morían por sida). Y también porque su primer escrito era citado y exprimido para el sida, a falta de un mejor manual accesible de cordura, así que ella decidió ponerlo al día, pues no se trataba de lo mismo. El sida y sus metáforas sí atañen a una epidemia. Una pandemia mortal acosada por la culpa y el desprestigio. Un nuevo escalón de miedo, ahora al sexo. Allí admitía que la finalidad de sus reflexiones era calmar la imaginación, no incitarla.

No lo minimicemos, de cara a la nueva y global pandemia que tiene atrapadas nuestra atención, nuestros temores y prejuicios, nuestro tiempo de encierro y soledad. A merced de la hiperconectividad continua, la imaginación y la irracionalidad viven bombardeadas de información real o ficticia, con bases sólidas, líquidas o inexistentes. Órdenes de la autoridad (tardías o no, correctas o no) y desafíos fanáticos o por oposición política. Más que incitada, como temía Sontag, nuestra imaginación está excitada, casi convulsa.

Entre gobernantes bufonescos con impacto global y denonados esfuerzos pedagógicos de los epidemiólogos, virólogos, neumólogos y matemáticos, nadie está seguro de nada y fácilmente cree lo mismo una cosa que otra. Los números son verdad. Son mentira. A río revuelto, ganancia de los de siempre. Cuántos peligros acechan en la conducta social descentrada. En actitudes cotidianas, como los frecuentes actos de agresión contra trabajadores de la salud, o los desplantes invasivos, muy masculinos, de machos que ni se cuidan ni se van a morir porque son bien chingones; se burlan de los cubrebocas, violentan la sana distancia, humillan por desacato.

Se acumulan agresiones, desprecios y abandonos contra los adultos mayores, una nueva violencia familiar a la alza. Se les coloca en la ruta del sacrificio, como en Diario de la guerra del cerdo (1969), la inquietante novela de Adolfo Bioy Casares donde, prefigurando la inminente dictadura argentina, narra la ola de asesinatos impunes contra los viejos, a cargo de jóvenes organizados, los turcos, con un predicador en jefe que, claro, remite a Hitler. Aquellos juegos de holocausto de Bioy comienzan a cumplirse en las ciudades. A eso juegan los millonarios que rodean al mandatario de Estados Unidos, por ejemplo, o a los de Inglaterra y Brasil: los viejos cuestan y no producen, son sacrificables. Queda una manera de recuperar el prestigio, dirá el protagonista de Bioy: morir.

A la Inquisición renacentista no le gustaban los galenos y los débiles a la hora de las pestes. Como esos mexicanos hoy en cualquier esquina o tienda que ven venir una enfermera y algo le hacen. Tenemos acumulados varios caldos de odio, bajo el garapiñado de la postura política, el racismo y el interés mercantil. No debemos permitir que el virus nos afecte la inteligencia, la empatía y la solidaridad.

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