Londres. Ya sea el número de muertos, la cantidad de equipo de protección o las tasas de pruebas, Boris Johnson es tan descuidado con los hechos como lo fue con respecto al Brexit. Ya basta, la gente quiere la verdad.
Ya es hora de que hagamos a un lado la Historia de Boris Johnson. No le deseo la muerte a nadie, y me alegra que Johnson, como miles de otras personas en todo el mundo, regresara del valle de las sombras. Pero en realidad es demasiado escucharlo agradecer a los Servicios Nacionales de Salud (siglas en inglés, NHS) por su vida, cuando su gobierno no puede proporcionarles la protección que necesitan para atender a los enfermos. O ni siquiera ofrecer a su propio pueblo la verdad acerca de cuántas personas han muerto, están muriendo o morirán.
Aun si aceptamos la diferencia de los decesos por Covid-19 en hospitales y asilos respecto de los fallecimientos en hogares –e incluso si estamos preparados para creer las intolerables dificultades para cotejar estos datos–, ¿por qué los voceros y voceras de Johnson (o el mismo primer ministro antes de enfermar) no apuntaron desde el principio que la cantidad diaria en los hospitales de Gran Bretaña era probablemente una subestimación del total de bajas británicas? Tal vez de un 100 por ciento. Creo que los ministros del gabinete pensaron que podrían hacernos tragar el cuento de que las muertes en hospitales representaban el total… hasta que alguien detectó que no era así, momento en el cual el resto (o parte del resto) de los finados fue adosado chapuceramente a la cifra original, con insufribles excusas con respecto a por qué tal vez no era exacta.
Así pues, por favor, que nos den menos detalles de la lucha de Johnson con la muerte, y más sobre cuántos de sus conciudadanos están enfrentando ese destino. “Hablar sin cuidado cuesta vidas”, decían unos carteles en la Segunda Guerra Mundial, suceso que todos deberíamos recordar, aunque no es concebible que la mayoría lo hagamos… a menos que tengamos más de 80 años y aún no nos derribe el Covid-19. Pero hablar sin cuidado de cuántas vidas se pierden parece ser un rasgo del gabinete de Boris Johnson. De hecho, ya se trate del número de decesos, el de equipos de protección o el de pruebas disponibles, o el número de pruebas positivas, los funcionarios se muestran tan descuidados con los hechos como lo fueron con el Brexit.
No nos referimos aquí a los problemas mentales del hombre en la Casa Blanca. La situación del gobierno británico es diferente. No es locura presidencial, sino la historia de la falsedad del primer ministro y del engaño que socava al gabinete de Johnson, así como su deplorable desempeño actual. El problema, estoy seguro, es que, sea por inconsciencia u otra razón, este gobierno de tories emplea todavía el mismo sistema de mentiras –o simple pereza factual– que le permitió salirse con la suya en el Brexit, y ahora trata de reutilizarlo en la batalla contra el Covid-19. Las mentiras simplistas que ahora emplean en sus estadísticas del coronavirus tal vez hubieran sido perdonables cuando hablaban de la necesidad de separarnos de Europa –sabemos que todos los políticos mienten–, pero, cuando se despliegan las mismas falsedades en detrimento de un pueblo que se enfrenta a la muerte, ocurre algo muy diferente e imperdonable.
Tal vez todos deberíamos hilar nuestros pensamientos alrededor de ese suceso que tanto obsesiona a los partidarios del Brexit, quienes ahora batallan con la realidad, no con la fantasía de la Unión Europea.
¿Cuántos ciudadanos británicos han muerto de coronavirus en estas semanas pasadas? ¿Más de 11 mil? ¿O son 22 mil? ¿O muchos, muchos más? La mayoría de las personas, no solo los británicos, pueden aceptar grandes pérdidas, por inconcebibles que hubieran sido en tiempos mejores. Sospecho que una razón por la que los líderes políticos son tan afectos a escarbar en los sucesos de la Segunda Guerra Mundial es porque sospechan que los hombres y mujeres de ese tiempo –de los cuales, como digo (con excepción de la princesa Isabel), no tienen memoria– estaban hechos de un material más recio. No necesitaban que los gobernantes, ni siquiera Churchill, los llamaran a luchar.
Hoy muchas personas creen, me temo –en especial en nuestro “civilizado” Occidente–, que nunca van a morir. Nuestras laptops, Skype y Google, WhatsApp y Facebook, han hecho que la muerte sea remota, impensable entre sucesos virtuales, algo que se puede evitar con una combinación de entretenimiento y relaciones públicas, Netflix y palabras alentadoras de los funcionarios. Nuestros antepasados no tenían esos engaños. Fue Thomas Hardy quien, en Tess de los D’Urbervilles, nos recordó malévolo que cada año que pasamos es el aniversario de nuestra muerte. Los lectores originales no veían en ese pasaje una especie de vanidad literaria, sino una verdad evidente por sí misma, colocada en un contexto imaginativo.
Los remanentes de aquella sociedad –quienes creen en la muerte como un hecho de la vida– son los médicos y enfermeros que hoy hablan cada noche de su dolor y tristeza. No es la suya la simpatía edulcorada con las familias que, en la repulsiva expresión de Johnson, iban a “perder a sus seres queridos antes de su hora”. El personal médico convive con la muerte y habla de ella porque vive bajo su sombra. Eso es lo que en verdad significa estar “en el frente de batalla”.
Pero, en cuanto a simple prevaricación e impreparación –volvamos a la Segunda Guerra Mundial si es necesario–, Boris Johnson tiene más en común con Chamberlain que con Churchill, siempre posponiendo lo inevitable, mostrando estadísticas falsas como un pedazo de papel en el aeropuerto de Heston, sin siquiera admitir que tiene que enfrentar, usando las palabras de Chamberlain en 1939, “el terrible arbitraje de la guerra”. En parte porque esos días son muy lejanos, anteriores a nuestro nacimiento –incluso el mío–, es fácil amoldar la historia a las falacias actuales. Las películas históricas siempre solían afirmar que sus ficciones estaban “basadas en una historia real”. Nuestros líderes deberían decir lo mismo hoy.
La mayoría de quienes vivieron la guerra verdadera, y con quienes he tenido el honor de reunirme y conversar a lo largo de muchas décadas –mi tesis de doctorado versaba sobre la neutralidad en la guerra de 1939-45–, estaban dispuestos al sacrificio porque creían que era necesario. Sí, querían saber que estaban ganando, pero jamás hubieran aceptado la humillación de ser instruidos por charlatanes en cuanto a la razón por la que estaban haciendo tan enorme sacrificio.
Ellos creían –con ingenuidad, se podría decir, pero con buena razón– lo que escuchaban en la BBC. Los nazis mentían y falseaban los datos; la BBC decía la verdad. “Seis de nuestros aviones no pudieron volver”, informaba la BBC después de una incursión de la Real Fuerza Aérea en Alemania. O “10 de nuestros aviones”. O 20. Pero los radioescuchas sabían que esa era la cifra más apegada a la verdad que podían obtener sobre las pérdidas británicas. Ahora, comparemos eso con las tonterías del gobierno actual, cuyas estadísticas –de decesos, pruebas o disponibilidad de equipos de protección– están tan penosamente desapegadas de la realidad que se han vuelto meros números en un tablero falso.
De hecho, uno de los problemas más acuciantes del gabinete británico se refiere a la necesidad de crear mitos. Esto funcionó bastante bien en la batalla por el Brexit. Pero, ¿cómo presentar la lucha contra un virus como una batalla por la libertad, contra un enemigo al que se puede vencer? He pasado buena parte de mi vida escuchando a líderes políticos y militares explicar a su pueblo cómo ganarán “la guerra”. Guerras de verdad, libradas sin tregua contra un enemigo ruin, cobarde, perverso, cruel, malvado, rapaz, racista y maligno, un montón de terroristas apocalípticos que quieren adueñarse del mundo y acabar con la vida humana tal como la conocemos.
Prevaleceremos, nos decía George W Bush. ¿Les suena conocido? El general David Petraeus, ansioso por explicar que la victoria era inevitable aun cuando iraquíes mal armados hacían volar por los aires a soldados estadunidenses, anunció: “esto empeorará antes de mejorar”. ¿No suena familiar en estos días? En la vieja Zona Verde de Bagdad, generales escondidos detrás de muros de concreto a prueba de explosivos nos decían con regularidad que había un “pico” o un “repunte” en la violencia. Una vez más, ¿les suena conocido?
Esas palabras, en su sentido original, no se usaban al azar. Fueron escogidas con mucho cuidado –con mucha mayor diligencia de la que muestran Johnson y sus enanos al regurgitarlas– y por lo regular tenían un segundo significado. Un “pico”, por ejemplo, da la idea de algo que se eleva pronunciadamente pero, de modo igualmente inevitable, acaba por descender (al otro lado del pico, por así decirlo), aunque en Irak eso nunca sucedió. Así pues, Petraeus y sus amigos inventaron “el aluvión”, ese incontenible muro de agua que acabaría por detener la violencia de la guerra. Hasta ahora, por fortuna, el aluvión ha estado ausente de la cubeta de clichés de Downing Street, pero sin duda llegará. Porque, en el lenguaje de Petraeus, el aluvión representa refuerzos o, supongo, “aplanar la curva”. ¿Y quiénes, en nuestro caso, serán los refuerzos? Pues nuestros médicos y enfermeros, claro, que regresan de países lejanos para reunirse con los NHS en el frente contra… ¿Contra qué, exactamente? No hay duda de que esos trabajadores son héroes, pero preguntemos cuál es el verdadero enemigo, y la respuesta es mucho más difícil de hallar. Desde un punto de vista científico, sabemos que el virus existe dentro de nuestro organismo, y de ahí se lanza a infectar a nuestras familias, amigos, vecinos, conciudadanos, los inocentes, los ancianos y, sí, a veces también los niños. Todo un enemigo. Sin duda existe.
Pero caracterizar a este antagonista en particular es una empresa muy difícil. Si vamos a seguir las necedades de Matt Hancock acerca del espíritu de la Blitz, entonces todos haremos nuestra parte, volando nuestro Spitfire Mark 1 contra los invasores virales. El problema, sin embargo, es que, si miramos de frente a través del plexiglás de la cabina de los Messerchmitt 109 de la Luftwaffe, veremos nuestro propio rostro, porque estaremos volando contra nosotros mismos. Debemos conquistar un enemigo que también somos nosotros. Somos el enemigo que debemos destruir.
Y esto inquieta mucho a nuestros amos políticos. Porque, tradicionalmente, todo sacrificio debe ir acompañado de un sentimiento de valor, de la idea de que la adversidad –sea regirnos por un toque de queda de Johnson o, verdadero heroísmo, el valor de los médicos, enfermeros y conductores de ambulancias que arriesgan la vida– debe tener su recompensa. Y si nuestro enemigo no tiene forma corporal –si no tenemos un microscopio electrónico–, ¿a quién pondremos en su lugar? ¿Al gobierno? ¿A la policía? ¿A los delirantes solitarios que escupen a los policías o realizan reuniones clandestinas para comer pizza, que se embrutecen en pubs cerrados o sacan a pasear a sus perros en las colinas de Derbyshire?
Nuestros amos tienen ventajas al elegir la última de estas opciones. Todos amamos a nuestros vecinos, pero nos encanta desquitarnos de ellos por ofensas o desdenes pasados. Por eso una fuerza de la policía británica, tratando de reducir el número de llamadas al número local de ayuda, abrió una línea especial para quejas vecinales. No fue muy distinto, supongo, a aquella aldea siria al este de Alepo en cuyo recién abandonado tribunal del Isis encontré cientos de quejas de aldeanos que acusaban a sus vecinos, incluso a sus parientes, de robos o actos contrarios al Islam, esperando el veredicto de los jueces. No, no comparo con el Isis, sino que los aldeanos escogieron ese momento de supresión para que les devolvieran lo que les pertenecía. Ellos eran en realidad sus propios enemigos: ellos mismos.
Por supuesto, a los gobiernos y sus sirvientes les interesa advertir a quienes podrían formar una alianza con el enemigo invisible contra el cual todos debemos luchar. Por tanto, los orates que dañan ambulancias o amenazan a los trabajadores de la salud son infinitamente peores que los ministros de gobierno cuya demencia provoca la muerte en una escala potencialmente enorme. ¿Acaso esos que hacen causa común con una enfermedad que mata inocentes no deberían recibir lo que merecen?
¿Recuerdan que en El tercer hombre Holly Martins, escritor estadunidense de novelas del Oeste, es persuadido de matar a Harry Lime después de ser llevado por el mayor Calloway a un hospital vienés de la posguerra? Allí ve a niños morir de meningitis –que, por cierto, es causada por infección viral o bacteriana– porque fueron tratados con penicilina robada, que Lime había estado diluyendo para venderla en el mercado negro. Así pues, si estamos hartos de las prohibiciones que nuestros gobiernos creen que debemos seguir, podemos redirigir nuestro fastidio hacia nuestros conciudadanos que nos ponen en peligro o que hacen caso omiso de la peste que tememos, o la aprovechan para obtener ganancias.
Nótese cómo la cuidadosa advertencia de Hancock de que se retiraría el derecho a ejercitarse a causa de una “muy pequeña minoría” se convirtió en un castigo en masa para todos. Recuerdo una amenaza semejante en la escuela pública inglesa a la que asistí: “Algunos muchachos han estado fumando detrás de la cancha de críquet. Si esto vuelve a ocurrir, se suspenderán todos los partidos durante tres semanas”. La policía de Nottinghamshire parecía dispuesta a seguir esas mismas amenazas infantiles. Mucho peor: mientras nuestros amos “intensifican” o “redoblan” sus esfuerzos –por miserables que sean– para salvarnos, constantemente nos llaman a aplaudir a los pilotos de la Batalla de Inglaterra de nuestros días. Estos paralelismos no están del todo fuera de lugar, aunque no en la forma en que Boris Johnson y sus amigos piensan. Los NHS son de hecho “los pocos”, pero solo porque el gobierno recorta vilmente los servicios de salud.
Y, fatalmente, para Johnson esto tiene sin duda dolorosas similitudes con la negativa del gobierno británico a armarse contra sus enemigos potenciales en la década de 1930. He aquí otro perturbador paralelismo con el gobierno británico actual: cuando el ministerio británico del aire rehusó en un principio dotar a los pilotos de la RFA de cristal antibalas para protegerlos de la Luftwaffe, Hugh Dowding, jefe del comando de combate, se puso al lado de sus pilotos. Los burócratas de Whitehall se preocupaban por el gasto extra y estaban dispuestos a exponer a los pilotos a heridas fatales en una guerra futura con tal de ahorrar dinero. Recortar costos era la prioridad, la protección venía detrás. Pero Hugh Dowding les dijo (en 1938) que “si los gángsters de Chicago pueden tener cristal antibalas en sus autos, no veo por qué mis pilotos no pueden tenerlo también”. Se salió con la suya.
En cambio, ahora muchos “pilotos” de los NHS carecen de “cristal antibalas” –el equipo de protección que necesitan desesperadamente– y muchos se ven obligados a ir a la batalla sin protección. Dowding tuvo solo dos años para equipar a sus pilotos con protección antes de la Batalla de Inglaterra. Sabemos del SARS desde hace 17 años, pero no dimos a los NHS los medios para protegerse del enemigo. E incluso después de que el invasor comenzó a matar ciudadanos británicos, todavía los NHS carecían de cristales antibalas suficientes… suficiente protección para no infectarse de aquellos a quienes trataban de salvar. Boris Johnson y sus ideólogos del Brexit aún no nos han dado suficiente explicación de este escándalo.
Por supuesto, el mayor temor de todos los gobiernos en tiempos de peste es que el pueblo pueda volverse contra ellos. Están en “territorio inexplorado”, como nos dicen todo el tiempo. Este es un claro avance con respecto a las “aguas inexploradas” en las que los parlamentarios de Westminster proclamaban estar durante los debates del Brexit. Pero los intentos del gabinete británico de trazar nuevas rutas han sido ridículos. No necesitamos seguir la ruta de mentiras y promesas falsas –de estas últimas, limitarse a decir que las cifras “bajarán de 250 mil a 100 mil” simplemente no necesita explicación en estos días–, pero sin duda debemos pasar por encima de esa repulsiva expresión, “comunicación equivocada”, que supuestamente debía cubrir la indignante omisión del gobierno británico de no aprovechar el esquema de ventiladores de la Unión Europea.
Siempre me ha preocupado cuando los políticos hablan de “equivocaciones”. Recuerdo cuando se dijo que Hillary Clinton se había “equivocado” cuando afirmó, falsamente, haber atravesado la base aérea de Banja Luka, en Bosnia, bajo fuego de francotiradores. Pero, si rehusar la ayuda de la UE por pomposas razones políticas, no desconectadas del Brexit, tuvo algo que ver con el escándalo de la ayuda de los ventiladores de la UE, entonces –para usar otro cliché que pronto escucharemos de nuevo– deben rodar cabezas, incluso si los dueños de esas cabezas apenas se estaban recuperando ellos mismos del virus. E incluso si una de esas cabezas pertenece a un hombre que despreocupadamente permitió que las carreras de Cheltenham se llevaran a cabo.
Pero aun cuando los servidores públicos se retuerzan de dolor con el lenguaje hueco de Downing Street, hay que parar las orejas: quienes carecen de imaginación verbal también carecen casi siempre de sentido común. “No hemos salido del bosque… seguimos en el bosque”, dicen a los británicos; hay “rasgos verdes” de esperanza; “no debemos quitar el pie del pedal”. Estas son tonterías para niños de primaria, insultantes para cualquier ciudadano maduro que se enfrenta, o cuyos familiares ancianos se enfrentan, a una muerte dolorosa y solitaria. Enterarse luego de que Hancock no tiene un plan de prueba de cinco puntos que anunciarnos, sino un plan de “cinco pilares”, vuelve todavía peor el insulto. Los tres pilares de la Tierra eran Marco Antonio, Pompeyo y César Augusto… y dos de ellos fracasaron.
Claro está que los británicos no están solos en su ofuscación. No es una excusa que el dueto de orates suegro/yerno en la Casa Blanca estén alumbrando el camino de los estadunidenses hacia una muerte polvorienta con drogas no probadas, o que sus acólitos también estén recurriendo a dudosos paralelismos históricos para ganar apoyo. El alcalde Cuomo se refiere a una mítica “batalla en la cima de la montaña” –en la que los neoyorquinos presumiblemente encontrarán su “meseta”–, pero fue un poco menos convincente escuchar al condecorado cirujano general estadunidense comparar el “momento” del ataque del coronavirus con el de Pearl Harbor (2 mil 403 estadunidenses muertos) o con el 11/s (2 mil 977 víctimas). Si el número de decesos en Estados Unidos, como nos dice la Casa Blanca, sería de entre 100 mil y 250 mil, sin duda una comparación más apropiada sería con Hiroshima (entre 90 mil y 146 mil muertos), aunque puedo ver por qué este suceso en particular no sería del agrado del cirujano general. Lo mismo el bombardeo de Tokio de marzo de 1945 (79 mil 466 cuerpos recobrados).
Pero dejemos a un lado por un momento los fantasmas de la guerra y observemos una vez más el lenguaje. La Oficina del Gabinete británica, por ejemplo, acaba de intentar explicar por qué ha perdido interés en el dispositivo BlueSky para ventiladores. Ya no “apoya la producción” de esas máquinas, indicó, “después de una revaluación de la viabilidad del producto a la luz del cuadro que se sigue desarrollando alrededor de lo que se necesita para tratar el Covid-19 con mayor efectividad”. Nótese lo que falta. ¿En qué momento ocurrió esa revaluación? ¿Cuándo se comenzó a notar el cuadro que se “desarrolla” alrededor de lo que se necesita? Y luego leamos lo que la Oficina agregó más tarde: “Continuamos trabajando a una velocidad sin precedente con cierto número de otros fabricantes para incrementar la producción de ventiladores en el Reino Unido”. Aquí la expresión que delata el juego es “sin precedente”, porque el único precedente que puede preceder a la “velocidad sin precedente” fue presumiblemente la velocidad (o falta de) con que se solicitó el primer modelo de ventilador, hoy abandonado.
Supongo que los jóvenes servidores públicos de la Segunda Guerra Mundial produjeron papeleo semejante, pero ningún gobierno de aquel tiempo habría soñado con proferir semejantes estupideces. De hecho, lo que se revela en estos días es lo genuinas e inmensamente elocuentes –casi shakespereanas en su dolor– que son las palabras de médicos, enfermeros y paramédicos cuando se enfrentan a los micrófonos y cámaras. En un principio, como sabemos, los NHS amenazaron a esas magníficas personas con quitarles el empleo si se descubría –horror de horrores– que habían estado diciendo la verdad a la gente a través de los medios. Imagínense nada más. A nuestros salvadores les hubieran impedido salvarnos si hablaban demasiado. Por fortuna se tuvo la prudencia de abandonar esa amenaza. Si se hubiera cumplido, los británicos habrían necesitado más protección contra su gobierno que contra el Covid-19.
Porque basta escuchar unos minutos a esos hombres y mujeres, médicos, enfermeros, personal de ambulancias y asilos –camilleros bajo fuego al igual que combatientes en el frente, pensaría yo– para que cualquiera entienda de qué se trata realmente la “guerra” contra el coronavirus. No es la Batalla de Inglaterra ni la Segunda Guerra Mundial, ni Pearl Harbor o el 11/s. Se trata de humanidad y compasión en medio de la muerte, algo que los partidarios del Brexit y sus ideólogos en Downing Street no entienden ni pueden entender. Después de todo, son los hombres y mujeres que dejaron a los pilotos de los NHS sin suficientes cantidades de cristal antibalas.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya