¿Quién puede hoy usar el término “hacerse viral” sin estremecerse un poco? ¿Quién puede ver cualquier cosa -la manija de una puerta, un recipiente de cartón, una bolsa de verduras- sin imaginarlo repleto de esas partículas que no pueden verse, que no están muertas, que no están vivas, salpicadas de ventosas en espera de adherirse a nuestro pulmones?
¿Quién puede pensar en besar a un desconocido, en subirse a un camión o en enviar a su hijo a la escuela sin sentir un miedo real? ¿Quién puede pensar en el placer común y corriente y no evaluar su riesgo? ¿Quién de nosotros no es un falso epidemiólogo, virólogo, estadista y profeta? ¿Qué científico o doctor no está secretamente esperando un milagro? ¿Qué sacerdote no está -al menos en secreto- sometiéndose a la ciencia?
E incluso mientras el virus prolifera, ¿quién no podría estar emocionado con el aumento del canto de pájaros en las ciudades, los pavos reales en los cruces peatonales y el silencio en los cielos?
Esta semana [N de la T: La autora escribió el texto el 2 de abril], el número de casos ya rebasó el millón. Más de 50 mil personas han fallecido. Las proyecciones sugieren que ese número podría incrementarse a cientos de miles, o quizá más. El virus se ha movido libremente por los caminos del comercio y el capital internacional, y la terrible enfermedad que ha traído consigo ha encerrado a los humanos en sus países, sus ciudades y sus hogares.
Pero, a diferencia del flujo de capital, este virus busca la proliferación, no las ganancias, y por ende, sin proponérselo, hasta cierto punto ha invertido el flujo. Se ha burlado de los controles migratorios, la biometría, la vigilancia digital y todo tipo de análisis de datos, y le ha pegado más duro -hasta ahora- a las naciones más ricas y poderosas del mundo, frenando el motor del capitalismo. Temporalmente, quizá, pero el tiempo suficiente como para que podamos examinar sus partes, hacer una evaluación y decidir si queremos ayudar a repararlo o buscar un mejor motor.
A los mandarines que manejan esta pandemia les gusta hablar de guerra. Ni siquiera usan la guerra como una metáfora, la usan literalmente. Pero, si fuera una guerra, ¿quién estaría mejor preparado que Estados Unidos? Si no fueran mascarillas y guantes lo que sus soldados en la primera línea de batalla necesitan, sino armas, bombas inteligentes, destructores de búnkers, submarinos, aviones de combate y bombas nucleares, ¿habría escasez?
Noche tras noche, desde el otro lado del mundo, algunos de nosotros miramos las conferencias de prensa del gobernador de Nueva York con una fascinación difícil de explicar. Seguimos las estadísticas, y escuchamos las historias de los hospitales saturados en Estados Unidos, de las enfermeras mal pagadas, con una carga excesiva de trabajo, teniendo que hacer mascarillas con bolsas de basura y viejos impermeables, arriesgando todo para ayudar a los enfermos. Escuchamos acerca de cómo los estados se ven forzados a competir uno contra otro para conseguir ventiladores, acerca de los dilemas de los doctores de a cuál paciente darle uno y a cuál dejar morir. Y pensamos, “¡Dios mío! ¡Eso es Estados Unidos!”
La tragedia es inmediata, real, épica, y se desenvuelve ante nuestros ojos. Pero no es nuevo. Son los restos de un tren que iba descontrolado, bamboleándose de un lado a otro sobre sus rieles, durante años. ¿Quién no recuerda los videos de “pacientes que botaban” -enfermos, aún en sus batas de hospital, con las nalgas al descubierto, subrepticiamente botados en las esquinas de las calles? Demasiadas veces les cerraron las puertas de los hospitales a los menos afortunados ciudadanos de Estados Unidos. Sin importar qué tan enfermos estaban o cuánto habían sufrido.
Al menos no importaba hasta ahora -porque hoy, en la era del virus, la enfermedad de una persona pobre puede afectar la salud de una sociedad próspera. Y sin embargo, aún ahora, Bernie Sanders, el senador que incansablemente ha hecho campaña por un sistema de salud para todos, es considerado atípico hasta por su propio partido, en su carrera por la Casa Blanca. [N de la T: Sanders abandonó su campaña el 8 de abril.]
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¿Y qué es de mi país, mi pobre-rico país, India, suspendido entre el feudalismo y el fundamentalismo religioso, entre las castas y el capitalismo, gobernado por nacionalistas hindúes de extrema derecha?
En diciembre, mientras China luchaba contra el brote del virus en Wuhan, el gobierno de India lidiaba con una revuelta masiva de cientos de miles de sus ciudadanos que protestaban contra la descaradamente discriminatoria ley de ciudadanía anti-musulmana, que acababa de ser aprobada en el Parlamento.
El 30 de enero, reportaron el primer caso de Covid-19 en India, pocos días después de que el ilustre invitado de honor de nuestro Desfile del Día de la República, devorador de la selva del Amazonas y negacionista del Covid, Jair Bolsonaro, había partido de Delhi. Pero había demasiadas cosas qué hacer en febrero como para acomodar al virus en la agenda del partido gobernante. Estaba la visita oficial del presidente Donald Trump, agendada para la última semana del mes. Lo habían atraído con la promesa de que habría un público de un millón de personas en un estadio deportivo en el estado de Gujarat. Todo eso costó dinero y tomó mucho tiempo.
Luego estaban las elecciones de la Asamblea de Delhi, que el Partido Bharatiya Janatawas (BJP, por sus siglas en inglés) estaba destinado a perder a menos de que apretara el paso, y lo hizo. Desató una feroz campaña nacionalista hindú, sin detenerse por nada, lleno de amenazas de violencia física y de disparar contra los “traidores”.
De todos modos perdió. Así que había que infligir castigo a los musulmanes de Delhi, a quienes se culpaba de tal humillación. Multitudes de civiles armados hindúes, respaldados por la policía, atacaron a musulmanes en los barrios de clase trabajadora del noreste de Delhi. Incendiaron casas, tiendas, mezquitas y escuelas; los musulmanes, que esperaban el ataque, lucharon de regreso. Más de 50 personas, musulmanes y algunos hindúes, fueron asesinadas.
Miles se trasladaron a campamentos de refugiados en cementerios locales. Seguían sacando cuerpos mutilados de la red de mugrosos y apestosos drenajes, cuando los funcionarios gubernamentales tuvieron su primera reunión acerca del Covid-19 y la mayoría de los indios comenzó a escuchar de la existencia de algo llamado desinfectante de manos.
Marzo también estuvo ocupado. Las primeras dos semanas las dedicaron a tumbar al gobierno regido por el partido del Congreso Nacional Indio, en el estado central de Madhya Pradesh y en instalar en su lugar un gobierno del BJP. El 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud declaró que Covid-19 era una pandemia. Dos días más tarde, el 13 de marzo, el ministro de la Salud dijo que el coronavirus “no es una emergencia sanitaria”.
Finalmente, el 19 de marzo, el primer ministro de India dirigió un mensaje a la nación. No había hecho la tarea. Tomó prestado el manual de Francia e Italia. Nos dijo que se requería de “distancia social” (concepto sencillo de comprender para una sociedad tan impregnada en la práctica de castas) y llamó a un día de “toque de queda del pueblo” el 22 de marzo. No dijo nada acerca de qué iba a hacer su gobierno con la crisis, pero pidió a la gente salir a los balcones y tocar campanas y golpear cacerolas y sartenes, en homenaje al personal de salud.
No mencionó que hasta ese momento, India había estado exportando equipo de protección y respiradores, en vez de quedárselos para el personal de salud y los hospitales en India.
No es de sorprender que la petición de Narendra Modi fue recibida con gran entusiasmo. Hubo cacerolazos, bailes comunitarios y procesiones. No mucha distancia social. En los días siguientes, hubo escenas de hombres metiéndose en barriles de estiércol sagrado de vaca, y simpatizantes del BJP organizaron fiestas en las que tomaban orina de vaca. Para no quedarse atrás, muchas organizaciones musulmanas declararon que el Todo Poderoso era la respuesta al virus y llamaron a los fieles a congregarse en mezquitas.
El 24 de marzo, a las ocho de la noche, Modi hizo una nueva aparición pública en televisión, y anunció que, a partir de la medianoche, toda India estaría en encierro. Los mercados cerrarían. Ningún transporte, ya fuese público o privado, estaría permitido.
Dijo que tomaba esta decisión no solo como primer ministro, sino como el mayor de la familia. ¿Quién más puede decidir, sin consultar a los gobierno estatales (que serían quienes tendrían que lidiar con las consecuencias de su decisión), que una nación de 1.38 mil millones de personas debería ser encerrados sin preparación y con solo cuatro horas de notificación? Sus métodos dan la impresión de que el primer ministro de India piensa que sus ciudadanos son una fuerza hostil que necesita ser tomada por sorpresa, y nunca debe confiar en ella.
Sí que nos encerraron. Muchos profesionales de la salud y epidemiólogos aplaudieron esta movida. Quizá en teoría tengan razón. Pero seguramente ninguno de ellos apoya la catastrófica falta de planeación o preparación que transforma el mayor encierro, el más punitivo, en el exacto opuesto de lo que buscaba obtener.
El hombre que ama los espectáculos creó la madre de todos los espectáculos.
Mientras el mundo observaba, consternado, India mostró en toda su vergüenza, su brutal, estructural, desigualdad económica y social, su cruel indiferencia al sufrimiento.
El encierro funcionó como un experimento químico que repentinamente reveló cosas ocultas. Conforme iban cerrando las tiendas, los restaurantes, las fábricas y la industria de la construcción, mientras los ricos y la clase media se encerraban en sus colonias enrejadas, nuestros pueblos y megaciudades comenzaron a expulsar a los ciudadanos de la clase trabajadora -los trabajadores migrantes-, a esa acumulación no deseada.
Muchas personas echadas por sus empleadores y caseros, millones de personas empobrecidas, hambrientas, sedientas, joven y vieja, hombres, mujeres, niños, personas enfermas, ciegos, personas con discapacidades, sin un lugar al cual ir, sin transporte público, comenzaron una larga marcha de regreso a sus pueblos. Caminaron durante días, hacia Badaun, Agra, Azamgarh, Aligarh, Lucknow, Gorakhpur, a cientos de kilómetros de distancia. Algunos murieron en el camino.
Sabían que regresaban a casa probablemente para morir de una lenta hambruna. Quizá incluso sabían que podrían estar llevando el virus con ellos, y que infectarían a sus familias, sus padres y abuelos en casa, pero necesitaban desesperadamente un poco de lo familiar, refugio y dignidad, además de comida, si no es que amor.
En el trayecto, algunos fueron brutalmente golpeados y humillados por la policía, encargada de aplicar el toque de queda de modo estricto. Obligaron a jóvenes a acuclillarse y hacer saltos de rana en la carretera. Afuera del pueblo de Bareilly, juntaron un grupo y lo fumigaron con químicos.
Unos días después, preocupado de que la población que huía podría esparcir el virus en los pueblos, el gobierno selló las fronteras estatales, incluso a los viajeros. Pararon a las personas que llevaban días caminando y las forzaron a permanecer en campamentos en las ciudades de las cuales acababan de forzarlos a salir.
A las personas mayores, todo esto les trajo el recuerdo de la transferencia de población en 1947, cuando India fue dividida y nació Paquistán. Solo que el éxodo actual está motivado por una división de clases, no de religión. Aún así, esta gente no es la más pobre de India. Estas personas tenían (al menos hasta ahora) trabajo en las ciudades y hogares a los cuales regresar. Los sin empleo, los sin hogar y los desesperanzados se quedaron donde estaban, en las ciudades y en el campo, donde una profunda angustia crecía mucho antes de que ocurriera esta tragedia. Durante estos terribles días, el ministro del interior Amit Shah estuvo ausente del público.
Cuando la caminata comenzó en Delhi, usé una credencial de prensa que tengo de una revista en la cual escribo seguido, y manejé a Ghazipur, en la frontera entre Delhi y Uttar Pradesh.
La escena era bíblica. O quizá no. La Biblia no podría haber conocido números como estos. El encierro para hacer cumplir el distanciamiento social había resultado en lo opuesto: una compresión física a una escala inimaginable. Esto es cierto aún dentro de los pueblos y ciudades de India. Las calles principales podrán estar vacías, pero los pobres están encerrados en estrechas viviendas en chabolas y jacales.
Cada uno de los caminantes con los que hablé estaba preocupado por el virus. Pero era menos real, menos presente en sus vidas que el acechante desempleo, la hambruna y la violencia de la policía. De todas las personas con las que hablé ese día, incluyendo un grupo de sastres musulmanes que hace pocas semanas había sobrevivido ataques anti-musulmanes, sobre todo me inquietaron las palabras de un hombre. Era un carpintero llamado Ramjeet, que planeaba caminar hasta Gorakhpur, cerca de la frontera con Nepal.
“Quizá cuando Modiji decidió hacer esto, nadie le dijo de nosotros. Quizá no sabe de nosotros”, dijo.
“Nosotros” representa a cerca de 460 millones de personas.
Los gobiernos estatales en India (así como en Estados Unidos) han mostrado más corazón y comprensión ante la crisis. Sindicatos, ciudadanos de a pie y colectivos distribuyen alimentos y raciones de emergencia. El gobierno central ha sido lento en responder a las desesperadas solicitudes de fondos. Resulta que el Fondo Nacional de Asistencia no tiene efectivo disponible. En vez de eso, el dinero de gente bien intencionada fluye a raudales hacia el misterioso nuevo fondo PM-CARES. Comenzaron a aparecer paquetes de comidas preparadas, con la cara de Modi impresa.
Además, el primer ministro comparte sus videos de yoga nidra, en los cuales un transformado Modi de animación, con un cuerpo ideal, muestra asanas de yoga para ayudar a la gente a lidiar con el estrés por el autoaislamiento.
El narcisismo es profundamente inquietante. Quizá una de las asanas podría ser una asana-petición, en la cual Modi le solicite al primer ministro francés que nos permita incumplir el preocupante contrato de compra de aviones de combate Rafale y usar esos 7.8 mil millones de euros en medidas de emergencia que se requieren desesperadamente, para apoyar a millones de personas hambrientas. Seguramente los franceses serán comprensivos.
El encierro entra en su segunda semana, las cadenas de distribución están rotas, las medicinas y los artículos de primera necesidad escasean. Miles de choferes de camiones todavía están abandonados en las carreteras, con poca comida y agua. Las cosechas, listas para ser recolectadas, se pudren lentamente.
La crisis económica está aquí. La crisis política sigue. Los medios convencionales incorporaron la historia del Covid a su tóxica campaña 24/7 anti-musulmana. Una organización llamada Tablighi Jamaat, que sostuvo una reunión en Delhi antes de que se anunciara el encierro, resultó ser un “super diseminador”. Utilizan eso para estigmatizar y demonizar a los musulmanes. La tónica general es que los musulmanes inventaron el virus e intencionalmente lo difuminan, como una forma de yihad.
La crisis del Covid aún está por llegar. O no. No sabemos. Si llega y cuando llegue, estamos seguros de que la van a manejar con todos los actuales prejuicios de religión, casta y clase.
En India, hoy (2 de abril) hay casi 2 mil casos confirmados y 58 muertes. Estos son números en los que no se puede confiar, basados en lamentablemente pocas pruebas. Las opiniones de los expertos varían mucho. Algunos predicen millones de casos. Otros piensan que el daño será mucho menor. Quizá nunca sepamos la verdadera curva de la crisis, aún cuando nos golpee. Lo único que sabemos es que el aglutinamiento en los hospitales todavía no ha comenzado.
Las clínicas y hospitales públicos de India -que no pueden soportar el casi un millón de niños que cada año mueren de diarrea, desnutrición y otras enfermedades; los cientos de miles de pacientes de tuberculosis (un cuarto de los casos del mundo); la vasta población anémica y desnutrida, vulnerable a un buen número de enfermedades menores, que resultan fatales para ellos- no podrá hacer frente a una crisis como la que viven Europa y Estados Unidos.
Todos los servicios de salud están más o menos en pausa, debido a que los hospitales están dedicados al virus. El centro de trauma del legendario All India Institute of Medical Sciences en Delhi está cerrado, sacaron como ganado a cientos de pacientes de cáncer, conocidos como refugiados del cáncer, y que viven en las calles aledañas a ese enorme hospital.
La gente se enfermará y morirá en casa. Quizá nunca sepamos sus historias. Quizá ni siquiera lleguen a ser estadísticas. Solo nos queda esperar que sean correctos los estudios que dicen que al virus no le gusta el clima frío (aunque otros investigadores tiene dudas al respecto). Nunca había pasado que la gente ansiara de modo tan irracional que llegara un veranillo ardiente y castigador.
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¿Qué es esto que nos ha pasado? Es un virus, sí. En sí mismo no tiene una declaración moral. Pero definitivamente es más que un virus. Algunos creen que es la manera en que Dios nos hace entrar en razón. Otros, que es una conspiración china para dominar el mundo.
Lo que sea que es, el coronavirus ha puesto a los poderosos de rodillas y ha frenado al mundo como nada más podría. Nuestras mentes aún están dando vueltas sin parar, y anhelan el regreso de la “normalidad”, intentan unir nuestro futuro con nuestro pasado y se rehusan a reconocer la ruptura. Pero la ruptura existe. Y en medio de esta terrible desesperanza, se nos ofrece una oportunidad de repensar la máquina del fin del mundo que construimos para nosotros mismos. Nada podría ser peor que un regreso a la normalidad.
Históricamente, las pandemias han obligado a los seres humanos a romper con el pasado e imaginar su mundo de nuevo. Esta no es diferente. Es un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente.
Podemos optar por cruzarlo arrastrando tras nosotros las carcasas de nuestro prejuicio y odio, nuestra avaricia, nuestros bancos de datos e ideas muertas, nuestros ríos muertos y cielos llenos de humo. O podemos atravesarlo caminando ligeros, con escaso equipaje, listos para imaginar otro mundo. Y listos para luchar por él.
Copyright Arundhati Roy 2020. Se reproduce con autorización de la escritora. Esta es una versión corta del artículo, el cual se publica completo en el portal digital de La Jornada.
La más reciente novela de la autora es The Ministry of Utmost Happiness.
Traducción: Tania Molina Ramírez