Ciudad de México. Ya que no soy un especialista en ningún tema, cuando visito ciertas praderas prefiero verme como un generalista. Luego, al pensarlo de nuevo, me doy cuenta de lo pretencioso que eso puede sonar pero… Más allá de pretensiones, he tenido el privilegio de tratar a muchos especialistas dentro y fuera de mi actividad profesional y disciplina de cultivo.
Con muchos de ellos he tejido una gran y duradera amistad y con otros una relación de respeto que ha durado mucho tiempo. No pienso que sea yo quien deba salir en defensa de los especialistas y expertos, salvo para lamentar que quien busque descalificar sus opiniones y hasta su calidad intelectual y profesional sean el presidente de la República y algunos lamentables corifeos escudados en una roma paranoia digna de mejores empeños.
Debemos rechazar que el reduccionismo y la polarización infecten nuestros intercambios. Evitar que la salud pública sea campo de batalla de las disputas por el poder, lo peor que puede ocurrirle a una práctica del Estado moderno que, por decisiva, requiere de altos niveles de consenso y comprensión por parte de las fuerzas políticas y sociales, el mundo de la academia, la investigación especializada y la propia opinión pública, ahora marcada y, en no pocas ocasiones, minada por las redes sociales. Al haber incurrido en estos excesos, el Estado, el gobierno y los partidos, pero también varios medios de comunicación, han puesto en alto riesgo a la salud pública y abierto el espacio para malhadadas incursiones, interesadas en corroer el propio valor de la política y sus instituciones.
Tal ha sido el caso de la embestida contra el doctor López-Gatell, no la crítica, que siempre es necesaria y estoy seguro de que será bienvenida por el subsecretario, sino la descalificación de su trabajo, sus presentaciones y hasta su verbo. Todo esto resultaría grotesco de no ser porque el médico tiene bajo su responsabilidad el comando de la política estatal contra la pandemia.
Por lo que toca a la política económica podríamos tratar de entender el litigio apegándonos a la evidencia existente. Ésta, dice que al convertirse el Covid-19 en un asunto mayor de salud pública que afecta a toda la sociedad, exige políticas de gran calado. Al hacer de la salud, la protección y el cuidado de los afectados, una prioridad absoluta de la sociedad y del Estado, se asume sin cortapisas la legitimidad de medidas que la autoridad responsable se sienta obligada a adoptar.
Tal es el caso del encierro, única opción conocida y aceptada universalmente para abatir las tendencias al contagio masivo y evitar, en lo posible, el colapso del sistema de salud. Así ha ocurrido en Italia o España y Estados Unidos y así pudo ocurrir en China, Corea o Japón, donde se adoptaron medidas de control y contención de los ciudadanos muy firmes y autoritarias. No ha ocurrido aquí, pero podríamos vernos obligados a hacerlo en un momento dado.
El hecho es que el encierro masivo necesariamente afecta la organización económica, productiva y laboral e impone un freno a las actividades económicas, para por esa vía evitar en lo posible el contagio entre los trabajadores.
La cuestión es que para lograr esto es inevitable cerrar empresas de todo tamaño y poner en peligro los ingresos de las empresas y los trabajadores, lo que puede desatar una espiral incontrolable en el conjunto de la economía, sin importar si sus componentes están o no involucrados en las operaciones de salud pública destinadas a atenuar la infección.
Las consecuencias están a la vista. En primer término, la (re) aparición del desempleo abierto, de cuyos primeros indicios dio cuenta la secretaria Alcalde el lunes. Luego, la irrupción de una crisis económica propiamente dicha, en la que la caída de la demanda y el consumo, fruto del encierro, se empareja con la baja en la oferta, al romperse las cadenas de producción final e intermedia y acrecentar así el declive original de la demanda interna. En esas estamos y las cifras de desempleo y las noticias de negocios cerrados son contundentes.
Nuestras conclusiones deberían ser igual de simples y lineales, pero no lo han sido. En este campo también hay especialistas prestos a enmarañar y resucitar viejas leyendas y querellas. Si la prioridad indiscutible es detener y enfrentar al virus, curar al mayor número posible de enfermos, proteger a los más débiles y vulnerables, la medida universalmente aceptada es el encierro del que, sin remedio, hay que repetir, emanan fuerzas contrarias al desempeño económico debido a la cancelación o posposición de actividades, de donde siguen el desempleo, la caída de la demanda y del consumo. En las pequeñas y medianas, pero también en las grandes y súper grandes algunas de las cuales son estratégicas para el país en su conjunto. De no parar esta espiral nefasta, podemos pasar del obligado receso al estancamiento generalizado y la depresión abierta.
En este tema, a diferencia de la falta de conocimientos a la mano para atajar al nuevo virus, sí podemos acudir a vacunas conocidas y, por ejemplo, abocarnos a gastar ya para subsidiar el empleo, apoyar el consumo de los más endebles y evitar quiebras generalizadas de pequeños y medianos negocios, donde se gesta buena parte de la ocupación remunerada y sobrevive la población económicamente activa realmente existente, la que primero debe defenderse. No puede haber peticiones de principio ni dogmas disfrazados de conocimiento doméstico o histórico. No hay rescate a la vista, pero tendrá que haberlo si no se actúa ahora contra el receso y su secuela. No hay Fobaproa ni tiene por qué haberlo, pero tampoco podemos ver caer el sistema financiero con que contamos, a pesar de sus abusos y arrogancia.
El dilema no es preguntar(se) de dónde sacar los recursos, sino cómo usarlos rápido y bien. Hacer sonar la caja del Estado para dispersar recursos, financiar empresas, cubrir pequeños negocios, apoyar total o parcialmente los compromisos empresariales con la conservación del empleo. Por aquí pasa también, necesariamente, nuestra opción prioritaria por los pobres que también son trabajadores, muchos de ellos subordinados y “formales”.
Los virus y sus pandemias son enemigos letales, pero detrás de ellos puede venir un bicho peor: el razonavirus que nos impide pensar bien; que nos inocula fetiches y nos hace esclavos de prejuicios.