Ciudad de México. Nacido en Fresnillo, Zacatecas (1955), autor de varias fotografías ya emblemáticas del fotoperiodismo –la imagen de los mineros que protestan desnudos un amanecer en Pachuca, 1985, y la de las indígenas tzotiles que rechazan a soldados del Ejército Mexicano en X’Oyep, Chiapas, Premio Internacional de Periodismo Rey de España 1998, entre otras muchas– habla aquí con frescura de su trayectoria personal y del rigor, disciplina y entrega que exige ese pequeño clic que detiene el mundo.
Nosotros, los Valtierra, un día fuimos los sintierra. No fue en mi niñez, sino tiempo después, cuando comprendí esas líneas de Dante Alighieri al afirmar, en boca de uno de sus personajes, que no hay peor dolor que recordar la abundancia en tiempos de miseria. Mi abuela, mi padre y dos de sus hermanos, eran dueños de 222 hectáreas semiáridas y un buen número de cabezas de ganado. Mi padre y mi tíos pidieron un crédito para comprar más ganado y engordarlo cuando llegaran las lluvias, pero las nubes se aferraron a la ausencia. Una larga sequía asoló la región y nos trajo no sólo vacas flacas, toros y becerros, también hambre y muerte. Nos despojó de cuanto teníamos. Juan Valtierra y Socorro Ruvalcaba abandonaron San Luis de Ábrego, mejor conocido como El Chivo, para refugiarse en Fresnillo con su familia. No es que allí hubiera muchas oportunidades, pero al menos podíamos sobrevivir. Yo tenía doce años de edad –nací en 1955– y éramos ocho hermanos, seríamos nueve, pero ya había muerto una, luego nacerían otros tres en Ciudad de México. Vivimos once y soy el tercero en orden decreciente. Tengo dos hermanas mayores.
A los doce años comencé a vender El Sol de Zacatecas y El Heraldo de México. Mi oferta incluía la revista Alarma, Memín Pinguín, Lágrimas y Risas, entre otras lecturas; combinaba esa actividad con mis estudios. El trabajo no era nuevo para mí, desde los ocho años de edad cuidé chivas y borregas, cultivé el suelo con mi padre. Lo novedoso era verme convertido en un asalariado en plena infancia.
Recuerdo que me llamaron mucho la atención las imágenes del ’68 que publicaba El Heraldo de México. Víctor Dávila García era el encargado de la distribuidora. Las fotografías tenían un poder de comunicación y de seducción muy fuerte, pero yo no alcanzaba a comprender, entre los doce y los catorce años de edad, el porqué de su fuerza y sus significados. Ya antes, en el rancho, un tío, Carlos Valtierra, de los dorados de Pancho Villa, que regresó a vivir a El Chivo, compraba el periódico Novedades y las revistas Siempre! e Impacto. En sus páginas descubrí imágenes de gran tamaño y a color de Martin Luther King, del asesinato de John F. Kenedy, del Che y Camilo Cienfuegos, de Fidel entrando en la Habana. Nunca las eché al olvido; supe después quiénes eran esos personajes y sus significados históricos.
Mi madre enfermó y no teníamos recursos ni posibilidades, ni siquiera IMSS, para darle el tratamiento médico en Fresnillo. Mi padre se había ido en varias ocasiones a Estados Unidos como bracero; por entonces mis ingresos eran el único sostén de la familia. Así fue como emigramos a Ciudad de México en 1969. En 1970, cuando mi padre ya tenía trabajo como velador en la ICA, mi hermana Juanita cumplía años y mi madre le pidió a un vecino, supuestamente fotógrafo, que le hiciera una fotos a la cumpleañera. Nunca vimos el resultado de esas sesiones. Decidí entonces comprarme una instamatic para yo mismo fotografiar a mis hermanos y a todos los que se me cruzaran. Aún conservo en mi archivo los negativos de esos años.
Soy fotógrafo de prensa, fotorreportero desde 1977, cuando ingresé al Sol de México y trabajé con Benjamín Wong. Siempre me llevé muy bien con los reporteros porque también escribí en mis inicios, pero me decanté muy pronto por la imagen y acompañé a grandes periodistas como Víctor Avilés, Miguel Ángel Velázquez, Víctor Juárez, Carmen Lira, Raymundo Rivapalacio, Rafael Cardona, Gonzalo Álvarez del Villar, Carlos Ferreira, y muchos más, en distintas misiones en México y en otras partes del mundo. Nunca tuve un conflicto con los periodistas ni con los directores de los diarios. El periodismo requiere una disciplina férrea y yo estaba al servicio de esta pasión.
“Leer más y disparar menos”, me dijo un día Benjamín Wong. Insistía mucho en la importancia de leer siempre y leer de todo para estar informados. No obstante, ya desde mis inicios en Presidencia, tuve un maestro, el fotógrafo Manuel Madrigal, muy culto e informado. Él me enseñó a tomar fotos, a revelar, a imprimir y sobre todo me condujo por el camino de los libros y de la lectura en general. Él había trabajado para la revista Siempre!, y era amigo de Pagés Llergo, de Alberto Domingo, de esa generación de periodistas. Me transmitió la necesidad de estar bien informado antes de ir a realizar el trabajo como fotógrafo. La sola inspiración no te va a revelar imágenes y detalles que la lectura si te va a descubrir y a sugerir. La técnica tampoco garantiza que irás más allá de lo elemental, de lo obvio. La información sí echará abajo los velos que te impiden ver y facilitará el trabajo con las personas. Para mí es fundamental vivir la vida propia, pero también los es aprender a vivir en la lectura. Leo poesía, no tanta como quisiera, me gusta mucho, y tengo amigos poetas como Javier Molina y Ricardo Yáñez. La poesía nos da herramientas para descubrir una realidad que los demás no ven, pues sólo vemos lo que el pensamiento nos permite ver.
Entré a trabajar a la Presidencia como fotógrafo de la Oficina de Comunicación Social, que dirigía Mauro Jiménez Lazcano, en noviembre de 1975. Pero antes fui bolero (1971-1972), luego me contrataron como conserje (1973-1975). Durante esos años fui ayudante de Laboratorio los fines de semana, cuando descansaba como conserje. Descubrí los procesos de revelado e impresión y quedé embrujado, me parecía magia. Desde entonces mi vida sólo tuvo sentido junto a la fotografía. Al ver que mi trabajo y mis conocimientos en el laboratorio mejoraban me dieron la oportunidad de probarme como fotógrafo. Pero ese oficio no tenía nada que ver con el trabajo periodístico que ejercí después en El Sol de México, en el Unomasuno, en La Jornada. Esa etapa inicial del Unomasuno, bajo la dirección de Becerra Acosta, determinó una nueva forma de hacer periodismo, particularmente del periodismo gráfico, del fotoperiodismo, pues tenía que ver con la visión del director sobre la función del periodista ante la sociedad: siempre con una mirada crítica. Nos enseñó a ver a los políticos no como personajes especiales sino como personas comunes y corrientes, evitando su endiosamiento. Hoy en día, claro, se han ganado a pulso el desprecio de la sociedad, porque en su gran mayoría se han dedicado a engañar, a robar, a beneficiarse sin escrúpulos, sin importarles la ciudadanía, el país.
No tengo partido ni militancia, mi responsabilidad es la de un periodista comprometido con su oficio. La objetividad es mi brújula, mi tarea. Me siento obligado a investigar, comprobar, confirmar los datos y exponer una información veraz.
Me tocó cubrir un largo período convulsivo en América Latina y el 1994 del levantamiento indígena en Chiapas. En 1998 mi fotografía en la que aparecen las indígenas tzotziles enfrentando a miembros del ejército mexicano obtuvo el Premio Rey de España. En 1979, La Jornada me envió como reportero a Nicaragua, luego, en 1980, reportee en el Salvador, y en 1982 en Guatemala; ese mismo año atestigüé la guerra en la República Árabe Saharauí Democrática, del Frente Polisario en contra del gobierno de Marruecos, luego la caída del dictador Jean Claude Duvalier en Haití, en 1986. Por cierto, Grijalbo me publicó Nicaragua, la revolución sandinista, a cuarenta años de dicha guerra. Siempre he buscado que todas mis fotografía transmitan lo que veo, lo que atestiguo, lo que me duele, lo que sufrimos los reporteros. Agradezco que la gente reconozca mis imágenes y les den incluso un cierto valor estético, pero es ante todo una fotografía apegada al oficio periodístico.
Recuerdo las fotografías que hice de los mineros, en Pachuca, en 1985. Lo primero fue ver el contexto y las circunstancias, evaluar la luz, los espacios, los personajes, los detalles. La técnica ya está en buena medida automatizada, regida por el dominio de su uso y del conocimiento. Eran 3 mil mineros que realizaban una protesta, desnudos. Estaba amaneciendo y la luz era complicada, de alto contraste. Estuve observando las escenas y realicé un estudio de dos rollos. A estas alturas de mi trayectoria sostengo que la fotografía periodística puede hacer una buena composición si se consideran los elementos estéticos que rodean las imágenes y te propones exaltarlos. Es decir, ir más allá del simple registro. Al respecto, yo tengo una ventaja, fui educado bajo la premisa de que la luz natural es fundamental, lo cual descarta en principio el uso de flash. Hablo de la prehistoria, por supuesto. Eran flash muy elementales, mal usados, y mataban los detalles de la imagen. Quizás la nuevas tecnologías ayuden más en ese sentido, pero en mi formación el flash reñía con la luz ambiental.
Como en el caso de los mineros, el plan siempre es tener dominio de las circunstancias y encontrar los momentos precisos en que, por ejemplo, nadie ve la cámara, la luz resalta determinados elementos, la geometría otorga un equilibrio a las partes, tienes la posición adecuada. No hay posibilidad, en esos momentos, de manipular las escenas, es lo que hay y con ello debes trabajar. Existen, por supuesto, ocasiones en que se presenta la oportunidad de manipular los elementos, y hay muchos fotógrafos con habilidad para ello. En mi caso prefiero captar la realidad tal como la veo, con mi olfato y mi sentido periodístico. No suelo celebrar mi trabajo, pienso que siempre puede ser mejor.
No soy de muchos rollos. Soy austero, lacónico. Hago pocas tomas. Tengo un amigo que una vez gastó treinta y seis rollos en la toma presidencial de López Portillo. La fotografía digital facilita el exceso de disparos que impiden ver y evaluar, actuar en el momento justo. Es el impulso lo que impera. Por el contrario, a mi me enseñaron a trabajar con pocos recursos, a administrarlos. Eran tiempos de fotografía analógica, por supuesto. Madrigal me insistía mucho: “La fotografía no se dispara como si fuera cine, tienes que elegir tu objetivo, observarlo en sus contextos, y cuando adviertas el instante preciso que vas a preservar, sólo entonces dispara.” Aun así, uno realiza no una sino varias tomas. Cartier-Bresson sostenía que hay un momento justo para el disparo. Para encontrarlo debes caminar mucho, imaginar los escenarios, aprender a descubrir esos momentos cruciales. La calidad se impone sobre la cantidad. Para mí, y seguramente para la mayoría de mis colegas, el acto de fotografiar, como el de escribir, no se decide en la mano, sino en la cabeza. El poema no nace en una Mont Blanc, en una supercomputadora o en un lápiz, viene del poeta mismo en las circunstancias más impredecibles, por decirlo de algún modo.
Si hay un estilo en mi obra es un discurso forjado a través del tiempo y de mucho trabajo. Es resultado de mi compromiso con la fotografía misma, del respeto que tengo hacia los fotografiados, de la búsqueda insistente de espacios y medios adecuados para realizar mi oficio, en particular de la perseverancia. No me califico ni me considero un artista. Tampoco me quita el sueño no serlo. Hago mucha fotografía como terapia ocupacional, con una línea donde los estético es fundamental, donde gobierna la emoción de cazar esos preciosos instantes. Por ejemplo, no me gusta hacer foto de turismo. La hago, sí, pero no me gusta, dejo pasar imágenes que son realmente bellas, extraordinarias. Las veo con claridad, pero no me causan emoción ni interés. Tengo más de 300 mil negativos bien organizados. No basta para un fotógrafo hacer la foto, es muy importante clasificarlas, promoverlas, hacerlas que se conozcan, se muevan, dialoguen con nuevas generaciones. Mi compromiso es con este oficio, con este lenguaje. Todo lo que hago lo hago en función de la fotografía. Ya no me da pudor reconocer que trabajo mucho, no es por vanidad, es por disciplina.
Con Granados Chapa hicimos la revista Mira en las oficinas de Cuartoscuro cuya intención era hacer una publicación en la que tuvieran una fuerte presencia las imágenes. Era una revista ilustrada y no tenía nombre, más tarde la bautizamos como Mira. Eso fue en 1990, pero no estuve mucho tiempo en la dirección porque no me daba abasto con el trabajo y la agencia Cuartoscuro, que fundamos en 1986. En 1993 sacamos la revista Cuartoscuro con la intención de impulsar la fotografía mexicana, de dar a conocer a los autores de este país. Hemos publicado hasta el momento, 2020, a más de 3 mil fotógrafos en su gran mayoría mexicanos. La fotografía en México tiene un nivel muy alto, pero no posee las condiciones y los apoyos que reciben los fotógrafos en Europa o en Estados Unidos, donde se publican muchos libros de fotografía. Por eso la revista es un vehículo que pretende visibilizar a los autores mexicanos.
Dijo Faustino Mayo, la página del día siguiente está en blanco, bienvenidos los reconocimientos, pero no hay que creerse los títulos ni los premios. El trabajo es el que dicta el porvenir. Este 2019, la universidad de mi estado natal me otorgó el doctorado Honoris Causa. Para mí es sólo un apapacho de mis paisanos. Quizás porque nunca he dejado de visitar y de reconocer los paisajes de mi infancia, su luz, su tierra colorada y los campos dorados por el sol. Allí donde termina la tierra roja se define la colindancia con Durango, cuyo cielo es diferente, de un azul cobalto; el nuestro es cruel, como lo definiera el poeta Ramón López Velarde. Voy cuando menos una vez al mes, pues fundé la Fototeca, pero sobre todo es porque soy profundamente zacatecano.
El olor de la tierra de mi niñez, no la de la sequía sino la de lluvia, la asocié siempre al olor de la tinta en las imprentas, al aroma del papel impreso y revelado en el cuarto oscuro. Allí me veo en El Chivo jugar con las sombras de la tarde, con las siluetas que se alargan. Siento el mismo miedo de mirar un cielo tan azul y me sigo preguntando cómo pueden volar los aviones. Desvío la mirada y descubro grandes esferas de cardos dando tumbos como animales en la llanura colorada; a lo lejos se ven pequeñas, pero según se aproximan descubres que son enormes, sus espinas y sus ramas son poderosas. Pasan y las pierdes de vista entre remolinos de tierra que se alargan y se van como fantasmas.