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De la tolerancia compartida a tolerancia cero / Jorge Durand

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Migrantes hondureños en el albergue Belén, en Tapachula, Chiapas. Foto Víctor Camacho / Archivo
16 de febrero de 2020 11:08

La migración mexicana y centroamericana se sustentó, por más de medio siglo, en un acuerdo tácito de tolerancia a la mano de obra irregular que iba a trabajar a Estados Unidos. Después de los Convenios Braceros, la política migratoria estadunidense optó por la irregularidad, ilegalidad según ellos, como la manera más cómoda, sencilla y eficiente de contar con mano de obra disponible y desechable en cualquier momento.

Es en ese contexto en el que México se convierte en país de tránsito para los distintos flujos centroamericanos y sudamericanos. El tránsito por México era tolerado en la mayoría de los casos y en otros, donde los migrantes eran capturados por el Inami, se otorgaban los famosos permisos de salida por alguna de las fronteras o puertos de salida, que irremediablemente estaban en la frontera norte o simplemente eran deportados a sus países de origen.

Con base en acuerdos formales o informales, México regulaba el flujo de personas en tránsito hacia Estados Unidos y a esto se le ha llamado el trabajo sucio que se realiza en el patio trasero del imperio. De los cuatro millones de centroamericanos que radican en Estados Unidos, 90 por ciento pasó por México de manera irregular.

El asunto migratorio empezó a complicarse hace un par de décadas con el incremento de los flujos, pero sobre todo por la incorporación del crimen organizado en el tráfico y la trata de personas en tránsito. La tradicional mordida a los funcionarios y policías ya no era suficiente, ahora se estila la extorsión, el secuestro y las medidas violentas en sus variadas formas.

De ahí que los migrantes optaran por viajar en grupo para apoyarse y defenderse; fue la época de La Bestia, en la que miles de migrantes viajaban en el lomo de trenes de carga. Luego vendrían las caravanas de migrantes, primero las de Semana Santa y luego los grandes éxodos hondureños de octubre de 2018 y los primeros meses de 2019, todos tolerados, de una u otra forma.

La intolerancia en Estados Unidos tiene distintas fases, primero se cierran las puertas a la migración laboral irregular en la frontera, se criminaliza a las personas en tránsito, se les persigue al interior del país y se trata de limitar su acceso a refugio, un resquicio legal descubierto por los centroamericanos, especialmente si eran menores de edad o viajaban en familia. La intolerancia mayor, que se haya registrado, fue la separación de familias, realizada de la peor forma, sin registros y mínima responsabilidad.

Pero el primero de junio del año pasado, la intolerancia tomó dimensiones inusitadas e implicó a México bajo la forma de chantaje y la amenaza de imponer aranceles. El futuro político de la Cuarta Transformación estaba en jaque y esto implicaba el fin del TMEC (Tratado México, Estados Unidos y Canadá) y de la posible tabla de salvación de la economía mexicana.

De la noche a la mañana, México tomó conciencia de que era no sólo país de tránsito, sino el último país de tránsito, condición geopolítica que hasta junio no había sido tomada en serio. La respuesta gubernamental la conocemos todos: la Guardia Nacional se encargó de la contención del flujo, que disminuyó de 140 mil en junio a 30 mil en diciembre.

Los 4 mil migrantes de la caravana de enero pasado bien podrían formar parte de esos 40 mil considerados flujo normal mensual. La diferencia es que viajan en caravana y exigen el mismo trato que les dio el gobierno a los de hace un año: salvoconductos o visas humanitarias; es decir, visas de tránsito.

El discurso oficial ha cambiado radicalmente en menos de un año. Resulta que no hay ningún respaldo de la legislación mexicana a las visas de transito, disfrazadas de visas humanitarias y a los salvoconductos, conocidos como permisos de salida, que otorgan 20 días para abandonar el país por la frontera norte.

México seguirá siendo país de tránsito, pero, sobre todo, país de tráfico y trata. Como en todo, la prohibición es la mejor manera de fomentar las mafias. De ahí que además de la contención, que se ha justificado por las amenazas del imperio y nuestra condición de último país de tránsito, habría que pensar seriamente en el combate frontal a las mafias de tráfico de personas y la trata laboral y de blancas.

Y en este aspecto hay una deuda pendiente. Por décadas, el tráfico y la trata han sido enfrentados con tibieza. En la actualidad hay noticias de que se está trabajando, de que se descubren casas de seguridad, que se detiene a tractocamiones con migrantes, que se captura a traficantes, pero no hay ningún informe sistematizado y serio al respecto.

Otra deuda pendiente es con las organizaciones civiles y religiosas que han dado la cara para atender y humanizar la migración de retorno y en tránsito. Paradójicamente han sido tratados con indiferencia y en ocasiones han sido acosados. Recordemos el caso de Las Patronas que fueron acosadas por funcionarios y ahora cumplen 25 años de servicio.

Los defensores de los derechos humanos de los migrantes en su mayoría son voluntarios y llevan a cabo tareas que en realidad conciernen al Estado, incapaz de atender la situación crítica generada por sus políticas del presente y el pasado.

La cero tolerancia se debe enfocar a combatir el tráfico y la trata, que de manera consecuente genera las propias medidas de contención y prohibición.

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