Se trata de un reclamo plenamente fundado. Desde hace varias semanas, en este espacio se ha reiterado que existe un deterioro inocultable en la situación de inseguridad que enfrentan las mujeres de todo el país: con 976 episodios, 2019 ha sido el año con más feminicidios desde que se inició el registro de estos crímenes en 2015, cuando se tomó nota de 411. El incremento de 137 por ciento en apenas cuatro años maquilla realidades incluso más atroces, como la de Ciudad Juárez, Chihuahua, donde los feminicidios se quintuplicaron de 2017 a 2018.
Las cifras son apenas un elemento del contexto en el que se ha gestado la rabia mostrada por las mujeres ayer y en anteriores expresiones de protesta. Entre muchos otros factores que contribuyen a la exasperación de los colectivos feministas y sus simpatizantes, deben señalarse la indolencia de las autoridades de todos los ámbitos y todos los niveles ante los casos de violencia suscitados en la esfera de sus competencias, y la consecuente impunidad con que se salda la mayoría de los actos de agresión machista, así como la insensibilidad y la falta de empatía con que amplios sectores de la sociedad responden ante las denuncias, una de cuyas manifestaciones más graves es la deficiente cobertura por los medios de comunicación que hacen de la violencia un espectáculo.
Ante tal escenario, se han cuestionado los métodos de lucha desplegados durante las protestas. Hay quienes los consideran inadecuados, cuando no abiertamente repudiables, porque generan animadversión a una causa justa y alejan a posibles participantes. Tales desacuerdos de ninguna forma deben poner en duda la exigencia de justicia y la urgencia de sus reclamos.
Por último, es claro que dichos métodos son un enorme ¡ya basta!
ante una realidad intolerable, y que la mejor manera de poner fin a formas de protesta consideradas poco deseables consiste en acabar con las agresiones que obligan a las mujeres a hacerse escuchar.