Hay un momento sombrío en extremo en la versión fílmica de 1967 de A Man for All Seasons, el épico argumento de Robert Bolt sobre la negativa del canciller Tomás Moro a apoyar el divorcio de Enrique VIII: cuando Thomas Cromwell recluta al joven y arrogante maestro de escuela Richard Rich para que sea su espía. Más tarde Rich obtendrá la evidencia espuria que enviará a Moro al cadalso. Pero en esta primera reunión –en un pub londinense–, Cromwell ofrece a Rich un ascenso (y la consiguiente riqueza) a cambio de la mínima brizna de información que pueda usarse contra el nuevo lord canciller del rey Enrique.
Siempre he sospechado que las conjuras de los Tudor tienen algo en común con el mundo oscuro y extremadamente hipócrita de la política en Medio Oriente. Tal vez las obras de ficción de Saddam Hussein y Muammar Kadafi carezcan de la esencia de la Utopía humanista o de la música renacentista de milord Enrique, pero las feroces rivalidades y el temor a una muerte terrible que aflige a muchos líderes y a sus partidarios entre el Mediterráneo e Irán tienen mucho en común con las ambiciones personales que corrían como electricidad en la Inglaterra de Enrique.
Los puritanismos del nacionalismo espurio de Medio Oriente, así como su religión –junto con las superpotencias, felices de sacar ventaja de esas tonterías– se trasladan bastante bien cuando retrocedemos medio milenio. Para los crueles dictadores y prelados islámicos y sus “facilitadores” –palabra a la que volveré más tarde–, el apoyo de Washington o Moscú es de suma importancia. El verdadero Moro estaba dispuesto a firmar de cuando en cuando la sentencia de algún obispo a la hoguera, en tanto Enrique, que disfrutaba de la espada, envió al patíbulo en la Torre de Londres tanto a Moro como, más tarde, a Cromwell. En vez de Estados Unidos y Rusia, léase el Papa y España.
Pero volvamos a esa escalofriante reunión en el pub de Londres donde Cromwell, representado sin afectación por Leo McKern, explica por qué humildes administradores como él tienen tantas dificultades para ayudar a que su rey consiga un divorcio que le permita un nuevo matrimonio del que pueda nacer un heredero, lo cual es, por casualidad, una constante preocupación de nuestros actuales príncipes y tiranos en Medio Oriente.
“Nuestra función como administradores”, dice un irritado Cromwell a Rich (el joven John Hurt), “es minimizar los inconvenientes que esto va a causar.”
La palabra clave, por supuesto, es “inconvenientes”, como Cromwell deja en claro. “Es nuestra única función, Rich: minimizar los inconvenientes de las cosas. Una ocupación inofensiva, dirías, pero no. A los administradores nadie nos quiere, Rich. No somos populares…”
Siempre sonrío cuando la película llega a este punto. He pasado toda una vida escuchando a funcionarios árabes e iraníes explicar la validez de su causa, los inconvenientes que impone a sus renuentes amos… y las enormes cargas y riesgos que ese trabajo significa para ellos. Un resbalón y el hacha del verdugo se alza en la Torre… o el dron llega en las primeras horas al aeropuerto internacional de Bagdad.
Vale la pena en estos días releer la notable serie de documentos iraníes de inteligencia que el sitio The Intercept y el New York Times publicaron hace menos de dos meses. Su procedencia no está clara todavía, y puedo ver por qué los escépticos afirman que fueron sembrados. Sugieren que Irán tiene mucho mayor poder económico y político sobre líderes árabes de lo que antes se sabía, y luego retratan a Qassem Soleimani no tanto como un monstruoso fabricante de reyes, sino como un “facilitador”, alguien que hace (o hacía) que las ruedas del poder giraran a favor de Irán.
Los retratos fotográficos extremadamente vanidosos que Soleimani usaba –para incrementar su estatus supuestamente icónico y quizá sus probabilidades de alcanzar la presidencia iraní– recuerdan el hábito renacentista de alcanzar la idolatría intelectual por medio del retrato. A Soleimani no le hubiera gustado la furtiva semejanza de Thomas Cromwell a sus cuarenta y tantos años en el retrato de Holbein el Joven, con la cara mofletuda y los ojos bizcos. En cambio, el retrato del mismo Holbein del embajador francés en Londres, Jean de Dinteville –el tipo a la izquierda en Los embajadores–, habría sido muy del gusto de Soleimani, quien habría admirado la alfombra de Medio Oriente en la que Dinteville se apoya… incluso con lo que se supone que es la figura de un cráneo en la parte inferior de la pintura.
Pero no adornemos el mundo de Soleimani con tal conocimiento. La descripción que el general David Petraeus hizo de él como “una figura en verdad maligna”, después de la invasión de Irak en 2003, no es lo bastante buena: más cercana es la del comandante canadiense en Afganistán, el general Rick Hillier, quien llamaba “montón de escoria” a sus enemigos talibanes.
El papel de Soleimani era bastante claro: poner los cimientos de un vínculo inquebrantable entre los chiítas de Irak, Siria (los alawitas) y Líbano, que los subordinase a Irán. Se dedicó a ello con determinación, con ingente trabajo y considerable inmisericordia, absorbiendo ex agentes de la CIA –al parecer junto con sus contactos en Estados Unidos– mientras disfrutaba de la estima de los ministros iraquíes (y por consiguiente de los estadunidenses que los apoyaban) por atacar al Isis en Faluya y Mosul.
Soleimani podía ser obsequioso en extremo. Según uno de los documentos iraníes, que abarcan el periodo 2013-2015, buscó autorización del ministro iraquí de transporte para enviar “provisiones humanitarias” a Siria a través del espacio aéreo iraquí. Cuando el ministro accedió, relata él mismo, Soleimani “se levantó, se acercó y me besó en la frente”.
En cambio, otros documentos sugieren que los iraquíes, en especial los sunitas, estaban furiosos con Soleimani, a quien pintaban como un peligroso promotor de sí mismo, “publicando retratos suyos en diferentes redes sociales”. Tal vez aprendió sus técnicas de autopromoción del presidente de Estados Unidos.
También era demasiado cercano a los agentes de inteligencia en países no árabes, Turquía en particular. Pero su pecado más grave fue permitir sangrientas peleas sectarias entre milicias chiítas patrocinadas por Irán y árabes –tanto chiítas como sunitas– en aquellos países con los que Irán quería hacer causa común.
A los sirios a veces les costaba trabajo digerir la retórica de Soleimani. Recuerdo a un joven oficial del ejército sirio que me dijo, con una mezcla de respeto a Irán y cinismo: “nos gusta que nuestros hermanos iraníes vengan a pelear por Siria, pero cuando nos dicen que han venido a morir, me pregunto qué quieren decir. No queremos que mueran: queremos que peleen”. Y, desde luego, los iraníes sí peleaban, pero no en los números que afirmaban.
Los sirios se cansaron de los iraníes de Soleimani cuando alardeaban de victorias en las que no habían tenido parte. Cuando Soleimani se ufanó del papel iraní en la “recaptura” de Alepo –esta información no está en los documentos iraníes–, el ejército sirio enfureció. No hubo fuerzas iraníes en esa batalla. El Hezbolán libanés sin duda contribuyó en gran medida a la causa del régimen sirio, pero el propio comandante y presidente de Hezbolá, Sayed Hassan Nasrallah, declinó permitir que Soleimani tomara el control de los chiítas libaneses… y Soleimani sabía que era mejor no intentarlo.
Su verdadero error fue apoyar –como general del Estado, que es lo que era– a las milicias chiítas en Irak que estaban dispuestas a torturar o matar a sus enemigos (prisioneros sunitas, librepensadores chiítas, lo que fuera) para mantener el poder de Irán sobre el régimen. Esto es lo que en verdad significa “minimizar los inconvenientes”, porque los aliados de Soleimani en Irak se oponían a las manifestaciones contra la corrupción del Estado y dieron muerte a miles de manifestantes. Hasta el consulado iraní en el sur de Irak fue incendiado.
También Hezbolá en Líbano trató de reprimir las manifestaciones contra la corrupción, que no solo pretendían poner fin al sectarismo, sino demandaban específicamente terminar con la interferencia extranjera. No es extraño que nadie quisiera a los “administradores”. Lo suyo no era “ocupación inofensiva”.
Esto, porque el legado de Soleimani fue un intento de realinear a las milicias chiítas, no del lado de la libertad o contra la corrupción –y ni siquiera del antisionismo–, sino del lado de un Irán cuyo poder era más importante que sus supuestas virtudes morales. En uno de sus últimos mensajes desde
Abbottabad, Osama bin Laden se refirió a la necesidad de salvar a los musulmanes chiítas en la guerra de Al Qaeda contra Occidente. Los documentos iraníes registran cómo los servicios de inteligencia de Irán (los que trabajaban para el ministerio del interior) discutían ese mismo tema… en relación con el sufrimiento de los sunitas a manos de las milicias chiítas.
¿Qué más queda por decir? Bueno, recordemos tan sólo que Thomas Cromwell terminó igual que su víctima Tomás Moro: con la cabeza en el tocón.
Todo lo que quedó de Soleimani, en uno de sus dedos, fue un anillo con el que ponía sellos. En cambio, Richard Rich –y esas son las últimas palabras de la película– murió en su cama.