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Los libros tristes de Amos Oz / 'La Semanal'

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05 de enero de 2020 11:35
 
A los quince años –dos y medio después del suicidio de su madre– Amos Klausner (Jerusalén, 1939-Tel Aviv, 2018) se integró a un kibutz en el interior de Israel, donde tomó el apellido Oz, que quiere decir “fuerza” en hebreo, recuerda Alberto Manguel en “Paciencia, dudas y compasión”. La literatura de Amos Oz quedó indeleblemente marcada por el acontecimiento. A lo largo de su corpus habla del temor a la muerte y de quienes deciden finalizar sus propias vidas.

La presencia de la muerte y el suicidio materno

“No es nada nuevo: un hombre solitario, encorvado, si no vierte lágrimas ni toca el violín, ni le clava las uñas a los demás, con el paso de los años se va saturando y saturando hasta que no le queda más alternativa que la locura o el suicidio”, escribió Amos Oz en Tierra de chacales. Oz y su hija Fania Oz-Salzberger definieron el suicidio en Los judíos y las palabras: “Suicidas, sí. Individuos que perdieron la batalla por encontrar un sentido, sí.” Un descanso verdadero contiene “muchas complicaciones, cartas, tentativas de suicidio, gritos detrás del pajar por las noches”.

En La caja negra se lee: “Acabo de escribir estas últimas líneas con una sonrisa. No esperes esta vez una nueva tentativa de suicidio, como las que en su momento te llevaron a una seca media sonrisa y a un ‘lavado de estómago’. Esta vez voy a introducir una pequeña variante. Premiaré la sorpresa con sorpresa./ Me detendré aquí. Te dejaré a oscuras. Ve y quédate de pie ante tu ventana. Abrázate los hombros. O yace despierto en el camastro de tu oficina entre los dos archivadores metálicos y espera hasta más allá de la desesperación una gracia en la que no crees, pero yo sí./ Ilana.” Conocer a una mujer contiene una amenaza: “mil veces le he dicho ya, Odelia, separémonos al menos por una temporada de prueba, y siempre empieza a amenazarme con que va a quemar la casa. O a suicidarse”. 

“La conclusión se llama muerte”

El suicidio siempre es una posibilidad: “Junto a la entrada de su casa, dentro de un coche blanco con las ventanillas cerradas, Fima vio a un hombre grande que estaba completamente doblado, con los brazos apoyados en el volante, la cabeza oculta entre los brazos, como adormilado. ¿Ataque al corazón? ¿Asesinato? ¿Atentado? ¿Suicidio? Fima se armó de valor y golpeó suavemente el cristal. Al instante se incorporó Uri Gefen”, cuestionó y reaccionó la protagonista en Fima.

“La conclusión se llama muerte”, aseveró Oz en Quizás en otro lugar, su primera novela. Después dice sobre un individuo: “No es que él sea capaz de matar o de suicidarse.” Heidegger, escribió en Tocar el agua, tocar el viento, “quiere ver en el terror a la desexistencia y en la constante presencia de la muerte una nueva clave para descifrar el enigma de la relación entre tiempo, ser y conciencia”. Y afirmó en Judas: “Una o dos veces dijo que en Jerusalén le esperaba la muerte. Él temía a la muerte y temblaba ante la muerte.”

La imposibilidad de hablar sobre la muerte ocurre entre padre e hija en el relato que da título al libro Entre amigos: “A veces hablaban de música, que les gustaba a los dos, y otras veces, en lugar de hablar, ponían un disco en el viejo gramófono y escuchaban a Schubert. De la muerte de la madre y del hermano de Edna no hablaban nunca. Tampoco de los recuerdos de infancia ni de los proyectos de futuro. Ambos acordaron tácitamente no tocar los sentimientos ni tocarse el uno al otro. Ni un ligero roce, ni una mano en el hombro, ni un dedo en el brazo. Al salir, decía Edna desde la puerta: ‘Adiós, papá. Acuérdate de ir al ambulatorio. Volveré mañana o pasado’. Y Nahum decía: ‘Sí. Ven. Y cuídate. Adiós’.” Y La colina del mal consejo contiene “embriaguez y desesperación. Lo descifro: es el sonido de la muerte”.

En La historia comienza. Ensayos sobre literatura, Oz hizo un análisis de los fragmentos iniciales de algunas novelas y relatos de Gógol, Kafka, Chéjov, Carver, García Márquez, entre otros. En el texto sobre “El violín de Rothschild” de Chéjov planteó: “resume su vida entera en una serie de déficits y pérdidas. Lega su violín a Rothschild. Tras la muerte del fabricante de ataúdes, el judío saca de ese violín unas melodías indeciblemente tristes”.

En Mi querido Mijael se anuncia la muerte de una mujer a través una esquela: “Sentí pena por su muerte. Por mí. Por las almas atormentadas.” El libro comienza así: “Escribo porque las personas a las que amaba han muerto.” El mismo mar contiene “Bettine le cuenta a Albert”, texto en el que ella se protege de la muerte: “Todos los viernes me traen a mis nietos, ella es Aries/ y él Capricornio, ella me llama Yaya Ti y a él le gusta/ tirarme del pelo. El viernes por la noche/ duermen siempre conmigo/ a ambos lados de mi cama. Yo los protejo/ de las pesadillas y el frío, y ellos me protegen/ de la soledad y la muerte.”

Un joven escritor abatido piensa que nadie puede comprenderlo, salvo un autor quizá también desolado, y pondera la muerte voluntaria en Versos de vida y muerte (novela): “Por un momento le pareció distinguir una silueta que lo esperaba sentada en las escaleras del centro cultural, tal vez era la silueta de Yuyal Dahán Dotán, el joven poeta abatido que al parecer aún no había perdido la esperanza y, encogido y tiritando, aguardaba a que el autor volviera, en mitad de la noche, se sentara a su lado en las escaleras y leyera al menos cuatro o cinco de sus poemas bajo la luz de la farola, y luego podrían entablar una conversación íntima entre los dos, incluso hasta el amanecer, una conversación emotiva, intelectual y artística completamente sincera entre un creador veterano y un creador joven que se debate aún al comienzo de su camino y soporta tanto sufrimiento y humillación que hasta ha pensado en el suicidio, y no hay nadie en todo el vasto mundo, salvo el autor, que pueda comprenderlo: porque sufrimientos así se describen con frecuencia en los libros del autor, que en efecto ya es famoso y célebre, pero yo que he leído sus libros también entre líneas sé muy bien que detrás del personaje público conocido se oculta un hombre tímido y solitario y quizá también triste. Como yo. De hecho, él y yo somos dos almas gemelas y por tanto sólo él puede comprenderme, o tal vez ayudarme aunque tampoco él me comprenda, ¿quién lo hará?”

En Hasta la muerte, el personaje Shraga Unger disipa el temor: “En resumen, ahora, durante estas noches húmedas y asfixiantes de verano, me presento a mi muerte. No tengo ningún miedo. Pero, cómo decirlo, me da asco.” También genera una imagen marítima: “la balsa se está desintegrando: pronto moriré. Digo esto con absoluta calma, porque considero la muerte un asunto casi anecdótico, un acontecimiento casual […]. ¿Es que soy indiferente a mi propia muerte? No, no es una cuestión de indiferencia, sino de una especie de distancia.” Otro personaje, Liuba, le dice al narrador: “qué tristeza en todos los sitios y en todas las cosas. Y tú, Shraga, tú encima no estás nada bien. Y fumas y fumas sin parar”.

Una historia de amor y oscuridad parte del suicidio. Amos Oz escribió: “Si mi madre hubiera leído los dos relatos de Hasta la muerte, ¿habría dicho unas palabras similares a las de su amiga Lilcnka Kalisch, ‘horror y espanto de algo que no tiene un lugar en el mundo’? Es difícil saberlo: un fino velo de melancolía soñadora, de emociones secretas y penas románticas cubría a aquellas chicas de buena familia de Rovno, como si sus vidas se hubieran pintado, entre las paredes de su instituto, con pinceles que conocían sólo tonalidades mórbidas y solemnes. Aunque a veces mi madre se rebelaba contra esos colores./ Algo del programa de aquel instituto en los años veinte, o tal vez una especie de profundo musgo romántico absorbido por el corazón de mi madre y sus amigas durante su juventud, una espesa niebla sentimental ruso-polaca, algo entre Chopin y Mickiewicz, entre las penas del joven Werther y Byron, algo en el terreno de las sombras entre lo sublime y lo tormentoso, la ensoñación y la soledad, engañosas luces de un pantano de ‘horror y espanto’ se burlaron de mi madre durante casi toda su vida y la sedujeron hasta que la cautivaron y la llevaron al suicidio en el año 1952. Tenía treinta y nueve años cuando murió. Yo, doce y medio.” 

Un inaudible grito de socorro

Oz continúa: “Durante las semanas y meses posteriores a la muerte de mi madre no pensé ni por un momento en su dolor. Me negué a escuchar el inaudible grito de socorro que dejó tras ella y que probablemente estuvo siempre flotando en las habitaciones de la casa. No tuve ni una pizca de compasión. Tampoco nostalgia. Tampoco lloré la muerte de mi madre: estaba tan ofendido y tan furioso que no me quedaba sitio para ningún otro sentimiento. […] Me enfadé con ella por haberse ido sin despedirse, sin un abrazo, sin una explicación: ni al más completo desconocido, ni al cartero o un vendedor ambulante que llaman a la puerta era mi madre capaz de despedirlo sin ofrecerle un vaso de agua, una sonrisa, una breve disculpa, dos o tres palabras agradables. De niño jamás me dejaba solo en una tienda, en un patio ajeno o en un parque. […] ¿Cómo había podido?/ La odiaba.”

La ira se disipó y la culpa se apoderó de su ser: “Al cabo de unas semanas la furia se decoloró. Y con la furia perdí una especie de escudo defensivo, una especie de capa de polvo que durante los primeros días me había protegido del trauma y del dolor. Desde ese momento estaba desnudo./ Cuanto menos odiaba a mi madre, más me aborrecía a mí mismo./ Aún no existía en mi corazón un hueco donde acoger el sufrimiento de mi madre, su soledad, la asfixia que la fue atrapando, el terror desesperado de las últimas noches de su vida. Seguía viviendo solamente mi tragedia, no la suya. Pero ya no estaba enfadado con ella sino que, por el contrario, me culpaba a mí mismo: si hubiera sido un niño mejor, más abnegado, si no hubiera dejado la ropa tirada por el suelo, si no la hubiese molestado e importunado, si hubiera hecho los deberes a su debido tiempo, si hubiera sacado la basura todas las tardes sin protestar, sin necesidad de que me riñeran, si no le hubiese amargado la vida ni hubiera hecho tanto ruido, si no hubiese olvidado apagar la luz, si no hubiese vuelto con la camisa rota, si no hubiese andado por la cocina con los zapatos llenos de barro.”

Ahondó en la relación con su padre después de que su madre decidiera morir: “Desde la muerte de mi madre, y desde el nuevo matrimonio de mi padre un año después, él y yo hablábamos sólo de cuestiones urgentes relacionadas con la vida cotidiana. O de política. […] Sobre los tormentos de mi adolescencia, su nuevo matrimonio, sus sentimientos, mis sentimientos, los últimos días de vida de mi madre, su muerte y su ausencia, sobre todo eso no intercambiábamos ni una palabra. Nunca.”

La relación con la familia materna no se retomó: “ellos lo consideraban culpable. Sus relaciones con otras mujeres, sospechaban las hermanas de mi madre de Tel Aviv, enturbiaron la vida de su hermana. Y también todas esas noches sentado a su escritorio, dándole la espalda y entregado a sus investigaciones y a sus fichas. A mi padre lo conmocionó esa acusación y le hirió hasta lo más profundo de su alma”.

Oz prosiguió: “Unos tres meses después del suicidio de mi madre llegó el día de mi bar mitzvá: no hubo fiesta. Subí al púlpito de la sinagoga Tajkemoní el sábado por la mañana y balbucí el texto de la semana, eso fue todo.”

En Una historia de amor y oscuridad llega la revelación literaria para poder tratar los temas más íntimos: el suicidio y la muerte: “El libro Winesburg, Ohio me hizo descubrir de pronto el mundo visto por Chéjov, aun antes de tener la ocasión de descubrir al propio Chéjov: se acabó el mundo visto por Dostoievsky, Kafka y Knut Hamsun, y también por Hemingway y Yigal Mossinson. Se acabaron las mujeres misteriosas sobre los puentes y los hombres con las solapas levantadas envueltos en el humo de las tabernas. Ese modesto libro fue para mí como la revolución de Copérnico al revés: Copérnico descubrió que nuestro mundo no era el centro del universo, como se había pensado hasta entonces, sino tan sólo un planeta más del Sistema Solar. Mientras que Sherwood Anderson me abrió los ojos para escribir acerca de lo que tenía a mi alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que el mundo escrito no depende de Milán ni de Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tú estás, está el centro del universo.”

Oz pensó en escenarios anhelados: “Mi madre decidió dormir esa noche vestida y, para asegurarse de que no volvería a despertarse y a pasar otra noche de tormento en la cocina, se sirvió un té del termo que le había dejado su hermana a la cabecera de la cama, esperó a que se enfriase un poco y, cuando se enfrió, se tomó con el té sus pastillas para dormir. Si hubiera estado allí a su lado […] habría procurado con todas mis fuerzas explicarle por qué no debía. Y si no hubiera conseguido explicárselo, habría hecho cualquier cosa por inspirarle compasión, para que se apiadase de su único hijo.”

Percibía a la literatura como el único medio de expresión posible: “De mi madre no he hablado casi nunca en toda mi vida hasta ahora, hasta escribir estas páginas. Ni con mi padre, ni con mi mujer, ni con mis hijos ni con nadie. Tras la muerte de mi padre, tampoco hablé apenas de él. Como si hubiese sido un niño expósito.”

En ¿De qué está hecha una manzana? Conversaciones con Shira Hadad, Amos Oz afirmó: “Crecí en un mundo sin mujeres. La mujer que me trajo al mundo, a la que tanto amaba, que nos dejó cuando yo tenía doce años y medio, se fue alejando antes de suicidarse.”

Cuestionado sobre el miedo a la muerte por Shira Hadad, su editora en Israel, Oz respondió: “Me pidieron que hablase sobre la esperanza y la desilusión, sobre el suicidio, sobre el amor y la oscuridad. ¿Acaso me consideran un experto en amor, un experto en oscuridad y un experto en suicidio? Les hice una pregunta y me la hice a mí mismo, y también te la hago a ti ahora: ¿Por qué tenemos tanto miedo a la muerte? Unos un poco más, otros un poco menos, pero todos le tenemos miedo. El mundo ha existido durante miles de millones de años antes de nuestro nacimiento, sin nosotros, y seguirá existiendo durante miles de millones de años cuando nosotros ya no estemos, de nuevo sin nosotros. Somos un centelleo, una llamarada fugaz. En tal caso, dime, ¿por qué precisamente el abismo negro que hay tras la muerte nos asusta tanto? ¿Qué diferencia hay entre los abismos negros de antes y después de nuestra vida? Por supuesto, yo no tengo ninguna respuesta a esta pregunta, pero la propia pregunta me ayuda un poco cuando pienso en la muerte. Porque, de hecho, ya estuve allí, en el abismo negro de la total inexistencia, antes de nacer. Durante millones de años estuve allí, y no se estaba mal. ¿Por qué es tan malo volver a estar allí?”

Yo formulo una pregunta que no logro responder: ¿cómo se puede escuchar un inaudible grito de socorro que vaticina el suicidio?

 

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