El pueblo de Bejucal está en el noroeste, a 27 kilómetros de La Habana, y no ha visto un chino en décadas. Los pobladores se han quedado atónitos cuando la localidad ha aparecido en los informativos como el enclave donde Pekín ha instalado bases ultrasecretas para espiar a Washington desde Cuba, noticia que ha dado la vuelta al mundo.
Las fuentes anónimas del Wall Street Journal, el periódico que ha obtenido la “primicia”, han ido a más y han asegurado esta semana, mientras el secretario de Estado Antony Blinken se reunía con el presidente Xi Jinping, que “China está negociando para establecer un centro de entrenamiento militar en Cuba [...] lo que pondría a miles de soldados a 90 millas de las costas de Florida”.
La “prueba” son unas fotos de la agencia Reuters en Bejucal. Muestran una antena parabólica en el medio de la nada, tan herrumbrosa e incongruente como el cartel torcido a la entrada de un supuesto establecimiento militar que, según los lugareños, ha estado ahí toda la vida. En las panorámicas no se aprecia custodia policial, por lo que quizás alguien intentará convencernos de que los espías chinos son invisibles.
Hay pocas cosas tan monótonas como los cuentos de la guerra fría que se cocinan en alguna oscura oficina estadunidense, en la que James Bond siempre se enfrenta a fantasmas internacionales y se usa a la isla del Caribe como base de operaciones.
En mayo de 2002, el entonces subsecretario de Estado, John Bolton, acusó al gobierno de Fidel Castro de producir armas biológicas que se suministrarían clandestinamente a Irak, Libia y Siria. Llegó a identificar la “fábrica” de bombas bacteriológicas: el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, de La Habana, instalación científica que produce vacunas. La historia caería por su propio peso cuando el ex presidente James Carter, desde ese lugar, invitó a otros a hacer lo que él mismo: “Tomar la oferta de Castro para venir a comprobarla”.
En 2017, con Bolton como asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca de Trump, reaparecieron los espías en el Caribe, con pistolas mágicas que apuntaban a los oídos de los diplomáticos estadunidenses en La Habana. Algún chino y algún ruso salieron como teloneros en los relatos de esos días. Por más fantasiosa y absurda que fuera, la historia de los “ataques sónicos” condujo a 243 sanciones adicionales contra Cuba, además de reincorporar al país caribeño en la lista de patrocinadores del terrorismo.
Con Trump de vuelta en Mar-a-Lago y John Bolton fuera del horizonte, un informe desclasificado del Departamento de Estado sugirió que la decisión de desmantelar la embajada de La Habana, como reacción a los supuestos “ataques sónicos”, fue una “respuesta” política plagada de mala gestión, falta de coordinación e incumplimiento de procedimientos. A Biden le tardó la mitad de su mandato reabrir algunos servicios consulares en La Habana y aún mantiene la mayoría de las sanciones de su predecesor.
La codicia estadunidense está llena de estafas como estas desde que Washington intervino en la guerra hispano-cubana, a finales del siglo XIX, e incluso, desde antes, según El 98 de los americanos (Madrid, 1974), libro de José Manuel Allendesalazar, un clásico sobre el tema. “Desde que Estados Unidos nace a la historia, el destino ha hecho que, de un modo u otro, la isla acabe siendo una pesadilla para los estadunidenses. Cuba es una palabra familiar, atrayente e irritante en el vocabulario del político de EU, no sólo de hoy, sino de hace siglos”, asegura el autor.
El acorazado Maine se hundió en el puerto de La Habana el 15 de febrero de 1898, a consecuencia de una explosión en sus calderas que mató a 266 marinos estadunidenses, la mayoría negros. Fue un accidente dentro del barco (quizás sabotaje), como demostraron investigaciones y testigos directos, pero la Casa Blanca y el coro de sus corresponsales y espías en Cuba se apresuraron a culpar a los españoles y a replicar ampulosas teorías de la conspiración y culebrones sensacionalistas. Desde entonces el incidente naval se convirtió en una excusa para la guerra y en un clásico de la política estadunidense y de la prensa amarilla, tan próximas entre sí, tan reincidentes y entregadas a la infamia.
En El hombre que mató a Liberty Balance, gran película de John Ford, un periodista recibe un consejo práctico: “Entre la verdad y la leyenda, imprima siempre la leyenda”. En el caso que nos ocupa de las bases de espionaje y las tropas chinas que supuestamente vigilan a 90 millas de Florida, la realidad es Bejucal. Pero ¿a quién le importa?