En su visita a Pekín, postergada cuatro meses con el pretexto de un dudoso episodio que involucró a un supuesto “globo espía” chino que habría sobrevolado territorio de Estados Unidos, el secretario de Estado de ese país, Antony Blinken, tuvo que escuchar duros reproches del canciller anfitrión, Qin Gang, quien advirtió que las relaciones bilaterales pasan por su peor momento desde su establecimiento, en 1979. Le reclamó el injerencismo de Washington en el diferendo entre China y Taiwán y lamentó que el estado actual del vínculo no se corresponde con los intereses de ambos pueblos ni con las expectativas de la comunidad internacional. Asimismo, el diplomático oriental demandó a Estados Unidos “calma, profesionalismo y racionalidad” en su percepción de China.
No podría esperarse otra cosa después de la creciente hostilidad de la Casa Blanca hacia China. En efecto, la administración Biden ha intensificado su ominosa presencia militar alrededor del territorio del gigante asiático, le ha impuesto injustificadas sanciones diplomáticas y militares con los más diversos pretextos –desde diferendos tecnológicos y comerciales hasta la historia de los “globos espías” y ha presionado a Pekín a alinearse con Occidente y contra Rusia en el escenario bélico de Ucrania. Más aún, Estados Unidos y sus principales aliados han buscado reducir sus lazos comerciales con China, en lo que constituye una política destinada al fracaso: a fin de cuentas, ese país asiático sigue siendo el mayor centro fabril del mundo, el más grande mercado planetario de bienes de consumo y el principal destino de inversiones estadunidenses, europeas y japonesas. Por ello, la Casa Blanca sabe perfectamente que una interrupción de las relaciones industriales, comerciales y tecnológicas con el gigante asiático sería una catástrofe para las economías de Estados Unidos y de Occidente.
En contraste con los agrios términos pronunciados en el ámbito oficial, algunos de los mayores empresarios de Estados Unidos han realizado recientes visitas a la capital china. Tras el fin de las medidas de confinamiento impuestas por la pandemia de SARS-CoV2, han viajado al país asiático magnates como Elon Musk (propietario de Tesla y Space X), Tim Cook (director de Apple Inc.) y Bill Gates (fundador de Microsoft), este último, objeto de una cálida recepción por el presidente Xi Jingping. Todos ellos han buscado aumentar sus oportunidades de negocio, tanto en lo que se refiere a la producción como a mercados. Así, Musk se refirió a los intereses de ambos países como “gemelos unidos e inseparables” y Cook habló de la “relación simbiótica” existente entre Apple y China, donde la firma de la manzana fabrica la mayor parte de sus productos.
Para esos y otros capitanes de grandes corporaciones, es un motivo de alarma el hecho paradójico de que, mientras los intercambios sino-estadunidenses alcanzaron una cifra récord de 690 mil millones de dólares el año pasado, las exportaciones de Estados Unidos a China experimentaron una caída como consecuencia de las políticas de la Casa Blanca de bloquear las exportaciones a ese país de semiconductores avanzados. En términos económicos y comerciales, tales medidas podrían resultar, de persistir y generalizarse, en una especie de harakiri.
Así, pese a las expresiones gubernamentales de hostilidad, los intercambios Estados Unidos-China siguen siendo muy vastos y constituyen un contrapeso esencial y un factor de disuasión para los sectores políticos de Washington que querrían conducir el lazo bilateral a una confrontación en toda la regla, a una ruptura e incluso a la guerra, por demencial que esto parezca. Ha de notarse, finalmente, que su nexo económico con Pekín deja a la Casa Blanca sin ninguna autoridad moral para reprochar a otras naciones –sobre todo las latinoamericanas– el que busquen incrementar sus intercambios con el gigante asiático.