Los conservadores siempre hacen exhibición de lo preocupados que están por la carga de deuda que dejamos a nuestros hijos. Este argumento ético tuvo un lugar importante en la negativa de los congresistas republicanos (https://wapo.st/3JikdxD) a apoyar un aumento rutinario del límite de endeudamiento de Estados Unidos. Al parecer, tan comprometido está el Partido Republicano con reducir el gasto que está dispuesto a tener a la economía mundial de rehén y arriesgarse a causar un daño permanente a la reputación de Estados Unidos.
Nadie dice que no haya que pensar en las generaciones futuras. Pero lo que hay que preguntarse es qué políticas y compromisos fiscales que adoptemos hoy servirán mejor a los intereses de nuestros hijos y nietos. Visto en esta perspectiva, es evidente que son los republicanos quienes exhiben un desprecio temerario por las consecuencias de sus acciones.
Cualquier persona con formación económica sabe que siempre hay que mirar los dos lados del balance, ya que lo que realmente importa es la diferencia entre el activo y el pasivo. Si la deuda crece, pero el activo crece todavía más, la situación del país mejora y con ella, la de las generaciones futuras. Y esto se aplica a la inversión en infraestructura, educación, investigación o tecnología. Pero algo todavía más importante es el capital natural: el valor del medioambiente, del agua, del aire y del suelo. Contaminarlos implica dejar a nuestros hijos una carga incluso mayor.
La deuda financiera es sólo algo que nos debemos mutuamente; pedazos de papel que se pueden pasar de un lado al otro para ajustar los derechos de diversas partes a acceder a bienes y servicios. No cumplir el pago de una deuda será una mancha en nuestra reputación, pero nuestro capital físico, humano y natural seguirá tal cual. Los tenedores de bonos se encontrarán más pobres que lo que pensaban, y puede que algunos contribuyentes terminen siendo más ricos que si se hubiera pagado la deuda, pero nuestra “riqueza” general seguirá siendo la misma.
No sucede lo mismo con la “deuda ambiental”. Es una carga que ningún juez de bancarrotas puede eliminar de un plumazo. Reparar el daño que hagamos hoy puede llevar décadas y obligar a gastar dinero que se hubiera podido usar para enriquecer al país. Por eso mismo, gastar con inteligencia para proteger y rehabilitar el medioambiente (por ejemplo, inversiones para reducir la emisión de gases de efecto invernadero) dejará a las generaciones futuras en mejor situación, incluso si se financia con deuda.
Supongamos que pudiéramos estimar, en términos monetarios, los beneficios directos de esas inversiones, por ejemplo, el aumento de la producción (o la reducción de los costos de reparar los daños causados por incendios forestales, huracanes y otros fenómenos meteorológicos extremos), y el valor de las mejoras en salud y longevidad derivadas de una menor contaminación del aire. ¿Qué tasa de retorno deberíamos exigir? El gobierno de Estados Unidos está tratando de responder esta pregunta, y cualquiera sea el resultado, las consecuencias serán de largo alcance. Si exigimos una tasa de retorno alta –como hizo la administración Trump cuando fijó un mínimo de 7 por ciento anual (https://bit.ly/3Nz1sZ2)–, habrá poca inversión en mitigación del cambio climático, y las generaciones futuras se asarán en un mundo en el que las temperaturas habrán aumentado 3 °C o más.
En vista de las consecuencias inevitables de la inacción, hay que ver la inversión en mitigación del cambio climático como una especie de póliza de seguro. Su beneficio será mayor si los efectos del cambio climático resultan peores y si el valor del dinero es particularmente elevado. El retorno exigido de esta “inversión en seguridad” tiene que ser menor que el tipo de interés real (deflactado) de una inversión segura. En los últimos años, ese tipo de interés ha sido negativo (https://bit.ly/3NzNiqV), pero incluso tomando una escala temporal mucho más amplia, ha oscilado alrededor de uno por ciento, más o menos 0.5 por ciento. De modo que la “tasa de descuento” correcta debería ser muy inferior al 7 por ciento, inferior incluso al intervalo de 2.5 a 5 por ciento (https://bit.ly/4659AYJ) que usó la administración Obama, y tal vez incluso negativa.
Para analizar el asunto desde otro ángulo, podemos preguntar cuál es la tasa de descuento necesaria para lograr el objetivo internacionalmente acordado de limitar el calentamiento global a entre 1.5 y 2 °C. Permitir un aumento permanente de las temperaturas por encima de este límite supone riesgos inaceptables. Los incendios, huracanes, inundaciones, sequías, heladas y otros desastres que hemos soportado hasta ahora serían apenas un anticipo de lo que nos traerá un futuro semejante. Hacer los cálculos usando una tasa de descuento alta (incluso las que usó la administración Obama) nos impedirá cumplir el objetivo de 1.5 °C (https://bit.ly/3CBDdTK).
La cuestión también se puede analizar desde el punto de vista de las “generaciones futuras”. ¿Qué valor damos a nuestros hijos? ¿Cuáles son sus derechos? Si los valoramos tanto como a nosotros mismos (y no hay ninguna razón ética para no hacerlo), tenemos que pensar en el efecto que tendrá el daño actual al medioambiente sobre el bienestar de nuestros hijos. Puesto que es evidente que hoy vivimos por encima de los límites planetarios (https://reut.rs/3XcLzuw), tenemos una obligación moral urgente de reducir todas las formas de contaminación.
Niños y jóvenes de todo el mundo exigen que los líderes actuales pongan en práctica las políticas necesarias para preservar su futuro. Lo plantean como un derecho básico, y en algunas jurisdicciones van a la justicia para defender sus intereses (por ejemplo en Estados Unidos, donde hace poco una jueza federal de Oregón dictaminó la procedencia de una demanda por violación de derechos constitucionales en materia climática presentada por 21 jóvenes estadunidenses (https://bit.ly/3JhBGpE), que se suma a una acción similar (https://bit.ly/441QTTX) que ya está en curso contra el estado de Montana). ¿No deberíamos hacer lo mismo los mayores?
Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia e integrante de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.