Madrid. Europa, la cuna y el corazón del futbol mundial, donde confluyen las estrellas globales de este deporte de masas, también ha sido un foco de violencia, racismo, xenofobia, homofobia y fanatismo. En un artículo reciente de Jorge Valdano, publicado a raíz del ya conocido “caso Vinicius” en España, advertía que “el estadio es un vomitorio de nuestros instintos. Pero cuidado, porque ese vómito revela lo que suele estar escondido detrás de la maraña social”. Y en Europa, a pesar de los esfuerzos loables y algunos hasta exitosos por eliminar la violencia de los estadios, el odio al diferente, la denigración del más débil o la cultura de convertir al adversario en enemigo no ha desaparecido del todo. Más aún, en algunos países se ha exacerbado.
La violencia en el futbol europeo es añeja, quizá su historia es paralela al desarrollo de este deporte, pero a partir de la década de los setenta del siglo pasado se registraron una serie de dramas históricos que provocaron la reacción de la sociedad y de las autoridades del futbol internacional y europeo. Fue poco a poco, pero dada la gravedad de los acontecimientos, ya no pudieron mirar para otro lado ante el auge de los ultras, la mayoría vinculados a grupúsculos marginales de extrema derecha y fascistas.
Un primer acontecimiento que advertía que algo estaba pasando en este deporte ocurrió el 2 de enero de 1971, cuando murieron 66 personas y otras 150 resultaron heridas en el estadio del equipo escocés Glasgow Rangers, que se enfrentaba a su eterno rival, el Celtic, y que ante un gol en el último minuto la ira de los aficionados provocó una avalancha humana en una de las puertas de acceso. Después de estos hechos, sin que hubiera una reacción contundente por parte de las autoridades, se vivió el mayor auge en el Reino Unido de los llamados hooligans, que marcaron, para mal, una época en la historia del futbol. Las escenas de hombres hambrientos de sangre y violencia en los estadios de futbol eran habituales y las peleas multitudinarias, también.
Los hooligans, cabe anotar, fueron un fenómeno que interesó particularmente al Frente Nacional de Gran Bretaña, de extrema derecha, por su potencial como masa fanática. En estos grupos se exacerbó la xenofobia y el odio al otro, con expresiones abiertamente fascistas, mientras se exaltaban lo que se consideraban los valores ingleses esenciales.
El 11 de mayo de 1985, es decir, 14 años después de la tragedia en Glasgow, se registró una similar en el futbol inglés: 56 personas perdieron la vida y 265 resultan heridas al incendiarse la tribuna principal del estadio Valley Parade, en Bradford, cuando se disputaba el encuentro de Tercera División entre el local, el Bradford City, y el Lincoln City. El origen, de nuevo, fue el fanatismo de la afición. Ese mismo año, sólo unos días más tarde, el 29 de mayo, en el estadio Heysel de Bruselas murieron 39 aficionados (32 italianos, cuatro belgas, dos franceses y un británico) y 117 sufrieron heridas graves a causa de una avalancha de aficionados en los prolegómenos de la final de la Copa de Europa entre Liverpool y Juventus. De nuevo, los hooligans ingleses, en este caso de Liverpool, estaban en el centro del drama.
Cuatro años después, el 15 abril de 1989, en el partido entre Liverpool y Nottingham Forest, que se disputaba en el estadio Hillsborough, de Sheffield, de nuevo los ultras provocaron un drama: tras forzar una de las entradas para invadir la grada y el campo se generó una nueva avalancha humana que provocó 95 muertos y 170 heridos.
Pero, en realidad, fue la tragedia de Heysel la que provocó finalmente una reacción contundente del gobierno inglés, entonces presidido por Margaret Thatcher, y las autoridades del deporte, que reformaron la ley para vigilar los estadios de futbol con un sistema de cámaras integral, además de un endurecimiento de las penas en caso de violencia o racismo, que casi siempre culminaba en prisión.
Ese gesto fue el comienzo de una lucha sin tregua contra el racismo y la xenofobia en Europa, que se desarrolló a velocidades diferentes en cada país.
Por ejemplo, actualmente si un aficionado inglés realiza un acto racista o violento en el estadio, tiene una consecuencia inmediata: los aficionados son expulsados de por vida de los estadios y cuentan con pena de cárcel. Un caso mediático que provocó a su vez más sensibilización de la sociedad con los hechos fue el de Antonio Neill, un joven de 24 años que recibió un castigo ejemplar por enviar mensajes racistas de acoso a Ivan Toney, jugador del Brentford. Neill recibió una condena de cuatro meses de prisión, que quedó suspendida mientras no reincidiese en un plazo de dos años, y tres sin poder pisar un campo de futbol.
Además, en Inglaterra se lanzó en 2021 una campaña antirracista para eliminar esta lacra de las redes sociales y del lenguaje público, que permitió a su vez presentar más de 600 denuncias por abusos racistas contra jugadores negros como Marcus Rashford y Jadon Sancho, entre otros.
En Alemania, donde también está una de las ligas más potentes de Europa, han emprendido la lucha contra el racismo en los estadios desde varias facetas: los propios clubes, los aficionados y, sobre todo, la Federación Alemana de Futbol.
Dentro del campo toda la potestad cae en el árbitro y la liga alemana sigue al pie de la letra la normativa FIFA sobre insultos racistas en los estadios. En la temporada 2021- 2022 se suspendieron más de 900 partidos –desde amateur hasta profesional– por incidentes racistas.
En Italia ha habido numerosos incidentes racistas, como el que sufrió el jugador del Inter de Milán, el belga Romelu Lukaku, en un partido contra Juventus, cuando recibió insultos racistas por parte de la afición de Turín. En ese partido, después de marcar un penalti en el último minuto, hizo su celebración mandando callar ante los que lo insultaban mientras lo increpaban aún más, lo que provocó, sorpresivamente, su expulsión por parte del árbitro, que lo acusó de “provocar”. Después, el presidente de la Federación Italiana le quitó la sanción y los ultras que lo insultaron fueron castigados.
En Italia se aplica el Código de Justicia Deportiva italiana, que recoge las sanciones que conllevan actos racistas. Un jugador que tenga estos comportamientos podría ser expulsado durante 10 jornadas o, en casos muy graves, con una inhabilitación permanente. Además, el código contempla sanciones a directivos, pancartas o cánticos, recayendo todo sobre el club.
En Francia la condena por actos racistas en un estadio puede alcanzar un año de cárcel y 45 mil euros de multa para aquellas personas que pronuncien injurias de tipo racial. El código deportivo contempla esta opción en su artículo 332. También se aplica a personas que lleven pancartas o símbolos racistas que, además, no podrán entrar en un campo de futbol en cinco años. La contundencia de Francia en su lucha contra el racismo ha ido de la mano con el aumento del carácter multicultural de la selección nacional, que ha pasado en sólo unos años de tener predominancia blanca a incorporar a jugadores procedentes de sus ex colonias africanas o sus descendientes, que ya son franceses de pleno derecho.
A pesar de todos estos esfuerzos, el futbol y sus numerosas facetas sociales sigue estando enfermo de violencia. Y de nuevo Jorge Valdano lo explica con claridad en su artículo: “El gran problema es que el odio se está escapando de los estadios y alcanzando la calle. El futbol, en definitiva, sólo lo refleja de un modo especialmente repugnante… Amo el futbol como territorio apasionante que me ayuda a escapar de la realidad de una manera felicitaria. Sin embargo, se está imponiendo un odio algo fascista, en el que la alegría pasa por humillar al rival. No ocurre sólo en España, pero en España también ocurre. Si el futbol va a servir para odiarnos mejor, no vale la pena seguir jugando”.