Pertenezco a la primera generación que nació y creció en el rock contra la opinión de los padres. Eso explica muchas cosas. La radio y la primaria me dieron las primeras lecciones en las batallas de telefonazos por César Costa contra Enrique Guzmán, y Angélica María fue la Anunciación. Los grupos descocaban a la juventud: Rockin’ Devils, Teen Tops, Apson, Locos del Ritmo. A los Rebeldes del Rock, o Rockin Rebels (sic), con su cantante afromexicano Johnny Laboriel, debo la primera desobediencia que esa música me prodigó.
La joven Miss de segundo año nos pidió un día cantar en el salón una canción que nos gustara y elegí Siluetas, pegajosa y divertida como un chicle bomba. Corría 1961. De regreso a la casa conté y canté candorosamente. El escándalo de mi madre fue mayúsculo y me prohibió oír y cantar cosas tan inmorales. Pero ya éramos todos unos rebeldes del rock sin saberlo.
Recuerdo la portada: una foto del grupo de los hermanos Tena en la entonces terminal de camiones de Ciudad Universitaria. Infancia es destino. En primer plano los chicos de la banda rodean un carro Hot Wheels ya entonces vintage, empuñando sus armas de destrucción auditiva. De pie sobre el techo Johnny adopta una pose de baile. Al fondo pasa raudo un camión de la línea México-Coyoacán (raya roja) y más atrás se observan los murales de Siqueiros y O’Gorman, además de la Torre de Rectoría. Yo tenía siete años, faltaban otros siete para el gran movimiento estudiantil, y 11 para mi soñado ingreso a la Universidad.
La canción es tontilla pero chistosa. Por algún lado había que empezar: “La otra noche fui por ti sin pensar/lo que me iba a suceder al llegar/tras de tu ventana dos siluetas distinguí/en la oscuridad con otro te encontré-é-é-é”. Vagamente comenzaron a sonar en mi cabeza los Beatles y la Ola Inglesa, Herman and the Hermits, Dave Clark Five, Box Tops. Supimos de Pete Seeger y Bob Dylan por Trini López. Hacia 1966 caí en las garras de los Monkees por culpa de una guapa prima de Los Ángeles que vivió unos meses en mi casa y me alborotó bastante. ¡I am a believer! ¿Lo pueden creer? Los Belmont traducían a los Kinks. Descubrí que Hiedra venenosa y Fue en un café, o sea Poison Ivy y Under the Boardwalk, las habían grabado antes los Rolling Stones.
Me alivié de los Monkees sin dolor y los Beatles de Revolver me recibieron con los brazos abiertos de Eleanor Rigby. La epifanía definitiva fue el día que un amigo más grande puso como novedad el sencillo de Ruby Tuesday (lado A) y la recién prohibida en Estados Unidos Let’s Spend the Night Together (lado B). Recuerdo el momento en el cuarto de Alfredo, que ni siquiera era muy mi amigo y nunca lo fue.
Lo que siguió siempre he tratado de explicármelo. El caleidoscopio se había encendido. Se volvió un delirio colectivo entre los chavos de la escuela y la colonia. Los cuates estaban tan contagiados como yo. Materializamos esa de yo tu confidente soy y en secundaria voy. Casi sin escalas, de agujetas de color de rosa y un sombrero grande y feo, el sombrero lleva plumas de color azul pastel, pasamos a Tomorrow Never Knows, White Rabitt y Like a Rolling Stone. Ni sabíamos inglés.
El daño estaba hecho. Se sumó al futbol como la pasión de mis días. Una experiencia maravillosa. Demasiado plebe para las drogas, me interesé mucho en ellas, así que al estallar la sicodelia tenía plantado un arcoíris de curiosidad.
La onda se volvió juntarnos en casa de alguno, en la sala o la recámara, y comulgar mano en mano los primeros álbumes de nuestras colecciones personales más bien magras, pues no teníamos lana y nuestros papás no querían comprarnos eso ni en Navidad. Alcanzamos al Sargento Pimienta y su doble página de letras, a Sus Satánicas Majestades en technicolor sideral, a los Kinks, Who, Moody Blues, Byrds, The Doors, Kooper Sessions, Crosby, Stills & Nash (& Young), Ummagumma, Janis, la neblina morada de Hendrix.
El arte de los álbumes, lejos del minimalismo por venir, era una droga en sí, poblada de arcanos y guiños, la nueva mitología del blues eléctrico y las aguas agitadas de Frank Zappa y Las Madres de la Invención. Esa música y esos sueños se creaban sin cesar ante nuestros ojos y oídos. Nos dábamos a la tarea de encontrar los discos, aunque nuestros bolsillos apenas daban para los 45 RPM de hoyo grande. Los padres-madres perdieron el control sobre nosotros. El acabose llegó con Cream y Led Zeppelin. Cuando Carlos se hizo del LP de Whole Lotta Love y lo pusimos a todo volumen mi madre desató su última y más desesperada Cruzada purificadora. Inútil.
Vinieron el 68, Woodstock, Tommy, el punk originario de MC5, las misas negras con Velvet Underground, los cultos secretos a Procol Harum, Soft Machine, Can, Captain Beefheart, Spirit, Lovecraft, Family, Quicksilver. Nos contagiaron la fiebre de Santana, el soul de Ottis Redding y Wilson Pickett, la sonoridad Sangre-Sudor-y-Lágrimas, la alquimia de King Crimson, la rudeza de Creedence Clearwater Revival. Del Submarino Amarillo a Space Oddity, todo parecía un juego de niños a través del Universo.