El noble salvaje es una doctrina valorada por los críticos de las ciencias de la naturaleza humana, dice Steven Pinker (SP) en La tabla rasa. En Sociobiología, añade, E. O. Wilson mencionó que las guerras tribales eran habituales en la prehistoria humana. Los adversarios de la sociobiología sostienen que esto se refutó con base en estudios histórico-antropológicos. SP consultó dichos estudios, reunidos por Montagu. Son reseñas hostiles, hechas por el etólogo Lorenz, el dramaturgo Ardrey y el novelista Golding. Aunque algunas críticas eran merecidas, ellos creían en la teoría arcaica de la agresión como descarga de una presión hidráulica y que la evolución actuaba en bien de la especie. Pero los sociobiólogos los habían criticado con mayor dureza. P. ej. Dawkins escribió que “los autores se equivocaron de cabo a rabo”. Ni las reseñas ni el resumen de Montagu contienen dato alguno sobre la guerra tribal, aclara SP. Gould señala que nuestra especie no es malvada ni destructiva y que es una verdad esencial que las personas buenas/amables superan a las que no lo son de mil a uno; realizamos 10 mil actos de amabilidad por uno de crueldad (argumento llamado la Gran Asimetría). Estas cifras, dice SP, están sacadas de la manga y están equivocadas: los sicópatas constituyen alrededor de 4 por ciento de la población masculina (40 de cada mil). El argumento supone que para que una especie se pueda considerar malvada y destructiva debería serlo en todo momento. La cuestión no es si nuestra especie es malvada y destructiva, sino si albergamos motivos de esa naturaleza, junto con los caritativos y constructivos. De ser así, se puede intentar comprender cuáles son y cómo funcionan. Gould se opone a cualquier intento de comprender los motivos para la guerra en el contexto de la evolución humana, porque “a cada caso de genocidio se le pueden oponer numerosos incidentes de beneficencia social; a cada banda de asesinos se le puede oponer un clan pacífico”. SP dice que su libro demuestra que los “clanes pacíficos”, o no existen, o son muchos menos que las “bandas de asesinos”. Pero para Gould estos hechos no vienen a cuento porque considera que es necesario creer en los clanes pacíficos por razones morales. Sólo si los seres humanos carecen de toda predisposición para el bien o el mal, dice, tendremos razones para oponernos al genocidio. Así se imagina la postura de los sicólogos evolutivos de los que discrepa: “La más popular de todas las explicaciones de nuestra capacidad genocida cita a la biología evolutiva como fuente desafortunada –y como escape frente a toda responsabilidad moral. Un grupo sin xenofobia y no entrenado en el asesinato sucumbiría ante otros grupos repletos de genes que codificaran tales propensiones. Los chimpancés suelen hacer causa común y matan sistemáticamente a los miembros de grupos vecinos. Tal vez estemos programados para actuar también de esta forma”. Este pasaje presenta según SP una visión razonable de por qué los científicos podrían pensar que la evolución puede explicar la violencia humana. Pero luego Gould pasa con toda tranquilidad a unas conclusiones gratuitas (“escape frente a toda responsabilidad moral”) y termina así su ensayo: “En 1525, miles de campesinos alemanes fueron masacrados y Miguel Ángel trabajaba en la Capilla de los Medici. Ambas partes de esta dicotomía representan nuestra humanidad común y evolucionada. ¿Con cuál nos vamos a quedar al final? En lo que al camino potencial del genocidio y la destrucción se refiere, tomemos la postura que no tiene que ser así. Podemos hacer algo distinto”. La implicación es que cualquiera que crea que las causas del genocidio se pueden explicar a partir de cómo los seres humanos han evolucionado hasta su actual constitución, adopta una postura a favor del genocidio.
¿Y qué dicen sobre el 3er miembro de la trinidad, el fantasma en la máquina? Los científicos radicales son completamente materialistas y no podrían creer en un alma inmaterial. Pero se sienten incómodos con cualquier alternativa que inhibiera su creencia política de que podemos llevar a la práctica de forma colectiva cualquier organización social que escojamos. Actualizan el dilema de Descartes: como hombres de visión científica sólo pueden apoyar las afirmaciones de la biología, pero como hombres políticos no pueden aceptar el decepcionante corolario de estas afirmaciones: que la naturaleza humana sólo se distingue de un mecanismo de relojería por su mayor complejidad. Insisten que sus creencias científicas y políticas son inseparables. Escribieron: “Como científicos hemos estado intentando con cierto éxito guiar nuestras investigaciones mediante la aplicación consciente de la filosofía marxista”; compartimos un compromiso con la perspectiva de una sociedad socialmente más justa –socialista–, y vemos su “ciencia crítica como una parte integral de la lucha por crear esa sociedad”. Contraponen al reduccionismo las ideas sobre el poder de la conciencia humana, tanto para interpretar como para cambiar el mundo, poder basado en la unidad dialéctica esencial de lo biológico y lo social, ontológicamente colindantes. Su compromiso con el enfoque dialéctico de Marx explica por qué niegan la naturaleza humana y por qué niegan que la niegan. La idea misma de una naturaleza humana de la que se pueda hablar de forma separada de su interacción siempre cambiante con el entorno es, en su opinión, un error. Separarlos en la mente, incluso con el fin de entender cómo interactúan, supone la alienación del organismo y del medio. Dado que la dialéctica entre el organismo y el medio cambia con la historia, sin que ninguno de los dos cause directamente al otro, los organismos pueden alterar esa dialéctica. De modo que rebaten a los deterministas con la declaración: “ Nosotros tenemos la capacidad de construir nuestro propio futuro, aunque no en circunstancias de nuestra propia elección”. Pero nunca explican quién es ese ‘nosotros’ que no son circuitos neuronales altamente estructurados, que han de recibir esa estructura en parte de los genes y la evolución. Podemos llamar esta doctrina el pronombre en la máquina. Emplean la primera persona del plural como si con ello rebatieran la importancia de los genes y la evolución: ¿Cuál vamos a elegir? Tomemos esta postura. Podemos hacer algo distinto. Citan el aforismo de Marx acerca de hacer nuestra propia historia, y creen que Marx reivindicaba la idea del libre albedrío: Marx tenía una visión mucho más sutil, dicen, sobre las diferencias entre la historia humana y la natural. Entendían que la evolución de la conciencia, y el consiguiente desarrollo de la organización social y económica, introducían elementos de diferencia y de volición que denominamos libre albedrío. Sutil es, en efecto, dice SP, la argumentación que explica el libre albedrío desde el punto de vista de su sinónimo, la volición, y que lo atribuye a la evolución de la conciencia. Pugnan por darle sentido a la dicotomía que inventaron: un cerebro seleccionado de forma natural, por un lado, y un deseo de paz, justicia e igualdad, por el otro. La doctrina del pronombre en la máquina no es un descuido ocasional de la idea del mundo de los científicos radicales. Es coherente con su deseo de un cambio político radical y su hostilidad a la democracia burguesa. Si el nosotros realmente está liberado de la biología, entonces una vez que nosotros veamos la luz, podremos llevar a cabo la visión correcta de cambio radical. La democracia constitucional se basa, cierra SP, en una teoría desilusionada de la naturaleza humana, según la cual somos eternamente vulnerables a la arrogancia y la corrupción. Los controles y balances de las instituciones democráticas se diseñaron expresamente para paralizar las a menudo peligrosas ambiciones de seres humanos imperfectos.