En las últimas semanas se han levantado las alertas entre quienes habitamos los alrededores del volcán Popocatépetl por el reciente incremento de su actividad. Si bien en los últimos días se ha estabilizado, el temor suscitado entre las autoridades y la población nos invita a preguntarnos si hoy, a pesar de la coexistencia milenaria entre el volcán y los asentamientos humanos, estamos realmente preparados para afrontar la eventual contingencia de una erupción.
El Popocatépetl es uno de los volcanes más activos hoy, se ha mantenido despierto desde 1994. Por sus características estratovolcánicas –como la clasifican los vulcanólogos–, la actividad del coloso es de carácter explosivo, lo que lo hace un tanto impredecible; mientras que, por su gran altura y la presencia temporal de glaciares, es susceptible de presentar grandes flujos de lodo –también llamados lahares– sumamente destructivos por la alta velocidad a la que descenderían del pico.
Desde luego, hay medidas establecidas en el marco del semáforo de alerta volcánica del Cenapred, un amplio mapa de riesgos, monitoreo constante de expertos y rutas de evacuación definidas en caso de emergencia. No obstante, el peligro que el Popocatépetl hoy representa, permite apenas atisbar las dimensiones de un problema mayor que constituye una pauta del modelo civilizatorio del que nuestro país es partícipe: la depredación, el descuido y la nula armonización de nuestros modos de vivir con los ciclos de la naturaleza.
Diversas fuentes señalan al Popocatépetl como el volcán más peligroso del mundo, y se le cataloga así no precisamente por su actividad, sino por ser la elevación con la mayor cantidad de población viviendo en sus alrededores. En un radio de 100 kilómetros habitan 25 millones de personas. En materia ambiental, todo riesgo se evalúa también en función de las dinámicas sociales establecidas, las cuales determinan los márgenes de acción ante la presencia de una contingencia, por lo que, en última instancia, los fenómenos que solemos llamar desastres naturales, son en realidad desastres socioambientales.
Más allá de los protocolos de reacción ante una posible catástrofe, nuestros sistemas sociales carecen de políticas integrales de prevención que consideren a la actividad humana como factor de riesgo ante un fenómeno natural, ya sea de carácter geológico –como la actividad volcánica o sísmica– o meteorológico. Asimismo, y a pesar de la infinidad de advertencias, seguimos reproduciendo un modelo de desarrollo que poco ha considerado los ciclos naturales y la vinculación con el entorno, y ha privilegiado una dinámica de crecimiento económico sostenido, a costa de la explotación de la naturaleza considerada desde esta perspectiva como un recurso.
Los recientes microsismos en la Ciudad de México en los cuales, a decir de especialistas, podrían estar relacionados con la sobrexplotación del manto acuífero subterráneo de la ciudad; la sequía histórica que desde el 2020 azota distintas regiones del país y que mantiene en niveles críticos los sistemas hídricos, como el Cutzamala, que hoy se encuentra a 36.6 por ciento de su capacidad; inundaciones como la del río Tula en Hidalgo, en 2021, agravada por una cuestionable gestión de la Comisión Metropolitana de Drenaje de la Ciudad de México; las olas de calor cuyos efectos se potencian con la pérdida de superficie cubierta por árboles en las ciudades, incrementando en unos 3 grados la temperatura; o la pérdida recientemente reportada de 75 por ciento de la biomasa de insectos en el mundo debido al uso de pesticidas y a la deforestación, que está afectando seriamente los procesos de polinización, como sucede ya en la península de Yucatán especialmente por la disminución de la población de abejas, son ejemplos de catástrofes socioambientales en los que la actividad humana juega un papel clave.
La reciente alerta por el incremento de la actividad volcánica debería motivarnos a emprender una profunda revisión de nuestro modelo de desarrollo y de nuestra relación como individuos y como sociedad con el entorno, pues aún las potenciales afectaciones ocasionadas por un volcán –cuya actividad, hasta donde la ciencia actual nos permite saber, no tiene correlato alguno con el calentamiento global u otros factores directamente provocados por la actividad humana–, están asociadas al crecimiento urbano, a la carencia de una planeación territorial adecuada, y a la desestimación, especialmente en nuestras ciudades, de una cultura de protección, cuidado y armonización con el ambiente.
Mientras nada de lo anterior se atienda de manera integral, no habrá medida paliativa que sea suficiente. Se ha dicho ya, por ejemplo, que ni el bombardeo de nubes con yoduro de plata para generar lluvia, ni el uso de energía eléctrica de fuentes renovables, ni la transición a la movilidad eléctrica, ni el reciclaje, ni el tratamiento de aguas residuales, serán suficientes por sí mismas si no están acompañadas de una transformación del modelo de extracción, producción, consumo y desecho que convierta el modelo actualmente lineal de nuestra economía en uno de carácter circular, armónico con los ciclos naturales de nuestro entorno. La viabilidad de la humanidad sólo será posible en la medida en que la ética del cuidado de la casa común se asuma como prioridad en la agenda política de nuestra sociedad. Debemos ser conscientes de que la ventana de oportunidad para completar esa transición se estrecha rápidamente.