No se ahorró palabras Andrés Manuel López Obrador al acusar a la Suprema Corte, como máxima instancia de la impartición de justicia en el país, de “ya querer dar un golpe de Estado neutralizando al Poder Ejecutivo; o sea, que ya no ejecutemos nada. Es cancelar un poder, sería un golpe de Estado técnico” (https://goo.su/z5PT1).
La espiral de confrontación entre los poderes presidencial y judicial parece encaminarse a un mayor endurecimiento en el ámbito de los jueces en casos de interés de Palacio Nacional y, en correspondencia, una mayor activación de bases sociales del obradorismo contra el formato actual del Poder Judicial Federal e, incluso, si la retórica de este lunes en la mañanera se sostiene y avanza, en una insólita rebeldía presidencial en el cumplimiento de las órdenes emanadas de los juzgados, y, a la vez, en un reactivo intento de la Corte de castigar o deponer al Presidente de la República, como ya lo ha planteado el voxista coordinador de los senadores panistas Julén Rementería, aunque luego se haya desdicho, atribuyendo el recular a un error de sus asesores.
El conflicto no debe ser analizado solamente desde el plano formal de lo jurídico, en donde el Poder Ejecutivo está obligado a cumplir las resoluciones del Judicial, en el contexto clásico de la separación de poderes, sino en el contexto político y social correspondiente al proyecto de cambios impulsado por el partido Morena y sus autoridades electas, sobre todo el Presidente de la República, y el conservadurismo, históricamente caracterizado por la corrupción y el servicio a los intereses de las élites identificadas con el priísmo y el panismo que, sobre todo a partir de la llegada de la peñista Norma Piña a la presidencia de la Corte, se ha dedicado a emitir resoluciones abiertamente contrarias al proceso llamado Cuarta Transformación.
La guerra jurídica, o judicialización de la política, o lawfare, es un instrumento de desestabilización utilizado en diversos países contra gobiernos que son progresistas en diverso grado. Lo que se busca con esa guerra jurídica no es poco: entrampar a esos gobiernos, impedirles cumplir con sus proyectos, frenar la realización de obras para luego exhibirlas como “fracasos” gubernamentales y generar material para difusión mediática y política, en especial para fines de exhibición internacional, que etiqueten al gobernante judicialmente embarullado como enemigo del “estado de derecho” e “irrespetuoso de las leyes”.
En ¿otro tema?: el derechista Partido Popular ha obtenido el triunfo en España en la mayoría de las comunidades autonómicas puestas en juego y los cargos municipales del país, de tal manera que, en alianza con la ultraderecha agrupada en Vox, se está en presencia de un drástico reacomodo en el mapa del poder público hispano, que tiene correspondencia con el avance de tendencias conservadoras en varias partes de Europa e impacto en las corrientes similares que en Latinoamérica combaten, con diversos niveles de éxito, a gobiernos progresistas o de centroizquierda.
Al fortísimo golpe recibido, el presidente Pedro Sánchez, del Partido Socialista Obrero Español, ha respondido con un lance arriesgado: la convocatoria adelantada de elecciones generales, a fin de realizarlas el próximo 23 de julio, con la intención de reactivar a los segmentos de izquierda para que frenen o dificulten el retorno de las derechas al poder y, a fin de cuentas, definir con prontitud si debe gobernar España la izquierda (Podemos y Sumar habrán de decidir si van en un rápido proyecto unitario con el PSOE) o la derecha (con Vox como aliado que se autodefine ya como “imprescindible”).
Y, mientras Dante Delgado, el virtual dueño del partido Movimiento Ciudadano, ha dicho que por ahí del 5 de diciembre tendrán candidato presidencial, y que no se aliarán a Va por México, ¡hasta mañana!
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