Podría ser una estampa de los campamentos de refugiados que arrojó la guerra civil de Guatemala hace 40 años a pocos pasos de la frontera sur, en Chiapas. Chozas de palos, techos de plásticos o guano; en los fogones de leña, unas cuantas hierbas arrancadas a la tierra y tortillas. Abandono, batallones de zancudos y niños lombricientos. No es una imagen del pasado. Es un campamento de guatemaltecos en México, desplazados de la comunidad de Laguna Larga, apiñados en medio del monte, prácticamente en la línea divisoria entre Petén y Campeche. Llevan ahí seis años, en la mira de los soldados del destacamento militar que ocupa lo que antes fueron sus tierras y sus casas.
Ahí vive Constantino Vázquez Suchité, un campesino chortí ya viejo, que buscó toda su vida un pedazo de tierra para sembrar. Don Tino vio masacres y vivió los estragos de la tierra arrasada que aplicó el ejército guatemalteco en los años más duros del conflicto, hasta que logró establecerse con algunos hijos y nietos en un predio del Petén, municipio de San Andrés, pegado a la frontera con Campeche, Laguna Larga, hacia el año 2000.
Fue su sueño hecho realidad, pero solo duró 16 años. Hace seis, las 111 familias asentadas en ese rincón de la devastada selva del Petén fueron desalojadas y empujadas a territorio mexicano, donde permanecen en la mayor precariedad, olvidadas por las autoridades de los dos países. Actualmente, entre defunciones y nacimientos, suman cerca de 500 personas, la mitad niños, refugiados sin reconocimiento oficial. En una hoja de papel con muchos dobleces y manchada de lodo se lleva ese registro puntual. Nadie más les lleva la cuenta.
El pasado 20 de abril, Tino, que fue líder comunitario, aprovechó junto con varios compañeros más la visita de activistas de derechos humanos al campamento para adentrarse en Guatemala y echar una ojeada a su antigua aldea, hoy ocupada por militares chapines que suelen cerrarles el paso. No hay más de tres kilómetros de distancia.
Deambula con angustia entre los troncos quemados que fueron pilares de su casa, entre las láminas de zinc retorcidas regadas por ahí. Busca entre la maleza sus dos pozos. Ambos están cegados. Su nuera recoge una hermosa guanábana madura. Los nietos juntan leña y se llenan los bolsillos de mangos. Todo era suyo. Ya no.
De regreso al campamento, hay asamblea con los enviados del Equipo Indignación, que acuden regularmente a verificar las condiciones del campamento para reportar a los organismos de derechos humanos de la ONU y la OEA. La directora Cristina Muñoz les trae un recado del presidente Andrés Manuel López Obrador. A principios de abril el mandatario recibió a la activista yucateca (que también acompaña la resistencia contra las granjas porcícolas en el anillo de cenotes de la península) y escuchó el caso a grandes rasgos. López Obrador firmó un informe que se le entregó y prometió: “Diles de mi parte que personalmente me voy a ocupar”. Lo que estos refugiados piden al mandatario mexicano es que intervenga ante el presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, para que resuelva y permita el retorno de estas familias a sus tierras.
Otra vez, la tierra arrasada
El 2 de junio de 2016, relata don Tino, “tiñendo ya la noche, bajo el aguacero, entraron los soldados y policías echando balazos. Yo estaba en San Andrés (cabecera del municipio petenero donde se instituyó una mesa de diálogo con las autoridades que nunca rindió fruto alguno) porque nos habían dicho los de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) que ya tenían solución. Fue un engaño. Su respuesta fue: hoy mismo los desalojan. Apenas me dio tiempo de llamar la comunidad para decirles que ya iba el ejército para allá”.
Cargando niños, pollos y unas pocas pertenencias, las familias corrieron por la vereda enfangada hacia El Desengaño, a cinco kilómetros de distancia, pero antes de llegar al poblado campechano los interceptaron los agentes del Instituto Nacional de Migración y el ejército y no les permitieron seguir. Ahí quedaron varados, sobre la línea fronteriza que le llaman “porosa”, desde donde se ve la Laguna; lo que fue su laguna. Tres días bajo el aguacero en medio de los potreros cercados, mirando del otro lado del monte la humareda de sus casas quemadas por los soldados, escuchando la motosierra derribando sus muros, su templo, sus corrales. De eso hace ya seis años.
Ahí, sobre la línea, en total abandono, han vivido huracanes, sequías y la pandemia del covid-19. Hasta ese rincón no llegó una sola vacuna. Cuentan apenas con la solidaridad de los campechanos de El Desengaño, una esporádica ayuda alimentaria (una o dos veces al año, aseguran) del gobierno guatemalteco y alguna atención eventual de la mandataria estatal Layda Sansores.
Siembran muy poco, donde pueden, incluso en el cementerio, donde ya han enterrado a 14 de los suyos. Y han nacido 85 niños. “Y aquí vivimos todos amontonados, como pollitos en canasta”, ironiza uno de los viejos de la comunidad.
Cada 15 días llega una brigada médica mexicana. Tres semanas al mes llegan tres maestras del Ministerio de Educación guatemalteco –que tienen que gestionar ante Migración de México permisos especiales, lejos de sus familias, sin viáticos y con mucho desánimo– a dar clases multigrado en dos aulas con techo de guano a una tropilla de chamacos de nombres exóticos y coloridos: Daianki, Inner, Anjeli, Jeimi, Jerlin, Yuliza, Degner. Unos son mexicanos, otros guatermaltecos y otros tantos… nada.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (Acnur) y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no se han involucrado en la atención a este campamento. Para esta comunidad, la condición de refugiado no es opción. “Es que nosotros queremos el retorno; los derechos del refugio son otros”, explican.
En estos días los hombres se afanan preparando pequeños jirones de tierra donde sembrarán maíz y calabaza. Pero saben que sin los sacos de Minsa, frijol y otros insumos que les llegan de ayuda no librarían la hambruna. Los jóvenes salen a buscar trabajo a Campeche, Tabasco o Chiapas para mandar algo de dinero.
Recientemente fueron testigos de cómo entraron unas camionetas pick up desde México hasta la laguna del lado guatemalteco. Permanecieron ahí todo el día al lado del embalse. Ya tarde se retiraron bien cargadas con su pesca: las mojarras que la comunidad había “sembrado” antes de la expulsión de sus tierras en ese cuerpo de agua que ahora es inaccesible para ellos. Nunca lograron probar sus peces.
Equipo Indignación, la organización de derechos humanos asentada en Chablekal, cerca de Mérida, los acompaña desde su desplazamiento y logró que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictara medidas cautelares a su favor. Periódicamente se hacen presentes para monitorear su situación. Ese día de abril varios refugiados aprovecharon la protección que les ofrece la ONG para pasar a sus tierras sin que les cerraran el paso en el “retén militar” guatemalteco.
Los soldados del destacamento salieron armados al paso de la comitiva. Piden identificaciones. “Entiendan que, lo quieran o no, están en una instalación militar”, les dice el subteniente responsable. La respuesta es unánime: “No, es nuestra escuela. Nosotros la levantamos”.
La convivencia entre los soldados del batallón kaibil (tropas especiales) de este punto fronterizo con los refugiados transcurre con frecuentes fricciones y choques. El riesgo de un incidente diplomático está latente. Hace poco, el responsable del destacamento tuvo a bien plantar en la vereda un letrero: “Prohibido el paso”. Sal en la herida. Unos jóvenes machetearon el aviso. Los soldados entraron al campamento a detenerlos. En ocasiones, los militares guatemaltecos entran, armados y uniformados, hasta El Desengaño a comprar víveres, pilas o recargas para sus celulares. Y pasan sin pedir permiso.
Otro día, una nauyaca mordió a un kaibil. Las autoridades del campamento movieron sus contactos para pedir ayuda y el soldado fue atendido –y salvó la vida– en el hospital de La Candelaria. A veces la sensatez se impone sobre los enconos. No siempre.
El acaparamiento verde, modalidad de despojo
Paradójicamente, el desalojo de Laguna Larga y la amenaza de despojos militarizados similares contra cerca de 60 comunidades asentadas en los parques naturales Laguna del Tigre y Sierra del Lacandón y el Triángulo de la Candelaria, en El Petén, se escudan detrás del argumento “conservacionista” de quienes promueven la supuesta protección de la selva con un enfoque de control y militarización, sostiene en el documento “Des-esperando en la Frontera” la organización chiapaneca Voces Mesoamericanas..
Así, mientras despojan a colonos de diversas etnias que se asentaron en la región en décadas pasadas, se expanden las concesiones forestales (Concesión Industrial Paxbán, con permisos hasta 2029), petroleras (la canadiense Quattro Exploration and Production y la anglo-francesa Perenco), los cultivos de palma aceitera, el narcotráfico y el megaproyecto de venta de bonos de carbono, que promueve la empresa Guatecarbón.
Esta última, apoyada por una ONG estadunidense y la Usaid, promueve un negocio que puede redituarle 122 millones de dólares en un plazo de 30 años colocando “bonos de carbono” en el mercado internacional. Se trata del programa que promueve la ONU, a través de la FAO y el PNUD, Reducción de Emisiones por Deforestación Evitada (REDD+, por sus siglas en inglés), mediante el cual los países más contaminantes del planeta “compran créditos de carbono” a entidades que se comprometen a no deforestar territorios boscosos de la Reserva Natural de El Petén, para contener el calentamiento global.
En esa vasta selva, devastada ya en buena medida, hay cinco comunidades con orden de desalojo (Laguna Larga fue la primera y hasta ahora única), incluidas El Reloj, El Sacrificio y Estrella del Norte, todas junto a la división con Campeche. Y hay muchas más (hay quienes dicen que hasta un centenar) que se debaten entre la amenaza de desalojo y la posibilidad de algún acuerdo conciliatorio.
Para Voces Mesoamericanas, que sigue y asiste a este grupo de desplazados desde su llegada, este es un claro caso de lo que llama “el acaparamiento verde, una modalidad de despojo”.
La mesa de diálogo que se estableció entre el gobierno, la Conanp y los pobladores de Laguna Larga no ha logrado una solución a lo largo de seis años de estiras y aflojas, aunque antes del desalojo se había hablado de un plan alternativo, con la posibilidad de que, en lugar de expulsarlos de sus tierras, se estableciera un proyecto de explotación agrícola de bajo impacto con mejoras en sus técnicas de cultivo. En dos o tres ocasiones les han ofrecido reubicarlos en nuevos predios, más pequeños y sin vocación agrícola. Los desplazados, después de escuchar propuestas inviables durante seis años, sólo reclaman una cosa: el retorno a sus tierras.
Durante la asamblea de abril, ese es el anhelo que reiteran los desplazados en voz de los coordinadores y comisarios de la comunidad durante la asamblea. Pero el retorno se mira cada vez más lejano.
“Si no sembramos, no vamos a sobrevivir”
Desde su destierro, cada año los desplazados de Laguna Larga merodeaban por los terrenos abandonados o los parajes solitarios en busca de rincones sin dueño, de pequeños pedazos de tierra donde sembrar. Estas búsquedas sigilosas, pero con un sentido de urgencia, se daban a fines de abril, porque empezando mayo había que empezar a chapear, a ablandar los terrones, a pensar en abrir los surcos.
Los dictados de los ciclos de siembra marcan las decisiones sociales y hasta políticas de los trabajadores del campo. Para los campesinos sin tierra son momentos críticos. Y a estas alturas del año, los desplazados de Laguna Larga no han conseguido ni los mínimos pedazos de tierra para obtener el maíz y frijol indispensables. El ejército y la Policía Nacional Civil de su país lo impiden.
Después de la visita del Equipo Indignación, quizá como represalia, a fines de mayo fueron detenidos tres campesinos del campamento, uno de ellos es un niño de 11 años. Se habían adentrado un poco más de lo acostumbrado en territorio petenero. Iban a levantar algo de maíz que tenían sembrado. Ese fue su delito. Al niño lo colgaron de los pies a modo de tortura. Tuvo que intervenir la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que protege a esa comunidad con la medida cautelar 412-17, para que el niño fuera devuelto a su familia al día siguiente. Los dos adultos, René Gutiérrez y Melvin Pérez, fueron liberados 10 días después.
Su regreso al campamento fue más bien sombrío. Eran portadores de un mensaje ominoso. Les advirtieron que el gobierno de Guatemala ya no les permitirá en adelante adentrarse a su propio país. De hacerlo serán encarcelados. Esa fue la amenaza.
Desde ese día, una nueva angustia invade la vida cotidiana del campamento. ¿Dónde van a sembrar? ¿Tendrán tortilla para sus hijos cuando se acaben los costales de Minsa que les han donado? ¿Sobrevivirán?
“Si este mes no logramos sembrar –dice Edwin, comisario del campamento, en una llamada telefónica– no vamos a cosechar y no tendremos para comer el resto del año. Así no vamos a sobrevivir”.