Al menos 31 personas han sido detenidas desde el lunes pasado en cuatro regiones de España por presunto fraude electoral. De acuerdo con las investigaciones abiertas por la Guardia Civil, en Murcia, Almería y Melilla se encontraban en marcha esquemas que implican la compra del voto a personas en situaciones vulnerables, detectados debido a un aumento inusual en las solicitudes para sufragar por correo, mientras en La Gomera habría una trama no especificada hasta el momento. La mayoría de los detenidos pertenecen al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y la lista incluye a importantes líderes regionales de la formación que ocupa el gobierno central. El escándalo podría tener un impacto significativo en las elecciones municipales y autonómicas que se celebrarán este domingo.
Los intentos de distorsionar la voluntad popular contrastan con el discurso repetido hasta el cansancio por los gobiernos españoles de cualquier signo, según el cual su país es un gran faro de la democracia y un modelo de institucionalidad con autoridad moral para dar lecciones al resto del mundo, y en particular a los países latinoamericanos. La realidad exhibe que Madrid no tiene nada que presumir y sí mucho que arreglar dentro de sus propias fronteras antes de hablar en nombre de la democracia y el estado de derecho.
En esta ocasión, la polémica salpicó al PSOE, pero su rival histórico, el derechista Partido Popular (PP), se encuentra igualmente desacreditado. El emblema de la podredumbre de los populares es el llamado Caso Gürtel, que incluyó sobornos, financiamiento ilegal de campañas y fraudes inmobiliarios, entre otros delitos. Desde inicios de la década de 1990 y hasta 2009, cuando una delación puso fin a su carrera criminal, el empresario Francisco Correa Sánchez obtuvo centenares de contratos irregulares tanto del PP como de gobiernos de todos los niveles encabezados por militantes de ese partido.
Para lograr que se le adjudicara todo tipo de tareas a sus empresas, Correa tejió una red de corrupción en la que estuvieron involucrados decenas de integrantes de la agrupación conservadora, a quienes se ganó mediante “regalos” en especie que tomaban la forma de relojes de lujo, automóviles, viajes e incluso financiamiento de las fiestas de bodas, pero también por medio de una nómina paralela que entregaba sueldos ilegales a prominentes políticos. El mismo Correa llegó a alardear en una conversación interceptada que había entregado más de mil millones de pesetas (unos 6 millones de euros) a Luis Bárcenas, ex gerente y tesorero del PP nacional.
Las perversiones institucionales son comunes en los países autodenominados democracias avanzadas. En Estados Unidos, los sobornos de empresarios a políticos de todas las orientaciones quedan maquillados por unas leyes que permiten hacer “donativos” ilimitados y protegidos por el secreto a los comités de campaña. Incluso con esta permisividad a las relaciones indebidas entre el poder político y el económico, hay quienes van más lejos: durante más de dos décadas, el ultraconservador juez de la Suprema Corte Clarence Thomas ha viajado por el mundo en un yate propiedad del magnate de bienes raíces Harlan Crow, donante del Partido Republicano que también ha obsequiado al magistrado con vuelos en su jet privado y estancias en resorts exclusivos. Todo esto sucede en un país que ni siquiera garantiza el respeto de la voluntad ciudadana, pues su sistema de votación indirecta hace posible que el Poder Ejecutivo sea ocupado por quien obtuvo menos sufragios.
Ante este panorama, es inevitable concluir que los grandilocuentes alegatos de defensa del orden democrático liberal, enarbolados por los líderes occidentales, son mera propaganda para justificar las políticas injerencistas con que imponen al resto del mundo los intereses de sus multinacionales y sus agendas neocoloniales.