La narradora, filósofa, profesora, ensayista, cineasta y guionista estadunidense Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004) fue una de las intelectuales más influyentes en la escena mundial a partir de la segunda mitad del siglo XX. Autora de las novelas 'En América' y 'El benefactor', y de los ensayos 'Sobre la fotografía' y 'La enfermedad y sus metáforas', Sontag desarrolló temas de cultura, arte y cuestiones filosóficas que todavía se discuten entre los académicos más prestigiosos.
También crítica de fotografía, definió al mexicano Juan Rulfo como “el mejor fotógrafo de Latinoamérica”. La presente entrevista, inédita en español, ocurrió en junio de 1975.
–En uno de sus recientes ensayos sobre fotografía en The New York Review of Books, escribió que “ninguna obra narrativa puede contener la misma veracidad que un documento”, y que en Estados Unidos existe “una desconfianza vehemente hacia todo lo que parezca literario”. ¿Cree que la ficción está en vías de desaparecer? ¿Está en camino la extinción de la palabra impresa?
–Los narradores se han puesto muy nerviosos por un problema de credibilidad. Muchos no se sienten cómodos haciendo ficción abiertamente e intentan dotarla del carácter de lo verídico. Un ejemplo reciente es Mi vida como hombre, de Philip Roth, título al que lo conforman tres novelas: las dos iniciales –contrario a la última– están supuestamente escritas por el narrador en primera persona. Que el registro sobre la identidad y la experiencia del propio escritor parezca tener más autoridad que la invención, es una idea que quizá está más extendida en este país que en otros y refleja el triunfo de las formas psicológicas de verlo todo. Tengo amigos que me dicen que los únicos libros de narradores que realmente les interesan son sus cartas y diarios.
–¿Cree que esto ocurre porque la gente siente la necesidad de entrar en contacto con el pasado, ya sea propio o ajeno?
–Creo que tiene que ver más con su falta de conexión con el pasado que con su interés por él. Mucha gente no cree que se pueda dar testimonio del mundo y de la sociedad sino únicamente a través de uno mismo, de “cómo lo vi”. Suponen que la función de los escritores es ofrecer un testimonio –cuando no confesarse– y que una obra se trata de cómo el escritor ve el mundo y se expone a sí mismo. Suponen que la ficción es “verídica”. Como las fotografías.
–*¿El benefactor y Estuche de muerte *no son novelas autobiográficas?
–En esas dos novelas el material inventado es más verosímil que el autobiográfico. Algunos relatos recientes, como “Proyecto para un viaje a China”, que apareció en la revista Atlantic Monthly del mes de abril de 1973, sí se basan en mi propia experiencia. Pero no pretendo sugerir que la inclinación por lo testimonial y lo confesional –real o ficticio– es lo que realmente motiva a lectores y escritores ambiciosos. El gusto por la futurología o profecía tiene al menos la misma relevancia. Pero esta propensión también confirma la irrealidad imperante del pasado histórico. Algunas novelas que se sitúan en el pasado, como las de Thomas Pynchon, son realmente obras de ciencia ficción.
–El contraste que usted hace entre los escritores autobiográficos y los que producen ficción me recuerda un pasaje de uno de los ensayos que escribió para la New York Review, en el que afirma que algunos fotógrafos se erigen como científicos, mientras que otros lo hacen como moralistas. Los científicos, dijo, “elaboran un inventario del mundo”, mientras que los moralistas “se concentran en sucesos dramáticos”. Actualmente, ¿qué tipo de eventos cree que deberían atender los fotógrafos moralistas?
–Soy reacia a hacer afirmaciones normativas acerca de lo que la gente debería hacer, ya que siempre espero que estén realizando cosas nuevas. Los principales intereses del fotógrafo como moralista han sido la guerra, la pobreza, las catástrofes naturales, los accidentes, los desastres y la decadencia. Cuando los fotoperiodistas notifican que “no había nada que fotografiar”, en realidad quieren decir que no había nada terrible que atender.
–¿Y los científicos?
–Supongo que la principal tradición en fotografía es la que implica que cualquier cosa puede ser interesante si la capturas. Consiste en descubrir la belleza, una belleza que puede existir en todas partes pero que se sospecha que habita especialmente en lo aleatorio y lo banal. La fotografía conjunta las nociones de lo “bello” y lo “interesante”. Es una forma de estetizar el mundo entero.
–¿Por qué decidió escribir sobre fotografía?
–Porque tengo como costumbre el estar obsesionada por las fotografías. Y porque prácticamente todos los problemas estéticos, morales y políticos importantes –la cuestión misma de la “modernidad” y del gusto “modernista”– se desarrollaron en la relativamente breve historia de la fotografía. William K. Ivins calificó a la cámara fotográfica como el invento más importante desde la imprenta. Para la evolución de la sensibilidad, la invención de la cámara es quizá todavía más importante. Por supuesto, son los usos que se dan a la fotografía en nuestra cultura –en la sociedad del consumo– los que hacen que la fotografía sea tan interesante y tan potente. En la República Popular China, la gente no observa “fotográficamente”. Los chinos, al igual que nosotros, se hacen fotos entre ellos y también a lugares y monumentos famosos. Pero les desconcierta que el extranjero se apresure a fotografiar un viejo portón de una granja maltrecha y agrietada. No tienen nuestra noción de lo “pintoresco”. No entienden la fotografía como un método de apropiación y transformación de una realidad fragmentada que niega la existencia misma de temas inapropiados o indignos. Como dice un anuncio de la Polaroid SX-70: “No te permite detenerte. De repente verás una foto donde sea que observes.”
–¿Cómo cambia el mundo la fotografía?
–Dándonos una inmensa cantidad de experiencias que “normalmente” no son nuestras. Y haciendo una selección de la experiencia que es muy tendenciosa e ideológica. Mientras parece que no hay nada que la fotografía no pueda devorar, lo que no se logra fotografiar pierde importancia. La idea de Malraux de un museo sin paredes es una idea sobre las consecuencias de la fotografía: nuestra manera de ver la pintura y la escultura está ahora determinada por las fotografías. No sólo conocemos el mundo del arte y la historia del arte principalmente a través de fotografías, sino que lo conocemos de una forma que nadie podría haberlas conocido en el pasado. Cuando estuve en Orvieto por primera vez hace varios meses, me pasé horas observando la fachada de la catedral; pero sólo una semana más tarde, cuando adquirí un libro sobre la catedral, la vi realmente, en el sentido moderno de ver. Las fotografías me permitieron observar de un modo que mi ojo “desnudo” no podía atender a la catedral “real”.
–Esto demuestra que la fotografía puede producir literalmente toda una forma de ver.
–Las fotografías convierten las obras de arte en elementos de información. Para ello hacen homogéneas las fracciones y el todo. Cuando estuve en Orvieto pude ver toda la fachada apartándome, pero no podía ver los detalles. Posteriormente pude acercarme y ver todos los pormenores que no estaban más allá, digamos, de dos metros y medio, pero no había forma de que mi ojo pudiera abarcar la totalidad de la catedral. La cámara fotográfica eleva el fragmento a una posición privilegiada. Como señala Malraux, una fotografía puede mostrar una pieza de escultura –una cabeza o una mano– que parece magnífica por sí misma, y ésta puede reproducirse junto a otro objeto que podría ser diez veces más grande pero que, en el formato del libro, ocupa el mismo espacio. De este modo, la fotografía aniquila nuestro sentido de la escala. También afecta de forma extraña nuestra noción del tiempo. Nunca antes en la historia de la humanidad se pudo saber qué aspecto tenían los niños. Los ricos encargaban retratos de sus hijos, pero las convenciones del retrato desde el Renacimiento hasta el siglo XIX estaban totalmente determinadas por ideas de clase y no daban a la gente una idea muy fiable del aspecto de su propia niñez.
–A veces, el retrato podía implicar el cuerpo de otra persona con tu cabeza sobre él.
–Es cierto. Y la inmensa mayoría de la gente –los que no podían permitirse un retrato– no tenían constancia de su apariencia cuando eran niños. Actualmente todos tenemos fotografías en las que podemos vernos a la edad de seis años, con nuestro rostro ya insinuando cómo seríamos más tarde. Tenemos información similar sobre nuestros padres y abuelos. Y existe una gran conmoción en estas fotografías; te hacen darte cuenta de que las personas realmente fueron niños alguna vez. Poder verte a ti mismo y a tus padres como niños es una experiencia única en nuestra época. La cámara ha aportado a la gente una relación nueva y esencialmente patética consigo misma, con su aspecto físico, con el envejecimiento, con su propia mortalidad. Es un tipo de patetismo que nunca antes había existido.
–Pero hay algo en lo que menciona que contradice la idea de que la fotografía nos aleja de los acontecimientos históricos. De la columna de Anthony Lewis en el New York Times de esta mañana, anoté esta cita de Alexander Woodside –especialista en estudios chino-vietnamitas en Harvard– que dice: “Vietnam es probablemente uno de los ejemplos más claros del mundo contemporáneo acerca de una sociedad dependiente de la historia, obsesionada con la historia… En contraste, la sociedad estadunidense intenta perpetuamente abolir el pasado, evita pensar en términos históricos, asociando dinamismo con amnesia premeditada”. Me llama la atención que, en sus ensayos, usted también afirma que los estadunidenses estamos desarraigados, que no poseemos nuestro pasado. Quizá haya un impulso redentor en el hecho de que conservemos archivos fotográficos.
–El contraste entre Estados Unidos y Vietnam no podría ser más notable. En El viaje a Hanoi, un libro breve que escribí tras mi primer viaje a Vietnam del Norte en 1968, narré lo mucho que me sorprendió la inclinación de los vietnamitas por establecer conexiones y analogías históricas, por burdas o simples que nos parecieran. Al hablar de la agresión estadunidense, los vietnamitas citaban algo similar que habían hecho los franceses, o algo que había sucedido durante los miles de años de invasiones procedentes de China. Los vietnamitas se sitúan en un constante historicismo. Esa continuidad implica vueltas al pasado. A los estadunidenses, si es que alguna vez reflexionan sobre el pasado, no les interesa regresar a él. Acontecimientos importantes como la Independencia, la Guerra Civil o la Depresión son tratados como hechos únicos, extraordinarios y aislados. Es una relación diferente con la experiencia: no hay sensación de vuelta atrás. Los estadunidenses tienen un sentido completamente lineal de la historia, si es que lo tienen.
–¿Y cuál sería el papel de las fotografías en todo esto?
–La relación básica de los estadunidenses con el pasado es no tener que cargar demasiado con él. El pasado impide la acción, mina la energía. Es una carga porque modifica o contradice el optimismo. Si las fotografías son nuestra conexión con el pasado, es una conexión muy peculiar, frágil y sentimental. Se hace una fotografía de algo antes de destruirlo. La fotografía es su existencia póstuma.
–¿Por qué cree que los estadunidenses sienten que el pasado es una carga?
–Porque, a diferencia de Vietnam, este no es un país “real”, sino un país inventado, querido, un país del cambio. La mayoría de los estadunidenses son hijos o nietos de inmigrantes, cuya decisión de venir aquí tuvo, para empezar, mucho que ver con cortar por lo sano. Si los inmigrantes conservaban algún vínculo con su país o cultura de origen, era muy selectivo. El principal impulso era olvidar. En alguna ocasión le pregunté a la madre de mi padre, que murió cuando yo tenía siete años, de dónde venía. Me contestó: “De Europa.” Incluso con seis años sabía que no era una buena respuesta. Le dije: “¿Pero de dónde, abuela?” Y ella repitió: “Europa.” Y de ese modo, hasta el día de hoy, no sé de qué país vinieron mis abuelos paternos. Pero tengo fotografías de ellos, que aprecio mucho, porque actúan como misteriosas evidencias de todo lo que no sé de ellos.
–Usted habló de las fotografías como fragmentos –fuertes, manejables, discretos y “ordenados”– del tiempo. ¿Cree que retenemos mejor un retrato que las imágenes en movimiento?
–Sí.
–¿Por qué cree que recordamos mejor un retrato?
–Creo que tiene que ver con la naturaleza de la memoria visual. No sólo recuerdo mejor las fotografías que las imágenes en movimiento, porque lo que recuerdo de una película es un conjunto de tomas sueltas. Puedo recordar la historia, las líneas de diálogo, el ritmo; pero lo que recuerdo visualmente son momentos aislados que, de hecho, reduje a fotografías. Lo mismo ocurre con la propia vida. Cada recuerdo de la infancia, o de cualquier período que no sea el pasado inmediato, es como una fotografía fija en lugar de una secuencia fílmica. Y la fotografía ha objetivado esta manera de ver y de recordar.
–¿Usted observa fotográficamente?
–Desde luego.
–¿Realiza fotografías?
–No tengo una cámara. Soy adicta a las fotografías, pero no me gusta tomarlas.
–¿Por qué?
–Quizá me aficione de verdad.
–¿Eso sería malo? ¿Significa que uno no puede pasar de ser escritor a ser otra cosa?
–Creo que la postura del fotógrafo frente al mundo compite con la forma de ver del escritor.
–¿En qué se diferencian?
–Los escritores hacen más cuestionamientos. Es difícil para el escritor trabajar partiendo del supuesto de que cualquier cosa puede resultar interesante. Muchas personas experimentan su vida como si tuvieran una cámara. Pero, aunque pueden verlo, no pueden describirlo. Cuando relatan un suceso interesante, sus narraciones suelen quedarse en la afirmación que dice “ojalá hubiera tenido mi cámara para describirlo mejor”. La capacidad narrativa se ha deteriorado y ya son pocos los que cuentan bien las historias.
–¿Cree que este colapso coincide con el auge de la fotografía, o cree que existe algún factor que la involucra directamente?
–La narración es lineal. La fotografía es antilineal. La gente ahora tiene una sensibilidad muy desarrollada acerca de los procedimientos y lo transitorio, pero ya no entiende lo que constituye un principio, un intermedio y un final. Los finales o conclusiones están desacreditados. Toda narración –como toda psicoterapia– parece potencialmente interminable. Así que cualquier final parece arbitrario y se vuelve autoconsciente, y la forma de comprensión con la que nos sentimos cómodos es cuando las cosas son tratadas como una porción o un trozo de algo más grande, potencialmente infinito. Creo que esta sensibilidad está relacionada con la falta de sentido de la historia de la que hablábamos antes. Me asombra y descorazona la visión tan subjetiva del mundo que tiene la mayoría de la gente, que reduce todo a sus propias preocupaciones e implicaciones personales. Pero quizá –una vez más– esto sea particularmente estadunidense.
–Todo esto se relaciona también con su reticencia a construir su narrativa desde su propia experiencia.
–Escribir primordialmente sobre mí misma me parece un camino bastante desviado para llegar a aquello que quiero narrar. Aunque mi evolución como escritora ha sido hacia una mayor libertad del “yo” y un uso progresivo de mi experiencia privada, nunca he pensado que mis gustos, aciertos y desventuras tengan un carácter particularmente ejemplar. Mi vida es mi capital, el capital de mi imaginación. Me gusta colonizar.
–¿Es consciente de estas interrogantes cuando escribe?
–Cuando escribo, no. Cuando hablo de escribir, sí. Escribir es una actividad misteriosa. Una tiene que estar en diferentes fases de percepción y ejecución, en una actitud extremadamente alerta y consciente, y en un estado de gran ingenuidad e ignorancia. Aunque esto es probablemente irrefutable en la práctica de cualquier arte, puede ser más cierto en la escritura porque el escritor –a diferencia del pintor o el compositor– trabaja con un instrumento que emplea todo el tiempo y durante toda su vida de vigilia. Kafka dijo: “La conversación le quita relevancia, seriedad y exactitud a todo lo que pienso.” Supongo que la mayoría de los escritores desconfían de las conversaciones, de lo que surge en los usos ordinarios del lenguaje. La gente lo afronta de distintas maneras. Algunos apenas hablan. Otros juegan a ocultar y confesar, como yo, que sin duda estoy jugando con usted. La revelación tiene un límite. Por cada revelación, tiene que haber un ocultamiento. Un compromiso de por vida con la escritura implica equilibrar estas necesidades incompatibles. Pero creo que el modelo de la escritura como autoexpresión es demasiado burdo. Si pensara que lo que hago cuando escribo es expresarme, tiraría la máquina de escribir. No sería algo con lo que podría vivir. Escribir es una actividad mucho más complicada que eso.
–¿No nos remite esto a su propia ambivalencia sobre la fotografía? Le fascina, pero le parece peligrosamente banal.
–No creo que el problema de la fotografía es que resulte demasiado banal sino que es una forma de observar muy autoritaria. Su equilibrio entre estar “presente” y estar “ausente” me parece sumamente trivial, sobre todo cuando es una postura tan extendida, como ocurre ahora en nuestra cultura. Pero no estoy en contra de la simplicidad como tal. Existe un intercambio dialéctico entre la sencillez y la complejidad, como el que existe entre la revelación y el encubrimiento de uno mismo. Una verdad primaria es que toda perspectiva resulta extremadamente compleja y que cualquier cosa sobre la que reflexionemos se dificulta todavía más. El principal error que comete la gente cuando piensa en algo– ya sea un acontecimiento histórico o uno que competa a su vida privada– es que no vislumbra su complejidad. Una segunda verdad es que no podemos experimentar directamente todas las complejidades que percibimos, y que para poder actuar con inteligencia, decencia, eficacia y compasión, requerimos de una gran simplificación. Así que hay momentos en los que uno tiene que olvidar –reprimir y trascender– cualquier percepción compleja que posea,
Traducción de Roberto Bernal.