Buenos Aires., Hace mucho tiempo, creo que casi desde que nos conocimos, cuando las dos trabajábamos en El Periodista de Buenos Aires, el semanario que salió a partir de 1984, Stella Calloni me habla del libro que escribía sobre la cabeza de Ramírez, que no deja dormir a Estanislao López, el ex aliado que ordenó su muerte.
En aquellas conversaciones, y también ahora al leer el título: La cabeza desaparecida de Pancho Ramírez (Ediciones Continente), lo primero que se me venía a la cabeza era una frase de Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos referida en términos generales a los caudillos americanos. Busqué ese pasaje en la obra de Roa Bastos, y es éste: “Cada cual lleva atada al tiento de su montura la cabeza del adversario cuando ya la suya se le está volando de los hombros bajo el sablazo a cercén que la atará al tiento de otra silla. Jinetes decapitados galopando en charcos de sangre”.
La novela no desmiente esta evaluación, difícil de refutar, que Roa Bastos pone en boca del doctor Gaspar Francia, el Supremo de Paraguay. Pero la altera sutilmente.
El narrador es un escribiente, primero cronista de las acciones de Francisco Ramírez, el jefe de las montoneras federales del Litoral, y después, capturado por la gente de López, es obligado a leer sus notas al caudillo santafesino, ya muy enfermo.
Creo que uno de los grandes aciertos de la novela es la construcción del personaje de López, que se enfurece con el escribiente al que ve como la encarnación de Ramírez, su enemigo, a quien desprecia porque registra batallas, pero nunca manejó una lanza, que se desespera porque la cabeza de Ramírez se le aparece por todas partes, volviéndolo loco; pero por momentos se interesa muchísimo en lo que oye, o suma su propia versión a la versión de los hechos registrados por el escribiente. Por su parte, el escribiente, un hombre joven educado por jesuitas, insiste en negar su condición de historiador, pero también en su fe en que el abordaje vivencial de los hechos los capta con más profundidad. “Hablo por boca de los gauchos, los matreros, los indios, las soldaderas, los que viven y mueren la guerra”.
Historia incierta
La narración no pretende ser una investigación histórica; esta idea se reitera de distintos modos en su desarrollo. Se trata de una historia donde se funden los fantasmas, se confunden las voces, una historia incierta, tan incierta como el origen y la identidad misma de La Delfina, o como el destino final de la cabeza decapitada de Ramírez, el secreto que López se lleva a la tumba; el mismo escribiente pone en duda si ve o transfigura, si recuerda o delira.
En distintos pasajes de su relato describe ese caos sangriento, donde “todos huían de todos, los indios de los criollos y españoles, los gauchos de los indios y de los ejércitos, los españoles de los criollos, de los portugueses, de los indios...” Pone en evidencia las crueles paradojas de nuestra historia: Ramírez y Estanislao López, que comenzaron siendo lugartenientes de Artigas, confrontan con él a partir del Tratado de Pilar, y muy poco después López, debido a sus negociaciones con los porteños, se enemista con Ramírez, y ordena su asesinato.
A través del escribiente, la narración concilia imaginariamente a quienes en la realidad priorizaron sus disidencias por sobre la vocación federal, soberana e igualitaria que compartían; concilia a Ramírez con López, protagonistas los dos del triunfo de los federales sobre los porteños en la batalla de Cepeda; con su jefe original, José Artigas, el verdadero líder de esta corriente federal e independentista, e incluso con Gaspar Francia, porque la efímera república de Entre Ríos se fundó sobre las bases de las premisas de Artigas, y es lo más semejante que conozcamos al Paraguay autonomista que había levantado el doctor Francia.
En un lenguaje apasionado hasta el delirio, la narración viene a decirnos que esas luchas intestinas letales para la causa de la soberanía no borran, sin embargo, los días gloriosos de 1820, cuando las tropas federales llegaron hasta la Plaza de Mayo, desmintiendo con lo civilizado de su proceder la propaganda porteña que aterrorizaba a la población con la supuesta invasión de los bárbaros saqueadores; no borran la fascinación generada por los batallones “coloridos” de Ramírez que guerreaban como si bailaran: “llevan piedras envueltas en cueros que llaman boleadoras, y las lanzan con un revoleo del cuerpo que parece una danza...”; ese concepto peculiar del “entrevero” (que es guerra y baile a la vez): “El general Ramírez inventó algo asombroso: después de cada choque frontal venía el entrevero. Eran pequeños pelotones que avanzaban gateando, casi pegados al suelo. Estos grupos de soldados eran amigos, nacidos en el mismo lugar. Habían andado en los montes desde niños y se protegían unos a otros guerreando. Cada pelotón elegía a su jefe, y eso los hacía distintos de los ejércitos porteños. Había algo de felino en sus movimientos...”; no borran la pasión por la libertad que alentó a esas multitudes abigarradas. No borran, pese a los ríos de sangre, la belleza del litoral, tan presente en esta novela, sus ríos potentes de orillas pobladas por plantas y pájaros de variedad y colores infinitos. Me animo a añadir que no borran el Entre Ríos que conoció Stella en su infancia, donde los campesinos veían al atardecer un jinete sin cabeza galopando en el horizonte, y no dudaban de que se trataba de Francisco Ramírez envuelto en su poncho rojo.
Stella sabe que esos campesinos tenían razón, que la búsqueda de la cabeza inhallable de Ramírez continúa por otros atajos; que su memoria persistente es la persistencia de una pasión de soberanía sepultada por la guerra de la triple alianza, resurgente el 17 de octubre del 45, hoy vuelta a sepultar por los socios locales del actual establishment financiero global, pero cuya llama lucha todavía por encenderse contra el temporal, aun en estos grises días de claudicaciones, amenazas y desintegración nacional.