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Política

2023-05-20 06:00

Ni penurias disuaden a venezolanos para volver a su país: no hay a qué

Aspecto del albergue Cafemin en la Ciudad de México.
Aspecto del albergue Cafemin en la Ciudad de México. Foto Alfredo Domínguez
Periódico La Jornada
sábado 20 de mayo de 2023 , p. 8

“La única manera de que me regresen a Maracaibo es que me pongan en un avión y me manden hasta allá. Yo no me voy de este país.”

Con estas palabras, David Urdaneta, migrante venezolano de 28 años, retó a elementos de la GuardiaNacional (GN) y agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) quele entregaron un documento, al igual que a otros cuatro de sus connacionales, que les da 15 días para abandonar México por la frontera sur.

David está decidido, como miles, a llegar a Estados Unidos. Sólo tiene un motivo, más poderoso que los obstáculos, los peligros, las extorsiones y advertencias de las autoridades mexicanas o los rígidos criterios de la migración estadunidense:

“Voy sacar a mis hijos adelante. Tengo seis niños por quienes ver, quiero verlos felices, contentos, que ellos sean alguien en la vida. Ese es mi sueño”, relata a La Jornada mientras espera por un espacio en el albergue Cafemin, ubicado en la zona de Peralvillo de la Ciudad de México, el cual está saturado, pues tiene alrededor de 700 alojados cuando su capacidad máxima es de 100, y cuatro de cada diez son niños y adolescentes.

David ha cruzado los más de 3 mil 100 kilómetros que separan a su natal Maracaibo de la Ciudad de México junto con otros seis venezolanos (tres de ellos mujeres), a través los peligrosos territorios de la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá.

Los siete han sufrido hambre y sed, se han enfrentado a climas extremos, extenuantes jornadas a pie, incomodidades en autobuses o camionetas, maltratos, detenciones. Pero no hay nada que los detenga. Su decisión es clara: buscar un mejor futuro. “Como decimos los venezolanos: pa’tras ni pa’ coger impulso, vamos pa’lante. Confiando en Dios lo vamos a lograr”.

El fin de semana abordaron un autobús de Tapachula a la capital. La suerte no les favoreció y al paso por Acayucan, Veracruz, elmentos del INM y la GN les hicieron el alto. Dos la libraron, pero a los otros cinco, incluidas las mujeres, los hicieron descender de la unidad y se les dijo que tenían que salir de México.

La reacción de David fue inmediata: “¿Cómo me voy a regresar? Vengo desde Venezuela, caminando, en la selva del Darién pasando hambre, gastando plata, endeudándome. ¿Crees que me voy a regresar a mi país así, con todo el tiempo que he empeñado? A mí no me regresan, estoy decidido a llegar a Estados Unidos y lo haré”.

La GN los dejó ir, pero les impidieron abordar otro autobús. De aventón y a pie se fueron acercando a la capital. Los retenes los obligaron a internarse en el monte y caminar kilómetros. Un día de plano durmieron a la intemperie.

Cuatro días caminando

Cuatro días les tomó llegar desde Acayucan, cuando en autobús son siete horas y media. El último empeño fue desembolsar 500 pesos por cada uno para que el chofer de una combi aceptara traerlos de San Martín, Puebla, cuando el pasaje habitual es de 100 por persona.

Las huellas de la travesía son evidentes. Están tan agotados que se acomodan en el piso y se doblan para medio recostarse sobre sus piernas. Su único alimento del día es un bolillo con mayonesa. No hay para más.

Militza Schiarrone, de 34 años, viaja con su hija Marianny, de 18, sus dos niños de cuatro y diez, y su esposo, de 35. Dejaron hace varios años Caracas para migrar a Perú, pero además del racismo que enfrentaron, su situación económica se complicó. Lo dejaron todo atrás, metieron su vida en varias maletas y emprendieron la ruta al norte.

“Ha sido horrible lo que hemos pasado desde que salimos, la selva, que te piden dinero para dejarte ir, el sufrimiento de los niños”, señala.

¿Vale la pena?, se le pregunta. Reflexiona y responde: “Valdrá la pena si logramos entrar. No tenemos a qué regresar. No hay marcha atrás, porque llegaríamos sin nada y tendríamos que empezar de nuevo”.

Al pequeño Aarón, de cuatro años, se le ve harto. Militza intenta calmarlo, quizá lo lograría con una golosina. En medio de este viaje comprar un dulce sería una merma importante en su presupuesto.

Cuenta que el niño siempre insiste en regresar a Venezuela, mientras los dos más grandes están ansiosos por llegar a Estados Unidos.

“Si estuviera bien mi país, me que-daría allá. La mayoría estamos migrando por las mismas razones, el salario no alcanza, yo ganaba en Venezuela –como policía aeroportuaria– 15 dólares al mes, uno quiere trabajar, cobrar, salir a pasear con los hijos, comprarles un helado, ropa. Allá no se puede. Con lo bajo de la paga no puedes tener ni siquiera todos los productos básicos”.

Sentada a lado de su madre, Marianny aún sonríe con la esperanza que su familia pueda llegar pronto. “Me gustaría continuar estudiando, en la universidad, cuando llegue a Estados Unidos. Si no pudiera entrar preferiría quedarme aquí (en México) que regresar, porque allá (Venezuela) no tenemos nada”.

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