Esta semana tuvieron lugar tres importantes encuentros internacionales en los que se reflejan los profundos movimientos geopolíticos que atraviesa el planeta. En Yeda, Arabia Saudita, se realizó una cumbre de la Liga Árabe marcada por el regreso de Siria después de 12 años de suspensión a raíz de la guerra civil en que se intentó infructuosamente deponer al presidente Bashar al Asad. En Xi’an, China, Xi Jinping recibió a los líderes de Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, en un hecho histórico por el acercamiento sin precedentes con los países centroasiáticos ubicados dentro del área de influencia rusa. En Hiroshima, Japón, los mandatarios del G-7 (el anfitrión más Estados Unidos, Canadá, Francia, Reino Unido, Alemania e Italia) se reunieron para acordar medidas conjuntas de sabotaje al desarrollo económico chino, así como los pasos a seguir en la guerra que el bloque comandado por Washington libra contra Rusia en territorio de Ucrania.
Los dos últimos foros resultan muy significativos por la contraposición de intereses y objetivos de sus participantes. Por una parte, al dialogar con sus vecinos Pekín consolida su proyecto global Nuevas Rutas de la Seda, a través del cual coloca en el extranjero ingentes capitales para el desarrollo de infraestructuras que le permitan extender su comercio terrestre y marítimo, con énfasis en las regiones ignoradas por los inversionistas occidentales. En el otro frente, Estados Unidos y sus aliados urden tácticas para descarrilar el ascenso chino, propósito que los coloca en el predicamento de frustrar los planes del gigante asiático sin infligirse a sí mismos un daño igual o mayor. El G-7 también profundiza su compromiso con el régimen de Volodimir Zelensky, al que ahora le ofrecen los aviones de combate que ha solicitado durante meses para reforzar sus capacidades militares en las operaciones contra las tropas de Moscú. Asimismo, le brindan una ayuda indirecta con una nueva batería de sanciones orientada a ahogar la “maquinaria bélica” rusa.
Tanto en Xi’an como en Hiroshima se echó mano de discursos propagandísticos que trasladan al contrario toda responsabilidad por las tensiones existentes y buscan justificar las acciones de sus enunciantes. Algunas de las expresiones vertidas podrían formar parte de un manual del lenguaje falaz que caracteriza a la lucha entre potencias. Para no ir más lejos, puede citarse la monumental hipocresía de Washington al denunciar el peligro que Rusia y China suponen para el mundo desde la ciudad donde 140 mil seres humanos fueron exterminados por el lanzamiento de una bomba atómica estadunidense en 1945, acto de violencia desproporcionada e inhumana. Hay un acusado cinismo en llamar al combate de la “coerción” económica de Pekín cuando en los últimos seis años la Casa Blanca ha impuesto aranceles ilegales a las exportaciones chinas, ha proscrito a sus empresas tecnológicas más exitosas con pretexto de la “seguridad nacional”, y encabezado una coalición para privarla del acceso a semiconductores, un componente básico de toda la tecnología actual.
El empeño del G-7 en mantener un unilateralismo tan pernicioso como insostenible socava la paz mundial y amenaza con prolongar y empeorar los efectos económicos de las hostilidades, sean armadas o comerciales. La comunidad internacional debe negarse a acompañar esta insensatez y avanzar hacia un orden mundial multilateral construido sobre una base de respeto a las soberanías nacionales.