La revista Expansión dedicó su número de octubre de 2022 a exaltar los 100 empresarios más importantes de México. En su portada aparecen dos mujeres: María Asunción Aramburuzabala, de Tresalia Capital, y Altagracia Gómez, de Minsa, y cuatro hombres: Carlos Slim Domit, de América Móvil; José Antonio Fernández, de Femsa; Jorge Humberto Santos, de Arca Continental, y Carlos Hank, de Banorte. Usualmente se los lista por una de sus empresas y no por el conjunto de firmas de las que son los accionistas mayoritarios. Como característica de su medición anual, Expansión señala en la más reciente que hay pocas caras nuevas y una participación muy menor de mujeres.
Hay otra característica que no se menciona, pero resulta más significativa que otras. Los reseñados, en su casi absoluta mayoría son herederos. Esto habla con suficiente claridad de uno de los rasgos más marcados del capitalismo mexicano: su tendencia monopólica-oligopólica. Muchos de esos empresarios son miembros de familias dinásticas. Así que la casi nula movilidad social que se advierte en México se reproduce en todos sus niveles socioeconómicos, pero tiene su origen en la actividad económica.
Los baby boomers, como llamaron en EU a los jóvenes empresarios exitosos –más que a otros individuos–, por ser competitivos y aspirar a desarrollarse en el liderazgo de los negocios, con una carga individualista que los hacía ver como motivados por sí mismos y con fines muy personales, fue la versión reciclada del self-made man (quien triunfa por propios medios y esfuerzo) de la posguerra.
Sus ejemplos fueron los emprendedores que empezaron muy jóvenes y en brevísimo tiempo la hicieron crecer y ponerse al frente de las listas de Forbes y sus hermanas. Los más visibles han sido los fundadores y/o dueños de las firmas digitales de comunicación: Steve Jobs (Apple), Bill Gates (Microsoft), Larry Page (Google), Mark Zuckerberg (Facebook), Elon Musk (Twitter). El gigantismo de estas empresas las mantiene a salvo de eventuales sismos financieros, como el que recién hizo colapsar a Silicon Valley Bank: el Estado entró a su rescate y posibilitó que se disparara el precio bursátil de las acciones empresariales ligadas a la informática.
Esos empresarios cupieron en el estereotipo del self-made man. Empezaron modestamente en un garaje o en cualquier rincón de una universidad o lugar público y a gran velocidad se encumbraron a la cabeza de negocios multimillonarios. En los países industrializados de larga data (sobre todo Alemania, Francia, EU e Inglaterra), su gran acumulación de capital y una distribución de la riqueza menos asimétrica les ha permitido tener mayor movilidad social y una dinámica económica más porosa que a aquellos países, por lo común colonizados, que nunca pudieron alcanzar ese grado de desarrollo.
El mayor crecimiento de las empresas y de una extendida gama de propietarios y trabajadores se produjo en México durante un intenso proceso de industrialización –comparado con los años posteriores– durante la etapa llamada de sustitución de importaciones –1940 y mediados de los 70–. Nunca el salario ni la seguridad social y los derechos del proletariado fueron más amplios que con los gobiernos de Cárdenas y Echeverría.
En tal lapso de más de tres décadas surgieron dos, acaso tres generaciones de individuos que empezaron su actividad empresarial como vendedores o intermediarios de cualquier cosa y concluyeron su ciclo vital poseyendo verdaderos emporios: lo que embonaba con la idea del self-made man. El gobierno, con todo y haber emitido más de una veintena de leyes favorables a la empresa (agricultura, comercio, banca, industria) controlaba en buena medida el grado de concentración y centralización de la riqueza registrado desde entonces.
A partir de los años 80, el gobierno fue perdiendo terreno, una vez que la nueva expansión del capitalismo –la globalización neoliberal– impuso a los países en general, pero de manera subrayada a los países cuyos recursos materiales eran y son codiciados por los mercados, una nueva época extractivista a cambio de muy poco o nada. Y también de asumir esa imposición con una actitud de regocijo y hasta de largueza por las administraciones neoliberales de antes cuya cauda no ha podido evitar el de ahora –como lo prueba, entre otras medidas y realidades– la reciente Ley de Minas.
El emprendedurismo, uno de esos horribles vocablos inaugurados en el ámbito empresarial, no es sino una ilusión en el contexto del capitalismo mexicano. Bien lo saben los micro, pequeños y medianos empresarios: sus unidades productivas, que generan las dos terceras partes del empleo en el país, por más que ellos se esfuercen en emprender, no podrán pasar del nivel que tienen al siguiente, salvo mediante un inesperado golpe de suerte. Si ellos no son herederos, no pueden competir con los que sí lo son. También la desigualdad se presenta en los negocios.
En uno de los países más desiguales del mundo, la empresa, en todos sus estratos, no podía ser excepción.