El vertiginoso desarrollo de la tecnología en torno a la inteligencia artificial pone a debate un tema que ya preocupa a especialistas en bioética: la fabricación de robots para amar o robots sexuales, diseñados para satisfacer toda la gama de deseos afectivos humanos, desde los luminosos hasta los más oscuros.
El sexo con androides está a la vuelta de la esquina, plantea el filósofo italiano Maurizio Balistreri (Roma, 1970) en su libro Sex Robot: El sexo y las máquinas, publicado en español, en una traducción de Francisco José Chaguaceda Alonso, para la colección Biblioteca Nueva de la editorial Malpaso, novedad bibliográfica ya disponible en librerías en México.
El especialista en sexualidad digital explica que los prototipos de aparatos para tener sexo son una realidad, “si bien algo toscos y poco sofisticados, pero pronto se producirán copias cada vez más similares a los humanos”.
Balistreri plantea que hay colegas, como David Levy, autor de Amor y sexo con robots, que afirman que no será necesario que un robot realmente nos ame, bastará “con que resulte creíble”; es decir, las máquinas deberán “tener un nivel muy alto de inteligencia ya que no sólo habrían de parecerse, sentir y actuar como los seres humanos o, al menos simular que lo hacen como seres humanos; los robots tendrían que ser también capaces de expresar emociones (artificiales), su estado de ánimo y su personalidad, de valorar la intensidad de nuestras emociones, de comprender nuestro estado de ánimo y de apreciar nuestra personalidad”.
Pero el autor desecha ese argumento y señala que “mientras no existan robots con una inteligencia que los haga no sólo capaces de tomar conciencia de sí mismos, sino también de sentir y compartir nuestros sentimientos, la idea de que pueda darse un amor auténtico entre un ser humano y un robot es más propia de la ciencia ficción”.
Pero enseguida revira: para enamorarnos no es imprescindible que nuestro amor sea correspondido; ahí están los adolescentes que aman a su estrella de rock, o los adultos con sus amores platónicos, o quienes continúan amando a sus parejas ya fallecidas. Entonces, enamorarse de un robot, “podría parecer extraño, pero no imposible. Si podemos amar a personas que no sienten lo mismo por nosotros o que han dejado de querernos, ¿acaso no podríamos enamorarnos de un robot?
Foto Afp
“El robot no nos podría amar y, sin embargo, esto no tiene por qué ser indispensable. En cualquier caso, el avance de las tecnologías robóticas y de la inteligencia artificial permitirían que un robot fuera capaz de responder adecuadamente a nuestros estímulos, a pesar de carecer de sentimientos o de no tener capacidades empáticas.”
Para quien aún duda que sea difícil que un ser humano “se encariñe” con una máquina, en el libro se describe lo sucedido hace apenas unos pocos años con los animales virtuales conocidos como Tamagochis, cuando vimos a personas de todas las edades desviviéndose por el bienestar de su mascota virtual.
Si bien la época de los Tamagochis “ya quedó atrás, el fenómeno del apego a la realidad virtual sigue presente (…) Los niños establecen lazos significativos con sus peluches y sus muñecas, los consideran y tratan como a seres vivos. Este fenómeno se ha observado al estudiar el uso de los robots en el ámbito de los cuidados y la asistencia a personas ancianas. Éstas saben que los robots no son auténticos seres humanos, pero tampoco creen que sean simples máquinas. Llegan a considerar que son una responsabilidad suya, a tratarlos como a un amigo o, en ocasiones excepcionales, como si fueran sus parejas”.
El profesor de la Universidad de Turín considera que la posibilidad de enamorarnos de un robot dependerá también de cómo sean percibidos a futuro en la sociedad, pues “a medida que aumente su aceptación social, sería más sencillo tener relaciones con ellos”, ya que a la mayoría de las personas le preocupa qué piensa la sociedad de su orientación sexual.
“Si las relaciones con robots se considerasen expresión de un proceder moral discutible, por ejemplo las tendencias antisociales o misóginas, e incluso se los considerara inductores de la violencia sexual contra mujeres, el amor por un robot podría ser percibido como una grave forma de patología sexual. En este caso, las personas quizá seguirían enamorándose de robots, pero vivirían ocultos por miedo a ser juzgados y, sobre todo, castigados”.
El ensayo concluye, entre otras, con la idea de que es posible “que la producción de robots sexuales contribuya al descubrimiento de nuevos modelos sexuales y abra posibilidades al placer que aún no somos capaces de imaginar”.