Entre los agobios que acompañan la lenta evolución de la humanidad está el aumento de ancianos en la pirámide poblacional del planeta y la afirmación de que la vejez resulta una bendición y un cúmulo de oportunidades, siempre y cuando se haya tenido una vida sana, se conserven buenos hábitos y se mantenga suficiente actividad física y mental (rodeada de hijos y nietos cariñosos y comprometidos, faltó decir). Pero esta prolongación sin planeación de la vida humana ha dejado a los mayores a su suerte y a su muerte, incluso social.
En la columna anterior 2 /5 / 23) decía que si en materia de reproducción se han revisado dogmas y preceptos arcaicos ante una realidad impensada, es responsabilidad ética de ciudadanos y autoridades empezar a romper creencias y normas en torno a la muerte digna para, con mentalidad madura e innovadora, comenzar a desechar ideologías sacralizadoras y castigos infernales, pues al legítimo derecho a una vida digna corresponde la posibilidad de elegir, libremente, una muerte digna.
Más allá de creencias religiosas de ofrecer a un Dios los padecimientos de la agonía en reparación de los pecados –del enfermo, claro– y en el caso de católicos, protestantes y ortodoxos, el privilegio de aproximarse a la pasión de Cristo, quien antes de ésta no supo de achaques ni envejecimientos, ¿qué entender por muerte digna? Pues la opción, no imposición, que tiene un enfermo desahuciado o un paciente terminal a decidir libremente, de palabra o por escrito, suspender un tratamiento médico costoso, agresivo y probadamente inútil, así como valerse de recursos médicos que pongan fin a una situación tan grave e irremediable como gravosa para el enfermo y sus familiares.
El problema lo complican creencias e ideologías, que se traducen en miedos y resistencia a modificar perspectivas, tanto del individuo como del mundo, y los enemigos ocultos que acechan disfrazados, incluso de un amor mal entendido de familiares y profesionales, de vitalismo indiscriminado, de dolorismo absurdo o de pandemias amedrentadoras y paralizantes para la mayoría y de inimaginables ganancias para algunos, más las pospademias y nuevos virus que se induzcan. Pero una sobrevida de 20 o 30 años, acompañada de marginación afectiva, laboral y económica, beneficia a la industria de la falsa salud, no a los ancianos del planeta ni a una sociedad con muy poco que ofrecerles.