Con el recuento casi completo de los votos emitidos ayer en las elecciones general de Turquía, el presidente de ese país, Recep Tayyip Erdogan, parece no haber logrado, por unas décimas de punto, la relección en primera vuelta; de confirmarse que obtuvo 49.34 por ciento de los sufragios, y su adversario, el socialdemócrata Kemal Kiliçdaroglu habría logrado 45 por ciento, la presidencia turca habrá de dirimirse en una segunda vuelta prevista para dentro de dos semanas. Lo anterior, sin ignorar que todavía está pendiente el conteo de los votos emitidos en el extranjero.
Aunque transcurrió en forma pacífica, el proceso comicial no ha sido terso, toda vez que ambos bandos se acusan de la comisión de irregularidades.
Mientras que el principal partido opositor, el Republicano del Pueblo (CHP), señaló durante la jornada a los medios oficiales por divulgar cifras adulteradas, el gubernamental Justicia y Desarrollo (AKP) ha exigido la revisión de los resultados en la mayor parte de las casillas ganadas por la oposición.
Sin duda, la imputación más preocupante fue emitida por el propio Erdogan, quien afirmó la víspera de la elección que el gobierno de Estados Unidos busca sacarlo del poder a toda costa y ofrece para esto un respaldo a los opositores.
Esta acusación es sin duda verosímil, debido a que en años recientes el alejamiento entre Ankara y Washington ha derivado en una abierta hostilidad, cuyo episodio más reciente es el incumplimiento estadunidense de un contrato de venta de cazabombarderos de última generación F-35 a Turquía, en represalia porque este país adquirió sistemas antiaéreos S400 rusos.
Sin embargo el fondo de la animadversión es la determinación del gobierno de Erdogan de mantener una posición independiente y de convertirse en un actor autónomo con ran-go de potencia regional, a pesar de su condición de miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
En tales circunstancias, no sería remoto que Washington buscara aprovechar el proceso electoral en el país euroasiático para inducir allí una revuelta como las llamadas “primaveras árabes” que sacudieron a Túnez, Egipto y Siria –y derivaron en el derroca-miento de gobiernos o en guerra interna–, como una medida para cerrar el paso al multilateralismo, del que Erdogan es resuelto partidario, lo que lo ha llevado a tender puentes de colaboración con países como Rusia, Venezuela, China y Brasil.
En esta lógica, la relección de Erdogan sería una mala noticia para Estados Unidos y un hecho auspicioso para Rusia.
Por otra parte, en el ámbito interno, la perspectiva de una prolongación del actual gobierno turco, islamista, autoritario y conservador, resulta preocupante y desalentadora para los sectores laicos y progresistas, así como para la minoría kurda, sobra la cual Erdogan ha lanzado una sistemática y brutal represión.
La veta dictatorial de Erdogan es inocultable, como lo han sido sus ataques a las libertades individuales, los derechos políticos y la transparencia.
Finalmente, el curso que tome el escenario político turco en los próximos días será determinante para los precarios equilibrios de poder en la región y para la propia sociedad de ese país de Medio Oriente.
Sea cual sea, cabe esperar que no derive en un panorama de inestabilidad ni de abierta confrontación y que Turquía logre salir de este difícil y riesgoso momento en paz, democracia e institucionalidad.