Estamos en un momento político delicado. Ocurre prácticamente a un año de las próximas elecciones para designar al presidente, una serie de gobernadores y a diputados y senadores.
Esta es, pues, una elección de mucho significado para el presidente Andrés Manuel López Obrador y el partido Morena. En ellas se refrendarán, o no, las acciones de este gobierno; las ya realizadas y las que ocurrirán hasta el fin del mandato en 2024. Es previsible que la actividad política y legislativa se intensifique hasta entonces y con mayores fricciones. Las elecciones serán, necesariamente, muy relevantes para esta sociedad.
Es claro que el Presidente ha intentado tenazmente durante más de cuatro años y medio dejar una impronta a su gobierno. En buena medida ya lo ha hecho de diversas maneras y con un contenido amplio, diverso y bien conocido. Es, también, controvertido.
La forma de gobernar y el inventario de las decisiones del Presidente indican, de modo sobresaliente, el control que tiene sobre el aparato público. Es, sin duda, un “estilo personal de gobernar”, para recordar la expresión de Daniel Cosío Villegas. Muy personal debería decirse.
El Presidente ejerce un control estricto de las labores ejecutivas que realiza su gobierno, lo que se manifiesta a las claras en la comunicación que ejerce de modo personal y cotidiano. Tal mando se extiende al Congreso, donde la maquinaria legislativa de su partido está muy aceitada y apenas muestra algunos desperfectos, aunque sin alcances políticos de relevancia. La excepción en materia de leyes está en aquellos asuntos que involucran cambios a la Constitución. El control férreo sobre Morena es igualmente notorio, es un aparato funcionalmente adaptado a la voluntad del Presidente; los líderes lo mantienen operando estrictamente.
El momento político es delicado en varios frentes. Uno de ellos tiene que ver con algunas cuestiones específicas, y de gran relevancia social. A estas alturas del sexenio se habrían de mostrar los resultados positivos de la gestión del gobierno, en especial, de los proyectos que se fijaron como claves de su administración. Esto no ocurre en sectores básicos para el bienestar social, por ejemplo, en el sector de la salud.
Luego de haber cancelado el Seguro Popular y sustituirlo por el Instituto de Salud para el Bienestar a partir del primero de enero de 2020, este último organismo ha sido cancelado prácticamente de un plumazo, sin suficiente información de las causas y con poca transparencia. El trabajo legislativo que consumó la cancelación y aprobó otras medidas de relevancia en paquete, fue por decir lo menos, desaseado.
Las responsabilidades del Insabi se trasladaron al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), añadiéndole a éste la denominación de Bienestar. Este hecho exhibe el fracaso de aquella institución que debería haber fortalecido el sistema de salud.
El Seguro Social es una institución con un carácter preciso que se deriva, básicamente, de su forma tripartita de financiamiento (con aportaciones de los trabajadores, los empleadores y el propio gobierno). No sólo es un sistema de atención de la salud, tiene también un brazo financiero muy relevante dentro del sistema de pensiones del país. No se advierte de modo evidente que esta estructura, afectada por sus propias carencias y deficiencias, que no son pocas, y a las que se suma la escasez de medicamentos que hay en el país, pueda atender las necesidades de un sistema sanitario universal. El riesgo es grande para los afiliados, para las empresas, para los pacientes de la población abierta y para el propio IMSS.
En el ámbito de la conformación misma del Estado mexicano y su funcionamiento, la pugna abierta de par en par entre los poderes Ejecutivo y el Judicial, junto con la operación desde el Legislativo, aparece como un campo de batalla cuyo planteamiento y posibles desenlaces son de primera importancia para los ciudadanos.
La confrontación se ha dado prácticamente desde el inicio de este gobierno. Los episodios han sido de un creciente antagonismo y la rivalidad crece en su forma, su contenido e intensidad, hasta llegar a un conflicto creciente con los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, incluso a un nivel personal y con otros jueces.
Esta es, sin duda, la crisis más destacable en el actual momento delicado que vive el país. Se trata, nada más y nada menos, del ordenamiento del poder de autoridad. Vale recordar lo que dice el artículo 40 de la Constitución: “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial.” Establece que “No podrán reunirse dos o más de estos poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el Legislativo en un individuo (hay salvedades dispuestas en los artículos 29 y 131 que hoy no aplican).
Es ajeno a un sistema definido como una democracia pretender una coincidencia total entre los tres poderes. Según establece Jorge Carpizo, la división es un: “Procedimiento de ordenación del poder de autoridad que busca el equilibrio y armonía de fuerzas mediante una serie de pesos y contrapesos. Además, en los sistemas democráticos se concibe como un complemento a la regla de la mayoría, ya que gracias a él se protegen mejor las libertades individuales”. (Jorge Carpizo: El Presidencialismo en México, 1994).
No puede aspirarse, pues, a una Suprema Corte que calque las preferencias del Ejecutivo.