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Política

2023-05-13 06:00

Notas en los márgenes

Periódico La Jornada
sábado 13 de mayo de 2023 , p. 13

Uno. Microverses (2022, pp. 137), de Dylan Riley (1971), profesor de sociología en la Universidad de California en Berkeley y editor de New Left Review, pequeño y a la vez denso libro, es producto de dos momentos particulares: la enfermedad y la muerte de su esposa y los tiempos pandémicos de confinamiento (bit.ly/3Bi1VrL). En este sentido, como una mezcla de notas cortas sobre la política, la experiencia personal y la sociología y el marxismo, escritas a mano durante las esperas en el hospital y el descanso de las clases por Zoom, es un intento de superar estos momentos, pero también puede ser leído por separado como un documento programático que pide (re)conectar la sociología y el marxismo para el análisis social, punto central en el trabajo del propio Riley. En México el pionero de conciliar ambos, trasgrediendo las normas de la sociología positivista y del marxismo osificado, ha sido el recién fallecido Pablo González Casanova (1922-2023), primero en La democracia en México (1965) y luego en Sociología de la explotación (1969). No es casualidad que tanto para Riley como para González Casanova el pensador crucial en este afán es y ha sido C Wright Mills con su “imaginación sociológica” e insistencia de combinar la teoría con la experiencia y “realizarlas” mediante la crítica, algo que, como apunta Riley, hoy puede resultar anacronístico (p. xi), pero no deja de ser urgente.

Dos. Intentando desatar −y volver a atar− el nudo entre el marxismo y la sociología, Riley recuerda que para los parsonianos y los teóricos de la modernización, la sociología remplazó al marxismo, “tal como la ciencia remplazó a la religión en el esquema de Comte”. Para los (neo)marxistas, a su vez, que siguieron a Lukács a partir de La destrucción de la razón (1954), la sociología era una “reacción” al marxismo: “una contra-ciencia totalizadora provocada por la teoría de su enemigo de clase” (ésta era por ejemplo –recordemos– la postura de G M Tamás: bit.ly/3ohhOeE). En cambio, Riley suscribe la observación de Michael Burawoy para quien la sociología debe ser vista “como algo que cabe dentro del marxismo” y tras elaborarlo con ayuda de Gramsci, explica este afán: “la sociología ‘cabe dentro’ del marxismo en el sentido de que su tarea es el estudio de la sociedad civil como una configuración particular y/o una forma de apariencia de las posiciones estructurales básicas en las relaciones explotadoras del capitalismo” (p. 29-30).

Tres. Apuntando a las diferencias cruciales entre los modelos marxiano y weberiano/durkheimiano en cuanto a la “legalidad” (p. 34-36), Riley subraya que buena parte de la izquierda está contaminada intelectualmente por la visión sociológica del legalismo que resulta en una crítica y denuncia “moral” del capitalismo como “sistema injusto” (el ejemplo que pone es de Erik Olin Wright, aunque creo que le es un poco… injusto: bit.ly/3LYZvn1). Sea como fuere, este tipo de “moralismo” que Riley acertadamente ve como trivial y estéril: “(…) es antítesis del legado intelectual más poderoso del marxismo, que es su identificación del orden social como unidad contradictoria de posibilidades históricas realizadas y suprimidas” (bit.ly/41sf5gn).

Cuatro. Apuntando a Pierre Bourdieu −otro gigante de sociología que (ambiguamente) rozaba con el marxismo−, Riley anota que hoy dos formas de bourdieuismo dominan el pensamiento social: una derechista y “apolítica”, que se limita a denunciar operaciones del “poder simbólico”, y otra, izquierdista, más activa, que busca reconstruir el mundo social recategorizando los grupos dentro de él. Desde el marxismo estadunidense (Mike Davis, Adolph Reed Jr., Michael Burawoy), había intentos de “hacer las paces” con los bourdieuianos de izquierda, aunque, como apunta Riley, por ejemplo en el tema de la raza, el modelo de Bourdieu se queda corto (p. 91-92): “raza” es un constructo imposible de entender sin referirlo a la estructura de clases, pero para los bourdieuianos siempre seguirá siendo “el problema de la clasificación”, una posición neokantiana en antípodas –recordemos–, de la manera más propiamente marxista de verla como “una modalidad en la que es vivida la clase” (Stuart Hall: bit.ly/3Bk41aM).

Cinco. Como bien apunta Riley, los dos grandes renacimientos del marxismo en el siglo XX estaban marcados por la muy productiva “polinización cruzada” con la sociología: Lukács con Weber en los años 20 y Althusser con Durkheim en los 60. El resurgimiento actual del marxismo muestra muy poco de esto, aparte de triviales préstamos lingüísticos (“el capital cultural”). La razón de esto es que las preocupaciones de la teoría social de hoy ya tienen poco que ver con la política socialista (p. xiv), y esta última –habría que añadir–, también sufrió sus cambios (1989). “Esta falta de articulación entre el marxismo y la sociología tiene sus costos”, dice Riley. El principal es que los socialistas/progresistas adoptan y circulan conceptos legalistas premarxianos y presociológicos: “justicia” o “igualdad” (Piketty y sus neófitas). Así, marxismo muta en una suerte de “rawlsianismo de izquierda” y socialismo queda reducido a llamados de “distribución justa” (y no edificación de un sistema nuevo). En cambio, para Riley, la especificidad del marxismo radica en ir más allá de este tipo de conceptos: no buscar una sociedad “justa” o “igual”, sino una que trascenderá su alienación intrínseca (p. xiv-xv). He aquí –en abandonar el “moralismo”– el punto crucial de la tarea de reconexión y rearticulación marxismo-sociología. ¿Hic Rhodus hic salta?

A Pablo González Casanova in memoriam

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