Se ha comentado mucho sobre la profunda contradicción que en una democracia como la que a duras penas subsiste en Estados Unidos exista en la cúspide de su sistema de justicia un grupo de personas cuya permanencia es a todas luces un reto al propio sistema democrático.
Los nueve jueces que integran la Corte Suprema han demostrado, sin duda alguna, adolecer de muchas virtudes que se les atribuye cuando son “coronados” como tales. Se ha puesto de relevancia en una y otra ocasión la parcialidad con que plasman sus juicios en favor o desventaja de iniciativas conservadoras o liberales; por lo tanto, se da por hecho que los evidentes sesgos en sus decisiones son algo natural. La historia se repite en ocasiones matizada por el poder económico y en otras por el peso ideológico de quienes integran ese alto tribunal. Sin embargo, la realidad nos demuestra que no necesariamente se hacen eco del punto de vista y las demandas de la mayoría de la sociedad en los temas que les toca juzgar.
Pero una cosa son sus inclinaciones ideológicas o partidistas y otra es la violación de la más elemental ética que debe guiar la conducta de sus “majestades”, los integrantes de esa institución. El asunto viene al caso porque se ha descubierto una serie de anomalías en la conducta de algunos de ellos. Tal vez la más grave es la del juez Clarence Thomas al aceptar regalos por millones de dólares de un influyente empresario conservador, quien también ha aportado millones a las causas del Partido Republicano. El caso es que Thomas ignoró la obligación de declarar los cuantiosos regalos que él y su familia recibieron, como debe hacerlo todo funcionario público. El asunto se complica aún más debido a que su esposa, una activa promotora de organizaciones y causas conservadoras, algunas de extrema derecha, fue una de las que alentaron y justificaron la asonada que intentó frenar el nombramiento de Joe Biden. Otros jueces como Neil Gorsuch y John Roberts también han sido señalados como sospechosos de haber recibido y no declarar compensaciones. (Amy Goodman, Democracy Now!, 3/05/2023)
No parece haber en el horizonte alguna forma más o menos expedita para solucionar el problema de la falta de ética con la que actúan los magistrados de la Corte. Por un lado, hasta ahora, los jueces en cuestión no están dispuestos a renunciar al poder ni a los privilegios del cargo, entre ellos el salario y las prebendas. El presidente de la Corte pudiera poner un remedio, pero no quiere o no puede hacerlo, y los otros jueces no parecen dispuestos a actuar en contra de sus propios compañeros. El Senado tendría esa potestad, pero es obvio que los legisladores que aprobaron la nominación de los miembros de la Corte Suprema se opondrán a remover a los que garantizan la prevalencia de los principios ideológicos y económicos de sus organizaciones políticas y sociales, los de las corporaciones que patrocinan sus campañas y en algunos casos sus beneficios personales.
Una muestra es el caso de la jueza conservadora Coney Barret, quien es o era miembro activa de diversas organizaciones religiosas que se oponen radicalmente al aborto. Con su nominación por el presidente Donald Trump y su ratificación por la mayoría en el Senado, integrada por republicanos en ese momento, el mensaje era claro: consolidar una mayoría conservadora en la Corte para derogar de inmediato el aborto.
Dos conclusiones surgen: el mito de la imparcialidad de la Corte y de un mecanismo efectivo para destituir a quienes faltan a las normas éticas en ese tribunal. Mientras, el prestigio de la Corte y sus integrantes se deteriorará y, por añadidura, crecerá cada vez más la desconfianza en su capacidad como último recurso para certificar las normas constitucionales.