Bienvenidos al universo Bruckner: 11 sinfonías lo ubican en el punto más elevado de ese género, tan pleno de episodios preferidos: Beethoven, Mahler, Mozart, Haydn, Sibelius, Shostakovich...
Sucede que en la música de Anton Bruckner no se trata de preferencias, sino de experiencias. Ya lo dijo Sergiu Celibidache (1912-1996): a la música de Bruckner, tan compleja, tan poblada de dificultades técnicas y contenidos, no hay que entenderla, hay que vivirla, sobre todo sus espectaculares apoteosis y, si somos capaces de vivirla, es que hay algo de su grandeza en nosotros. Algo semejante a la semilla de la budeidad, que todos poseemos aun sin saberlo.
Anton Bruckner es noticia, lo cual es todo un acontecimiento porque se trata de uno de esos músicos tan importantes como olvidados, tan poderosos como soslayados, tan plenos de poesía, pero que pocos conocen.
La discografía existente es relativamente limitada si la comparamos con las incontables grabaciones dedicadas a otros sinfonistas. En las salas de concierto, ni se diga. Muy pocos directores tienen la capacidad técnica y humana de dirigir una sinfonía de Bruckner, así sea la Cuarta, la más conocida y “la más fácil” (sopas). Escuchar en vivo una sinfonía de Bruckner es una de las experiencias más maravillosas a la mano del humano.
La noticia es que el director de orquesta alemán Christian Thieleman publicó hace unos días su grabación de la Novena de Bruckner y es espectacular tanto la versión como el anuncio, porque está en curso su grabación de las 11 sinfonías de Bruckner con la Filarmónica de Viena, dirigidas por Thieleman.
Esta notable novedad discográfica completa el ciclo digamos oficial de las nueve sinfonías de Bruckner, quien en realidad escribió 11.
Además de las conocidas, hay dos rarezas que valen oro: la Sinfonía en re menor, que escribió entre la Primera y la Segunda, pero a la que nunca asignó un número de opus, y la llamada Sinfonía de Estudio, también conocida como Sinfonía número 0. 0 en alemán: Nullte Symphonie.
La consagración, culminación y publicación del ciclo de las 11 sinfonías se dará a conocer durante una transmisión en vivo en 2024, para conmemorar el 200 aniversario del nacimiento de Bruckner.
Esta epopeya de Christian Thieleman es también es conocida como el Ciclo Viena, porque corre a cargo de esa Filarmónica, que es la orquesta de Bruckner, ya que este agrupamiento estrenó 4 de las nueve sinfonías oficiales en una relación que data de 1873, cuando ofreció su interpretación de la Segunda sinfonía del compositor.
El periódico alemán Die Presse consigna esta máxima: “La afirmación de que esta orquesta es la única agrupación de sonido genuino para la música de Anton Bruckner debe quedar fuera de toda duda”.
Y es verdad. Luego de escuchar durante semanas el Ciclo Viena completo, constatamos el tono intenso, cálido, los registros llenos de innumerables colores, el sonido nítido sin sonar duro; emisión bien contorneada sin parecer angulosa. Es notable el valor de la paciencia, en toda la amplitud del término, que denotan estas grabaciones, porque la música de Bruckner requiere el máximo de nuestra atención, nuestra paciencia, y como respuesta recibimos torrentes de felicidad. Porque la música de Bruckner transcurre en torrentes.
En honor a la verdad, es menester recordar que la historia sufre de mil distorsiones, pues quienes hoy se jactan de que la Filarmónica de Viena es LA orquesta de Bruckner, no corresponden su aserto con la realidad.
Resumo la historia así: Anton Bruckner era un campesino austriaco, muy sencillo, maestro rural y muy buena persona, y es sabido que la gente se aprovecha siempre de las buenas personas.
Bruckner ahorró su salario de todo un año para pagar a la Filarmónica de Berlín con el fin de que estrenara su Tercera sinfonía, porque todas las orquestas se negaban a interpretar esas obras que consideraban muy difíciles. Lo hicieron a regañadientes y en medio de burlas, insultos, abucheos.
Bruckner, además, era muy frágil e inseguro y es la razón por la que hay muchas versiones diferentes de sus sinfonías, porque sus malquerientes, fingiendo hacerle el bien, le señalaban errores inexistentes y él corregía y corregía y corregía.
Llegó a hacer, así, hasta cinco versiones de la misma sinfonía, tras la siguiente máxima: “Crear es también recrear lo creado, y recrearse en esa recreación”. Se convirtió en uno de los grandes autores más ocupados en autocorregirse.
La noche del estreno de su Tercera con la Filarmónica de Viena fue una de las más tristes de nuestro amado músico: además de las burlas, insultos, abucheos, el escaso público fue abandonando poco a poco la sala y al final se quedaron unos seis o siete, sus alumnos, entre ellos Hugo Wolf y Gustav Mahler (por cierto: la música de Mahler no tiene razón de ser si no se conoce, antes y después, la música de su maestro, Bruckner), quienes acudieron al podio a consolarlo, mientras él lloraba a mares, destrozado: “Lasst’s mi aus, die Leut voll’n nix von mir wissen”, balbuceó en su alemán rural (Déjenme solo. La gente no quiere saber nada de mí.)
Lágrimas vierto.
En contraste, es imposible no llorar de felicidad cuando transcurren los torrentes metafísicos, los caudales de sonido de Anton Bruckner.
Hay en la terminología musicológica una palabra, “acorde”, elemento que Wagner, el maestro de Bruckner, descubrió en su poder de representar las fuerzas cósmicas del universo para que esas potencias se conviertan en sustancia humana al tomar forma en la melodía.
Un acorde consiste en un conjunto de notas que suenan simultáneamente o en sucesión y constituyen una unidad armónica.
A partir de ahí, el asunto puede complicarse a placer: por ejemplo, un acorde puede ser escuchado sin que suenen todas sus notas, o bien conformarse variantes ad infinitum en una sucesión de matices que resulta sencillamente fascinante.
Ese sistema de acordes procura una impresión que confunde a músicos, directores de orquesta y público: la apariencia de la repetición, pero en realidad ningún compás se repite, siempre tiene variantes perceptibles por mentes atentas, corazones bien abiertos.
El secreto para vivir la música de Bruckner es su noción de acordes, o bien su manera de trascender la sucesión de estos. Forma así un sistema de acumulación de energía que se va juntando, se va juntando, se va juntando, hasta alcanzar estallidos de volcán, momentos de intensidad escalofriante, instantes incandescentes y, en el momento en que estamos en lo más alto de la ola, sucede la magia: el silencio.
Un silencio repentino donde nunca se apaga el sonido, fenómeno de la física que mueve neuronas que de otra manera no se activarían, produce un estado de encantamiento en el escucha. Es por eso que las melodías de Bruckner poseen un encanto irresistible, un aroma poético que enamora.
Bruckner llevó a sus límites el poder transformador del acorde. Desarrolló un sistema de acordes como elementos de lo sublime como navíos hacia el cosmos, hacia el infinito, hacia la médula de la divinidad de todo escucha atento.
De manera que la escucha de las sinfonías de Anton Bruckner conduce a la contemplación mística.
La parte infinitesimal de divinidad que hay en todos nosotros se pone en movimiento.
El Ciclo Viena de Christian Thieleman es lo más nuevo del universo Bruckner, cuya aporía mayor es ser un autor poco conocido, pero quienes lo conocemos, lo hacemos a fondo, por completo. Nos damos, nos entregamos.
El primer bruckneriano de la historia es Eugen Jochum (1902-1987), quien grabó dos ciclos con las sinfonías de Bruckner y la Filarmónica de Berlín, la Orquesta de la Radio Bávara y la Staatskapelle Dresden.
En su momento, Herbert von Karajan (1908-1989) hizo su ciclo Bruckner también con la Filarmónica de Berlín. En tanto, el maestro Günter Wand (1912-2002) es considerado por muchos el intérprete bruckneriano por excelencia.
En lo personal, y es consenso entre conocedores, las grabaciones de Sergiu Celibidache con todas las sinfonías de Anton Bruckner son la máxima expresión poética, espiritual, amorosa que puede existir en música.
Y sabemos que la música es, con la poesía, la más elevada expresión de lo humano, lo frágil, lo poderoso, lo divino y terrenal que somos todos. Es por eso que lloramos cuando suenan los torrentes Bruckner en los altavoces.