Hace unos días el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) dio a conocer la aprobación en la Cámara de Diputados federal de la Ley General en materia de humanidades, ciencias, tecnologías e innovación como un derecho humano, propuesta por el Presidente de la República, en la cual se incluyen los ecosistemas nacionales informáticos y una red de cómputo de alto rendimiento. En este paso del dictamen se reivindica, entre otros, el derecho al conocimiento científico humanístico y se enuncian el principio de progresividad en los recursos destinados al aprendizaje y ejercicio de estos conocimientos, liderados por una junta que garantice el carácter plural e incluyente de este órgano.
Suponemos que este paso hacia delante de los equipos encabezados por María Elena Álvarez-Buylla también contemplan el rescate de las tecnologías cuya eficacia fue probada por milenios, como las milpas prehispánicas, apenas igualadas por los arrozales acuáticos de Asia y hasta cierto punto por los cultivos de tubérculos farináceos del cinturón ecuatorial de nuestro planeta. Porque la directora del Conacyt no podría haber traicionado su vocación universal, calificando de tecnologías sólo a las que aparecieron en el espacio geográfico del hoy llamado Occidente, y cuya cultura ha colonizado desde tres cuartas partes de la Tierra hasta las mentes de dos tercios de la humanidad.
Es nuestra obligación proteger del coloniaje económico, cultural y emocional de siglos, que aún existe, a ecosistemas e incontables saberes. Debemos protegerlos, rescatarlos y redescubrirlos con una nueva y fortalecida oportunidad para que se salven como futuro de lo humano, en vez de tender a inventar lo superhumano, sobrehumano o antihumano, que es la inclinación de muchas corrientes de la informática y la computación.
Porque, si bien aparecieron como técnicas que permiten profundizar en el conocimiento de la realidad y, sobre todo, de lo invisible real, su vocación ha sido un desarrollo dentro de un marco sin deontología, cuya ética neoliberal las conduce hacia alternativas contra la vida humana y la naturaleza, pues sus nuevos métodos y procesos para almacenar, procesar y transmitir conocimientos se concentran en crear fenómenos de una falsa realidad, expresiones de una imaginación sin límites que no recrean en su mayoría falsas pero hermosas realidades, sino una visión apocalíptica de la vida por donde se precipitan cada vez más las nuevas generaciones.
Nada es poco para advertir que si no se introducen en los planes de estudios y programas de investigación que el Conacyt hará para las nuevas generaciones, el conocimiento y análisis cuidadoso del éxito milenario en la vida y cultura de las antiguas civilizaciones, no como curiosidad de museo, contemplada desde la superioridad de nuestro prepotente Occidente, sino con auténtico espíritu de comprensión sobre nuestra especie y las distintas opciones que se fueron creando a lo largo de la propia evolución, rechazando meter en las jóvenes cabezas una identidad de superhumanos que triunfan sobre las subespecies que nos habrían precedido, no sólo habremos combatido los clasismos y racismos corrientes en el siglo XXI, sino que hemos de contribuir a construir una nueva humanidad desde el conocimiento y una práctica virtuosa.
¿Por qué no trabajar para retomar la confianza en nosotros mismos y heredarla mientras podamos?