Éramos niñas. Con diferencia de semanas, Martina y yo teníamos once años. Su familia era del norte, asistíamos a distintas escuelas e iglesias; ella iba de vacaciones y yo no, pero aún siento que la verdadera diferencia entre nosotras dependía de dos factores externos: la calle que separaba nuestras viviendas y, los viernes, una papa amarilla, suave y humeante sobre la que don Alfonso esparcía granitos de sal. Los asocié con una nevada en medio del desierto después de ver, en la función de cine de la escuela, un documental acerca de Los misterios de las candentes arenas del Sahara. ¿Es posible que dos factores tan nimios marcaran la frontera entre dos vidas paralelas? Sí, al menos en cuanto a la de Martina y la mía.
Sin que eso fuera obstáculo para nuestra profunda amistad, Martina me superaba en muchos aspectos: belleza, estatura, simpatía y aprovechamiento en la escuela. No la admiraba por eso, sino por su habilidad para sostenerse en un pie, con los ojos cerrados, durante más tiempo que ninguno de nuestros ocasionales compañeros de juego.
II
Martina era hija única. Su padre, don Alfonso, un hombre afable y poco enérgico, era representante de una fábrica de máquinas de coser con sucursales en toda la República, por lo que estaba obligado a mudarse con su familia con relativa frecuencia.
La madre de Martina se llamaba Loreto. Era alta, poco amigable sin ser adusta, maniática de la limpieza, buena cocinera y madre cuidadosa. Acompañaba a su hija mientras hacía la tarea y después iba con ella a sus clases de danza, piano y dibujo.
Con ese ritmo de actividades, mi amiga y yo sólo disponíamos de los viernes para organizar nuestro tiempo de juego. La cita era a las tres de la tarde, pero yo siempre iba a buscarla un poco antes y desde la puerta de la cocina, que era de miriñaque, esperaba a que Martina terminara de comer el platillo obligado de los viernes: un cocido abundante en carne y verduras servido con una papa muy apetecible para mí, pero que mi amiga, ante el enojo de su madre, se negaba a comer.
III
Vivía anhelando la llegada del viernes. Con autorización de doña Loreto tendíamos una vieja colcha sobre el cemento de la azotehuela y allí nos sentábamos para vestir con suntuosos trajes de papel a las muñecas de cartón que su madrina Bertha le mandaba desde Monterrey. Cuando nos aburríamos jugábamos a la matatena, a los palitos chinos o simplemente fingíamos ser damas de alcurnia que, con la ceja y el meñique levantados, tomaban el té.
Hacia el atardecer, doña Loreto nos daba permiso para salir a comprarnos una paleta, dulces o alguna fruta en La Flor de Tepic, un establecimiento muy pequeño y oscuro donde colgaban del techo papeles atrapamoscas, rizados como caireles, que nos provocaban más curiosidad que repugnancia.
De vuelta a nuestras casas, Martina y yo nos despedíamos a sabiendas de que el tiempo de jugar se había terminado y de que, como todos los fines de semana, mi amiga se iría con su familia a Los Remedios para ver a su abuela paterna. La perspectiva de nuestro encuentro, al siguiente viernes, hacía menos tediosos los sábados y los domingos dedicados a las tareas domésticas junto a mi madre o a visitar a parientes lejanos y aburridísimos.
IV
Una tarde, Martina me recibió con la noticia de que a su padre lo necesitaban de urgencia en la plaza de Silao para sustituir a un compañero gravemente accidentado, pero aún no sabían con exactitud cuándo iban a mudarse. Frente a lo sorpresivo de la noticia quedé paralizada, pero, dado el tono casi festivo de mi amiga, fingí entusiasmo por nuestro tiempo de juego, quizás el último.
Después de una semana difícil, al siguiente viernes llegué puntual a la casa de mi amiga. La encontré a la mesa, con cara de susto, frente al plato de cocido, mientras que su madre le reclamaba a gritos a su marido que no la hubiera puesto al tanto de lo intempestivo del viaje. “Tampoco me lo dijeron. Sólo cumplo órdenes”.
Sin prestar atención a las explicaciones de su esposo, doña Loreto salió a recibir a Santa, la portera, para devolverle las llaves de la casa y darle instrucciones acerca de cómo debía empacar la loza y la ropa de cama que mandaría recoger apenas se instalaran. En cuanto a los muebles, el ayudante de don Alfonso se ocuparía de enviarlos al nuevo domicilio en Silao.
Se escucharon fuertes claxonazos en la calle. Desde la puerta, doña Loreto informó a su marido y a su hija que el coche que iba a llevarlos a la estación ya estaba allí, que se dieran prisa en salir porque hacerse esperar la ponía nerviosa. Sin tiempo para despedidas, Santa y yo seguimos a los viajeros hasta la calle, donde se encontraba estacionado un cochecito con la cajuela abierta.
Martina fue la primera en abordar el vehículo. Desde la ventanilla se despidió de mí y dijo algo de las muñecas que no alcancé a entender. Mientras el auto se alejaba permanecí en la calle, al lado de Santa. Me mostró las llaves que doña Loreto acababa de entregarle y me pidió que la acompañara a la vivienda recién desocupada. Quería limpiar la cocina de una vez para evitar la presencia de fauna nociva.
Cuando levantó el plato que Martina había dejado intacto, confesó que le daba lástima tirar el guisado y me propuso que me lo comiera. Lo rechacé, no tenía hambre y la papa, fría y grasienta, había dejado de parecerme apetecible.
Cuando Santa terminó su trabajo, salimos juntas y al atravesar la azotehuela vi en una maceta las muñecas de cartón. Al tomarlas, sin demasiado interés, comprendí que el tiempo de jugar había pasado. Era cierto, pero cuando recuerdo las tardes de los remotos viernes vuelvo a sentirme niña y a codiciar aquellas papas, amarillas y humeantes, sobre las que a veces caían granitos de sal. Nevada sobre el desierto. Los misterios de las candentes arenas del Sahara.