No son pocos los indicios de que Morena y su gobierno quieren realizar un estrambótico, por decir de alguna manera, “fin de fiesta”, antes de prepararse para repetir su triunfo electoral el año entrante. La furia, ciega como toda obcecación, de diputados y funcionarios, destinada a desaparecer o golpear toda clase de contrapesos, organismos e instituciones (INEE, INAI, INE, Conacyt, FND), no tiene parangón en nuestra historia, ni en contraste con otros momentos “revolucionarios”… salvo los talibanes en Afganistán.
Tratar de entender la razón de esta fiebre demoledora, devastadora no sólo de todo ánimo democrático, sino ominosa si uno se arriesga a mirar el horizonte, no tiene respuesta fácil. La sed de poder que embarga al poderoso y que llevaría al Presidente y los suyos a buscar una suerte de conmoción política catastrófica, que nos llevara a un cesarismo seudodemocrático, se esboza cotidianamente por no pocos actores del análisis y la llamada oposición. Pero no ofrece mayor perspectiva ni parece capaz de recoger los datos duros, fuertes y largos, de una transición en la que muchos creen y cuyas instituciones están dispuestos a defender.
Tan insatisfactoria como pueda parecernos, nuestra transición ha sido capaz de auspiciar una arquitectura institucional pluralista que podría probarse sólida en caso de que una ocurrencia como la sugerida buscara imponerse. Que los partidos y sus grupos dirigentes busquen el poder e intenten conservarlo y extenderlo no es novedad. Lo que sí constituye una variación regresiva es la irrupción y diseminación de acciones e iniciativas que, haciendo uso de métodos y procedimientos democráticos para llegar al poder, los maniatan y someten para regresar a tiempos –pensados por muchos superados– en los que la política era grotesca caricatura que respondía a los deseos del poder encarnado.
Esta es una circunstancia opuesta del todo a lo prometido por los triunfadores de la larga guerra fría y, en gran medida, fuera de los radares de los poderes constituidos para la defensa del régimen democrático promovido desde la segunda posguerra y que, a partir del fin de la bipolaridad, se ofreció como global. Sabemos que este tipo de ruta para llegar y conservar el poder cuenta con no pocos apoyos y conexiones, hasta el punto de que se hable de una internacional de la derecha extrema y subversiva encarnada por Vox en España, Bannon alrededor del globo, los cuasi dictadores en Hungría y Turquía y, por qué no, en el agresivo Trump y su indeclinable retórica racista y discriminatoria. Lo que no sabemos es cómo pueda desplegarse en la Unión Europea y en un Estados Unidos desgarrado por la ambición corrosiva de Trump y compañía.
En nuestro caso, no podría ser esta la ruta de Morena y su líder mayor a menos que estemos ante la (auto)negación abierta de trayectoria y discursos, y al inicio de una violenta destrucción del régimen, que se conformó en la transición de fin de siglo y primeras decenas del actual, bajo cuyas normas llegaron a la Presidencia, el Congreso y no pocas gubernaturas. Las consecuencias de un giro como éste, siendo hoy imprevisibles, apuntan a escenarios indeseables. En particular, por los efectos de la violencia que, con alguno de sus disfraces: de política, de guerrilla o de narco, encontraría justificación legitimadora de sus operaciones y de sus sueños.
Al respecto, “¿por qué no sabemos distinguir claramente entre las ideas y la práctica?, recuerda Fuentes que preguntaba Buñuel. A los sueños no les pedimos que se vuelvan realidad cuando despertamos. Nos volveríamos locos cada mañana” (Carlos Fuentes, A viva voz. Conferencias culturales, Alfaguara, 2019).
Pienso que debemos y podemos apostar contra la pesadilla y la destrucción, pero mediante el código democrático. Exigir a todas las fuerzas políticas, en particular a los representantes del partido gobernante en el Congreso, en el sistema de partidos y en los gobiernos, que se comprometan con claridad y sin ambages a respetar la institucionalidad alcanzada y, de ser el caso, a convocar y estar dispuestos a realizar las reformas acordadas a partir de genuinos ejercicios deliberativos que, por su carácter, sean plurales e incluyentes. Y conforme a los tiempos que son propios de procesos deliberativos, amplios y democráticos.
Si la vista está puesta en evitar estos funestos escenarios, es urgente que demos a nuestros intercambios políticos democráticos algo más que los tristes ejercicios de sicología política que llevan a cabo los émulos de don Daniel y su “estilo personal de gobernar”. Esta fue una salida funcional en tiempos iniciales del fin del régimen; hoy, es del todo inoperante como estrategia de protección y construcción de lo que tenemos para convivir que, sin ser suficiente, no es despreciable.