En 2024 concurren las elecciones presidenciales de México y Estados Unidos. Es un fenómeno poco común, que puede representar una enorme oportunidad, si logra establecerse una agenda clara sobre la relación bilateral en los próximos años, las oportunidades del nearshoring y los tratados comerciales que hacen de Norteamérica la región con mayor potencial de crecimiento económico en el siglo XXI.
Los comicios coinciden, pero las agendas internas no. México se debatirá entre la continuidad de un proyecto político que ha sabido construir mayorías y una oposición que no logra, aún, articular mensaje y estructura política. En Estados Unidos, el debate es menos dicotómico que hace cuatro años: hoy no se discute si el país más poderoso del mundo sigue o no en manos de Donald Trump, sino qué rumbo y con qué liderazgo puede mantener su posición global sin ceder a las pulsiones neoconservadoras, que siguen ganando terreno entre la población.
Para muestra, la oferta política republicana, con un De Santis o un Abbott, que han crecido entre la opinión pública adoptando un espacio a la derecha de Trump (lo cual ya es decir bastante), con un discurso antiinmigrante, antiderechos, pro armas, antiglobal, que refleja cómo, a pesar de ser la economía que en gran medida mueve al mundo, una franja estadunidense sigue y seguirá siendo conservadora y retrógrada. No olvidemos que durante el primer año de la presidencia de Trump, se soltaron las amarras del racismo y el supremacismo blanco. La elección de 2024 no se entiende sin los sucesos de Charlottesville, la constante glorificación y reinterpretación histórica del Sur en el siglo XIX, la simplificación ramplona del discurso derechista y la carta abierta para que las redes sociales se convirtieran en caldo de cultivo del radicalismo.
Los ingredientes de la elección estadunidense son bastante complejos: un Joe Biden con liderazgo frágil, una falta de cuadros en el Partido Demócrata para hacer frente al reto inmediato, un Partido Republicano que, de facto, fue sustituido por el Tea Party desde dentro, un grave, gravísimo problema de adicciones estrechamente ligado a las organizaciones criminales mexicanas y una cultura de integración legal pero de lenta segregación en los hechos, donde el dinero y la raza vuelven a configurar el entramado social de Estados Unidos. Si se estima que este argumento es exagerado, véanse los factores que determinan por qué un votante de Texas, Arkansas, Florida, Arizona, Virginia, Carolina del Sur o Louisiana elige a un representante popular; la oferta política se ha recorrido alarmantemente a la derecha, mientras el centro político no atina a decir qué ofrece o, para efectos prácticos, ni siquiera logra convencer a los más conservadores de que el centro no es sinónimo de izquierda radical.
Ese es el contexto en el que primero México, luego Estados Unidos, elegirán a su próximo gobernante en 2024. Migración y seguridad son los temas urgentes; desarrollo regional y crecimiento económico incluyente, son los más importantes. Hay uno adicional que ayer destacó La Jornada en su portada: qué debemos hacer de ambos lados de la frontera, para que el costo del desarrollo económico no sea la devastación ambiental; que el de crecer, no sea el desabasto de agua, la deforestación, y la merma irreversible del entorno natural. El tema no es menor, pues cada vez más empresas y fondos de inversión eligen como socios comerciales a quienes tienen esquemas de compensación de la huella de carbono. Integrar esto a la agenda política no es un acto de buena fe, es un imperativo ético y medida apremiante para darle sostenibilidad a cualquier proyecto económico de largo plazo al que México quiera apostar.
El próximo será un año que definirá las próximas dos décadas en Norteamérica. Así de fácil. No es errado decir que el futuro inmediato de una generación se debate en esas dos elecciones. Agendas dispares, retos comunes, y elecciones concurrentes.