El aislamiento internacional de México ha sido autoimpuesto. Es producto de la voluntad del Presidente, que dijo al iniciar su gobierno: “La mejor política exterior es la interior”. Si esa fórmula era entonces poco clara, ahora carece de resonancia.
Tal aislamiento constituye una forma de reserva fundada en una intención cada vez más clara en materia política y, junto a una estrategia diplomática que, por sus limitaciones, cumplen ciertos objetivos de poder interno.
En todo caso, esto constituye una característica clave de esta administración. Expresa una postura alérgica ante lo que venga de fuera, prácticamente de cualquier lugar que sea. Más bien, entonces, la mejor política interior es el aislamiento con respecto al exterior.
Dicha fobia se centra por razones naturales en la cada vez más conflictiva y errática relación con Estados Unidos. Primero, hubo una extraña cercanía admitida de diversas maneras con el gobierno de Trump y, por cierto, sin la consiguiente correspondencia de aquella parte.
Ahora, la agenda de las disputas, discrepancias y roces entre ambos gobiernos abarca una diversidad de asuntos, entre ellos y de modo agregado están: las pautas del T-MEC (inversiones, cadenas productivas, cuestiones laborales, energía, agricultura, recursos naturales, medio ambiente y otras más); la migración, tanto la que proviene de aquí, como la que transita desde Centro y Sudamérica o las espinosas cuestiones asociadas con el narcotráfico y la violencia que se le asocia y que se derivan en otros temas relevantes. Todas ellas son muy significativas para México.
Sin presencia internacional prácticamente desde que se inició esta administración, lo que ocurrió incluso antes del primero de diciembre de 2018, salvo alguna visita efímera y de poca relevancia del Presidente, la representación internacional del país la ha llevado el canciller Marcelo Ebrard. De lo que de esa actividad se desprende de modo efectivo no hay demasiada noticia.
La situación mundial que se está desplegando no está como para desentenderse de ella. Eso debería ser obvio para encauzar las ideas, las acciones y el potencial atorado de un país de gran tamaño, con la energía demográfica y social, el despliegue industrial en proceso y la relevancia geopolítica de México. Todo ese entorno aparece contenido, en lugar de liberado, en el modo actual de gobernar.
Es notorio, en cambio, el empuje que ha puesto Lula en el terreno internacional desde que volvió a la presidencia de Brasil, ahí es parte de su visión interna, independientemente de su sentido, aun en ciernes.
Respecto a América Latina, el Presidente ha lanzado algunas bolas rápidas, pero fuera de la zona de strike, sin continuidad efectiva y algunas que han provocado roces diplomáticos muy serios en casos como los de Perú y El Salvador; en este último caso por la muerte de migrantes en Ciudad Juárez. Las ausencias del gobierno son muy conspicuas, pero consistentes con el modo que hoy prevalece de ver las cosas. Ahí, liderazgo no lo hay.
El mundo es otro del que enmarca a la política del Presidente, aquí sí, tanto la interior como la exterior, siguiendo la conjunción que se propuso originalmente. Las condiciones internacionales están mutando a ojos vistas y las interpretaciones al respecto son, como siempre, más o menos realistas o más o menos voluntaristas.
En este gobierno, en este Congreso y en el movimiento de la 4T que se ha organizado, no las hay ni las unas, ni las otras. Ignorar los procesos internacionales de cambio que están en curso, se puede, pero sólo a un costo muy elevado y que no se debería imponerse sobre esta sociedad. Ahí prevalecen ahora las fricciones y los conflictos. Hasta el cambio del horario aplicado desde este año es una forma más de aislamiento, de establecer una distancia.
Los parámetros con los que se ve el mundo desde el poder presidencial, son rígidos y estrechos; no contemplan las consecuencias de una transformación del entorno mundial, que apunta al tipo, que no al modo, del que ocurrió al final de la Segunda Guerra Mundial; o en 1989 con la caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética. Hay nuevos actores, nuevas fuerzas, renovados espacios políticos y económicos y, también, nuevos conflictos. Todo está dispuesto en el tablero y hay una dinámica en plena formación que genera incertidumbre e inseguridad.
La visión internacional del gobierno está señalada con insistencia y de muchas maneras, expresas unas y tácitas, muchas otras más. En la práctica es clara la ausencia de ese marco mundial cambiante que está reorientando las respuestas nacionales y regionales, así como las alianzas y las pugnas, por todas partes. La educación, la ciencia y la tecnología son claves para estar en el juego que se está desplegando, la creación de infraestructuras adaptadas a una nueva era; los requerimientos del bienestar social reforzado de manera clara y comprobable.
La cuestión se funde con el uso del relato histórico que enmarca el discurso en este gobierno y que tiende a forzar una interpretación sustentada en determinados postulados políticos. El control de dicho relato incide en la naturaleza de la comunidad política y sus cambios. La historia, como se ha dicho, es un arma cargada de futuro, pero que se carga en el presente para liquidar algo. No todas las armas son iguales.