Esta semana escuché dos frases en distintos momentos del debate público que me dejaron pensando. La primera la profirió Diego Valadés en el foro al que concurrieron los candidatos de oposición a la Presidencia convocados por una de las organizaciones fachada de Claudio X. González: “Habrá que pensar en una administración altamente calificada y políticamente neutral”. La segunda la escuché en el debate entre Delfina Gómez, de Morena, y Alejandra del Moral, de la coalición PRI, PAN y PRD, que compiten por la gubernatura del estado de México: “La corrupción no es de las instituciones, sino de las personas”. Me puse a pensar en que muy probablemente uno de los defectos del régimen neoliberal –junto con el despojo de la mayoría en beneficio de la minoría conectada– fue querer borrar a la política, de tal manera que ahora que tienen que hacerla insisten en fórmulas por encima de la soberanía popular. Veamos esto con cierto detalle.
Lo políticamente “neutral” es una versión de las tecnocracias del siglo pasado que ejercían una soberanía basada, según ellos, en la ciencia económica. Así, nos cansamos de escuchar a los funcionarios de Hacienda o del Banco de México repetir que los ajustes al IVA y al gasto público “eran dolorosos, pero necesarios”. La metáfora médica se impuso con autoridad, como lo había hecho durante el siglo XIX: finanzas “sanas”, libre “circulación”, “medicina amarga”. Es curioso que en el lugar donde nació el pensamiento neoliberal, Viena, existiera en el mismo siglo XIX un método de curación de los doctores que fue llamado “nihilismo terapéutico”, según el cual “los poderes curativos de la naturaleza eran suficientes para el tratamiento de una enfermedad y debía procurarse la desatención del paciente” (William M. Johnston), lo que se extendió a la idea de que cualquier intervención siempre era para mal. Esta es una de las claves de la ciencia económica neoliberal: no intervenir, no regular, nadie es responsable de lo que “naturalmente” ocurre. Ese afuera de la política es a lo que hoy se alude como “neutral”.
Conviene aquí ir sobre otra idea que han promovido tanto el senador de Morena, Ricardo Monreal, como los voceros del bloque opositor: la reconciliación. Como dijo Pablo Gómez: “No somos novios”. Pero la noción contiene la neutralidad: a la mitad entre dos extremos, que recorren la playa al atardecer para fundirse en un abrazo apasionado. La verdad nunca ha estado en el centro porque, en todo caso, para actuar, hay que esperar a saber dónde se han colocado los extremos para empezar a decidir qué hacer o pensar. Es una forma geométrica que nada tiene que ver con los principios que son, por definición, lo que uno sabe como bueno y como malo. Es, de nuevo, un afuera de la política que esperaría recibir la recompensa de la conciliación de ambos extremos en disputa. No puede haber ética en la mitad, como no puede haber administración neutral, porque la idea misma de la política es la enunciación de manera pública de las diferencias, indignaciones y disputas a veces irresolubles de valores. En política sobran posturas que nunca se podrían reconciliar porque no son reductibles. Vienen de valores distintos y, por lo tanto, les tiene sin cuidado cuál podría ser el centro. Es a lo que se refiere el Presidente con la expresión: “Sigan su camino”.
La idea de la priísta Alejandra del Moral es, en sí misma, exculpatoria de los casi 100 años de PRI en su estado: que hay funcionarios corruptos, no un orden institucional diseñado para corromper. Si vemos el desarrollo del neoliberalismo encontramos estructuras completas, redes de complicidades entre las corporaciones, los bancos, las calificadoras y los gobiernos que habilitan a todos, en los que la corrupción privada y política es un componente de la supuesta “competencia”. Se podría decir que no hay neoliberalismo, es decir, privatización y concentración absurda de la riqueza, sin corrupción. Que es, como las desregulaciones o la “libertad económica”, una de sus partes. En México se hizo a partir de redes de amistad, compadrazgo y lealtades partidistas. De Carlos Salinas a Peña Nieto, pasando por el narco-Estado panista, tal complicidad creó una nueva oligarquía desde el poder. Fue institucional y se solidificó en leyes, estructuras, procedimientos, y comportamientos. Es la forma en que el régimen funcionó, no fue decisión voluntaria de sus integrantes. Así como el otro mexiquense, Peña Nieto, trató de evadir el bulto de la corrupción diciendo que era “parte de la cultura” nacional, ahora el PRI dice: “es la manzana podrida, no todo el canasto”. Pero, al postularlo, lo que paradójicamente está aceptando es que la canasta no se cambia: la negación política de lo político o la política de la anti-política.
La idea del afuera plebeyo no es la ciencia económica, el centro o la capacidad corruptora de las personas, sino esa que constituye lo político: “el gobierno de los que no tienen títulos para gobernar”, es decir, la huella “de igualdad en el seno de la desigualdad” (Rancière). Por eso, los que creen que la democracia es cuestión de expertos, de “capacidad”, o de una normatividad externa de cómo “realmente debería de ser”, se enceguecen ante el residuo que a veces podemos ver de cómo se constituyó la política, fundada sobre una ingobernabilidad de los desiguales. A veces es como un destello. Otras, como un murmullo.