La historia moderna del Estado español puede leerse como una sucesión de largos periodos conservadores jalonados de fugaces estallidos disruptivos –a veces revolucionarios– que jamás alcanzan el rango de normalidad. Lo excepcional es el cambio, lo usual, el inmovilismo. El sexenio democrático, que incluyó la primera experiencia republicana, dio paso a la larga restauración borbónica a partir de 1874. El potencial del segundo intento republicano fue cortado de raíz por el golpe de estado de Franco. Las opciones de transitar nuevos caminos al salir de la dictadura fueron rápidamente frenados por una nueva restauración borbónica que, igual que un siglo atrás, fue acompañada de una alternancia bipartidista casi perfecta.
Salvando enormes distancias y con una valoración en la escala Ritcher mucho me-nor que la de los episodios referidos, el ciclo inaugurado por el fin de la actividad de ETA, el movimiento de los indignados del 11M y por el proceso soberanista catalán, ha supuesto un punto de inflexión en el ecosistema político español. Ha abierto algunas ventanas y sellado otras, confirmando la unidad indivisible del Estado como fondo del proyecto político compartido tanto por la derecha española como por la izquierda. Es el fundamento, la base.
El problema, por supuesto, no era ETA. Desaparecida la organización armada vasca, el proyecto político del nacionalismo vasco (igual que del catalán), sigue siendo irrealizable, lo que sitúa a la derecha española en un lugar siempre hegemónico –más allá de quién ocupe la Moncloa– y a la izquierda en un rincón cómodo y ventajista. Es más fácil declararse ciudadano del mundo cuando uno tiene el proyecto político de su nación blindado por un Estado, una Constitución y un Ejército. Catalunya mostró que a la izquierda española, con po-cas, pero honrosas excepciones, no le importa ceder un pedazo de democracia si lo que está en juego es la unidad española.
El fracaso de la tentativa catalana cerró a cal y canto la posibilidad de reformular el aspecto nuclear del Estado español, si bien no ha dado paso, todavía, a una restauración total. No por falta de ganas en el establishment. Por el camino se ha reformulado el sistema de partidos, haciendo añicos el sistema bipartidista. En la derecha emergieron primero Ciudadanos y luego Vox; en la izquierda Podemos y, ahora, un objeto político todavía no identificado como Sumar. Veremos cómo acaba este culebrón que condicionará en gran medida las posibilidades de la izquierda en el ciclo electoral que ahora se abre.
A esta eclosión de partidos hay que sumar la consolidación de formaciones nacionalistas progresistas en el País Vasco (EH Bildu) y en Catalunya (ERC), que han roto la exclusividad de la que los conservadores (PNV y CiU) gozaron durante décadas para negociar en Madrid con los partidos estatales. La política se ha complicado sobremanera en una década. Afortunadamente, porque la entrada de estas dos fuerzas en la mayoría de investidura de Pedro Sánchez ha desembocado en políticas progresistas en aspectos tan variados como la reciente ley de vivienda, la reforma de las pensiones, la subida del salario mínimo o el avance hacia políticas de memoria más inclusivas.
Pero igual que toda revolución lleva aparejada su correspondiente tentativa de contrarrevolución, toda reformita lleva implícita su contrarreformita. Lo sucedido el jueves en el Congreso de los Diputados con la ley de garantía de la libertad sexual –más conocida como la ley del “sólo sí es sí”– es buena muestra de ello. Una ley progresista, integral, que se situaba a la vanguardia, abordando la violencia sexual desde múltiples ámbitos, ha sido mutilada porque al PSOE le han temblado las piernas ante las rebajas de algunas penas de condenados que ha traído como consecuencia colateral la nueva norma legal.
El enfoque punitivista con el que tan cómoda se siente la derecha, porque esconde bajo grandes titulares el desinterés absoluto por entrar a la raíz de las causas del problema, ha sido comprado, probablemente por cálculo electoral, por el partido de Pedro Sánchez. ¿De verdad va a cambiar algo que un violador pase seis años, en vez de ocho en prisión? La cárcel sigue siendo, en gran medida, ese estercolero de problemas con los que la sociedad no quiere lidiar y prefiere dejar pudrir en un lugar que no molesten.
La fotografía de la votación en el congreso supone, en cualquier caso, una alarma. Unió por primera vez en mucho tiempo al PSOE, al PP y a los nacionalistas vascos del PNV y los catalanes del PDeCat, herederos de CiU. Es la imagen, casi olvidada, del régimen surgido tras la transición. Dependiendo del resultado del largo ciclo electoral –municipales y autonómicas en mayo, y generales en otoño–, esta suma puede recuperar vigencia. La restauración nunca es una copia del pasado, es la adaptación de las élites a una nueva realidad. Hace 10 años, esos cuatro partidos dominaban 91 por ciento del Congreso, ahora sólo 63. Es mucho menos, pero cuando se articula, sigue siendo una mayoría aplastante capaz de frenar cualquier avance de calado.