La decisión del Kremlin de mandar tropas del otro lado de la frontera, la cual 14 meses después sigue siendo una guerra en toda regla entre pueblos eslavos que eran hermanos, cuyo final no se ve cercano mientras se mantenga el apoyo de Washington y sus aliados a Kiev, tiene serias consecuencias negativas en el ámbito de la cultura de Rusia.
Porque la falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias, definida así por cualquier diccionario una de las acepciones de intolerancia, está cancelando algo tan consustancial a la cultura como es la diversidad.
Desde febrero del año anterior, quienes no están de acuerdo con la versión oficial y única admitida sólo tienen tres opciones: la cárcel, el exilio o el desempleo. Esto golpea a escritores, directores de escena, actores, cineastas, artistas y museógrafos, por citar sólo algunos de los oficios más sujetos a la censura.
Ya no son noticia los despidos de los directores de los teatros más famosos del país, el más reciente el de Andrei Moguchy, quien desde 1913 dirigió el Gran Teatro del Drama de San Petersburgo; o la anulación del contrato de la veterana actriz Liya Ajedzhakova en el teatro Sobremennik de Moscú; o la retirada de los escaparates de las librerías de las obras de muchos escritores; o la cancelación de exposiciones o de estrenos de filmes.
Las remociones descabezaron dos de los museos más prestigiados del mundo: el museo Pushkin y la Galería Tretiakov. Marina Loshak, en el primero, y Zelfira Tregulova, en el segundo, nunca se pronunciaron públicamente contra la invasión de Ucrania, pero –a diferencia del director de El Hermitage, Mijail Piotrovsky– tampoco expresaron su apoyo a la “operación militar especial”.
Los relevos de estas eminencias compensan su falta de experiencia con sobrada lealtad a la élite gobernante: Elizaveta Lijachova, ahora al frente del Pushkin, dirigía el museo de arquitectura y, en una entrevista, contó que antes trabajó en el Ministerio del Interior y participó en un movimiento juvenil pro-Putin porque “ahí pagaban bien”. Yelena Pronicheva, más discreta, llegó a la Galería Tretiakov desde el museo Politécnico y es hija de un general que durante años perteneció a la plana mayor del FSB, el Servicio Federal de Seguridad.