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Cultura

2023-04-21 06:00

El estante de lo insólito

Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art
Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art
Periódico La Jornada
viernes 21 de abril de 2023 , p. 12a

“Muero de ti y de mí, muero de ambos.”

No es que muera de amor, de Jaime Sabines

Un malentendido se dirige con perversa intención, se recibe con pecho herido y se devuelve con la furia que puede pasar del romance a la tragedia en dos páginas de guion. De los relatos tradicionales de las historias oscuras de los viejos hacendados, el cine mexicano fue acomodando la tradición oral en lírica y fílmica para hablar de rancheros y enamorados, de maledicencias y muertos innecesarios. El empaque dramático ya era bastante, pero se volvió irresistible cuando se le puso música tradicional mexicana. Si bien gente como Serguei Eisenstein ya habían tratado el tema, sería un largometraje de 1936 el que provocaría la fascinación por esos relatos que encendían la cólera de los espectadores cuando se falseaba la verdad. Allá en el Rancho Grande rompió récords en México y Estados Unidos. La grandeza de la taquilla trajo lo obvio: la reiteración ganadora.

La primera comedia ranchera

El cineasta Fernando de Fuentes hizo gran panorámica del medio campirano mexicano en su esencia abrupta y en su ensoñación romántica. Los amores que valen un duelo a muerte, las tradiciones festivas que pasan por la canción ranchera, las peleas de gallos, las carreras de caballos, el esfuerzo agrícola, la lealtad fraterna, los ruegos a la Virgen de Guadalupe. Con charros arquetípicos con botonaduras de lujo y sombreros de gran tocado, con caballeros de alto honor, ebrios cómicos, chismosos interesados a modo y las canciones apropiadas. Sin proponérselo, el cineasta veracruzano inauguró un género que sostendría buena parte de la industria del cine mexicano en los próximos años: la comedia ranchera.

¿Qué fue eso? Pues el pasaje de decenas y decenas de películas en las que no hay drama familiar, crimen horrendo, desencuentro amoroso, quiebra financiera, traición, duelo a balazos, y lo que quiera enlistarse, que no pueda verse desde el filtro de la diversión, la fiesta y la música mexicana, en ese escenario de todos los acomodos que incluye serenatas, golpes cantineros, amores increíbles y algunos cientos de besos robados. Ese México que en la calle vive transformación para transitar de la vida rural a la urbana, tiene en el cine ese nicho de permanente nostalgia donde el romance entona, la guitarra acompaña, los amigos no abandonan y cualquier cosa (el desprestigio familiar o la Revolución) son canción como esencia nacional que resuelve el futuro con unos sentimentales o bravíos versos. Todo comenzó con esta cinta que va más o menos así…

La estructura que servirá siempre

Es 1922, el hacendado don Rosendo (Manolo Noriega) alecciona a su pequeño hijo después de saludar a sus trabajadores. Luego se ve a doña Angela (una Emma Roldán extraordinaria, por mucho la mejor del elenco) aguantando los malos pasos de su marido tomador, Florentino (Carlos López Chaflán). De repente, el niño José Francisco (Armando Alemán) le avisa a Angela que su comadre se anda muriendo y ella se ve impélida a ir a asistirla, para lo que pide anuencia y apoyo de don Rosendo, quien tiene ocasión para darle nueva línea filosófica existencial al vástago: “Con esto ve aprendiendo hijo mío, cómo el dueño de un rancho tiene que ser para sus pobres peones padre, médico, juez y, a veces, hasta enterrador”.

Efectivamente la comadre Marcelina (Dolores Camarillo Fraustita) está entregando “el alma al creador”, por lo que, en el lecho de muerte, encomienda a sus hijos con doña Angela, quien, al ser su madrina, quedará a cargo de sus hijos José Francisco y Eulalia, además de Cruz, ahijada de Marcelina. Antes de fallecer, la enferma dará otra dura encomienda: que su compadre Florentino deje de beber y se ponga a trabajar para que los niños tengan porvenir. Doña Angela cumple su palabra de cuidar a los ahijados, pero la pequeña Cruz queda como suerte de sirvienta, sin los apoyos que se otorgan a los otros críos.

Cuando Cruz cuestiona a Florentino por negarse a trabajar, él revira: “¡No pronuncies esa palabra reaccionaria! Yo soy comunista! ¡Igualdad social! Los ricos no trabajan, ¿no? Pos yo tampoco”. Mientras tanto, Felipe y José Francisco juegan a “la haciendita”, asumiendo los papeles típicos de hacendado y caporal, escena que sirve de transición para que los personajes sean vistos 13 años después en la misma oficina y cumpliendo precisamente con esos papeles en trato de lista de raya, Felipe (René Cardona), como patrón, y José Francisco (Tito Guízar), como caporal. Cruz está hecha una joven hermosa (Esther Fernández) que canta lindo y es pretendida por Martín (Lorenzo Barcelata), quien se agria en cuanto se entera de que José Francisco fue nombrado en el puesto al que él aspiraba.

Tito Guízar y Lorenzo Barcelata hacen magistral dueto de voces en serenata para la novia de don Felipe en Real Minero, pueblo al que llegan para importante jugada de gallos en palenque. En el recinto gallero se anuncia la presentación de los meros cancioneros del alma nacional, lo que abre escena para que los tríos Los Murciélagos y Los Tariácuris hagan lo suyo. Después se agrega tarima para que la futura leyenda del cine mexicano Emilio Indio Fernández y Olga Falcón hagan estupenda coreografía.

Sin embargo, cuando llega el momento de soltar los gallos, don Nicho (David Valle González) alega que don Felipe ha cambiado el animal. Pronto hay golpes y, cuando don Nicho está listo para disparar contra el hacendado de Rancho Grande, José Francisco se atraviesa recibiendo la bala que buscaba a su patrón. El mismo hacendado es el que dona su sangre para la transfusión. Doña Angela y Eulalia andan en Rancho Chico, lo que también abre la posibilidad de que don Felipe busque hacer la corte a Cruz. Las alegorías son obvias: la sangre ya se comparte, la vida se arriesga por el amigo, pretender a su novia es un acto indigno, pero como la relación no es conocida, la tragedia tiene por dónde colarse.

Después llega la Feria de San Onofre, donde destaca la carrera del caballo Alazán, de don Nabor Peña, contra El Palomo que monta José Francisco. Como el destino tiene más vueltas que una trenza, justo cuando el caporal se va a la feria para la carrera, don Felipe debe permanecer en la hacienda. Doña Angela hace la indecente propuesta de ofrecer en bandeja a Cruz para el patrón, sabedora de que le gusta y buscando merecer un préstamo de cien pesos. El hacendado se indigna, pero le dicen que a ella le gusta y que José Francisco ya tiene plan de boda. Pronto pasará una gran vergüenza cuando la chica se siente acosada y “vendida” por su madrastra. El patrón se disculpa, pero no cuenta con la presencia de dos trabajadores fisgoneando, uno de ellos Gabino (el extraordinario actor y argumentista tamaulipeco Juan García Peralvillo), lo que causará bronca mayor.

La coplas como tiros

Mientras José Francisco vuelve eufórico al pueblo tras ganar la carrera de caballos, representando a Rancho Grande (estupendo que no se distraiga la trama en la carrera, concentrándose en las reacciones a la victoria, sin necesidad de ver un solo plano de los equinos en acción), se extiende el chisme de que Cruz pasó la noche con el patrón, lo que congela miradas cuando José Francisco anuncia casorio con la muchacha en el festejo de cantina. Se ve entonces a Tito Guízar interpretando el tema musical del filme.

Rival eterno, Martín aprovecha la ocasión para responderle memorable encuentro de versadas. Guízar y Barcelata hacen el modelo del combate versado que tendrá decenas de réplicas, en particular en Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1952). Las coplas suben de tono, y cuando se tocan tópicos sobre la envidia y el mal perdedor, entonces Martín sugiere lo innombrable: Cruz ya estuvo con el patrón. “Eso que me has dicho en verso me lo vas a sostener en prosa. ¡Y ahorita mismo!”, protesta José Francisco, y la cosa no acaba en balazos porque los testigos secundan el veneno lanzado por Martín: “Es cierto”.

Como en el juego, las carreras, la Revolución (o el concepto de ella), el trabajo y el amor, el ranchero tiene siempre un solo valor auténtico: el honor. Entonces José Francisco avanza hacia el único reducto posible para sepultar la afrenta que es matar al patrón. Desarrollo pleno del machismo agreste, primitivo, no hay ley o disculpa, sólo un lavado con la vida misma. Don Felipe admite que aceptó un “trato inmoral”, pero aclara las cosas: “Nunca hubo un paso en falso de Cruz, nunca hubo lo que el rumor ennegrece; ella pidió por su amor, pese a que su madrina la había vendido”. Las armas no hacen fuego.

Hay detalles importantes en la exaltación de lo mexicano como orgullo nuestro, como el hecho de que don Felipe tenga bordado el escudo nacional a la espalda en sus chaquetas charras, combinado a veces con figuras prehispánicas. Como un fresco idealizado del medio rural, de la nobleza ranchera, del ánimo que es grito y canción, la película marcó para siempre a la cinematografía nacional. Barcelata hizo la adaptación y supervisión musical de la canciones, de las cuales cinco son de su autoría. Curiosamente, el tema principal Allá en el Rancho Grande ha pervivido sin que nunca se conociera al autor. Canción mixteca, gran clásico mexicano, sí tiene crédito en la persona de José López. La buena cinefotografía es obra del gran Gabriel Figueroa.

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