Hace unos días, Jean-Pierre, un amigo cercano, solicitó mi ayuda para deshacerse de una multitud de libros que ni siquiera podía abrir, no se diga leer, y le robaban el espacio indispensable para caminar en su departamento.
Las pilas de volúmenes le impedían el acceso a la cocina, a las ventanas, a los armarios, a la mesa donde antes comía, también llena de libros, y, para ir al baño, debía saltar por encima de los amontonamientos. En fin, las cosas, o más bien los libros, habían llegado al extremo de impedirle prepararse incluso un huevo tibio, darse un regaderazo, cambiarse de ropa, abrir las ventanas para airear sus dos piezas o sentarse a ver la televisión –también desaparecida bajo las pilas.
Sus diferentes trabajos habían contribuido a esta situación. Jean-Pierre ha sido crítico literario, librero, asistente en dos editoriales y cronista de novedades en literatura para la radio. Si a estas profesiones se agrega un respeto por los libros lindante con la veneración, es posible imaginar más común este acumulamiento, sobre todo cuando se trata de críticos, escritores y personas relacionadas, en una u otra forma, con los libros.
Las cosas me parecieron fáciles cuando acepté su invitación. Escoger los volúmenes que saldrían de casa y llevaríamos a otro lado no me presentaba más dificultad que la de sufrir su peso cuando debiésemos transportarlos.
No contaba con la veneración de Jean-Pierre por “sus” libros. Cada uno era parte suya; es decir, formaba de su propio cuerpo, semejantes a un brazo o una pierna, y parte de su mente, donde tenían diversas funciones y eran las bases de su equilibrio, las raíces de su memoria, las palancas de su imaginación, los instrumentos que le servían de brújula para no perderse.
Deshacerse de cada libro era una verdadera batalla entre Jean-Pierre y yo. Argumentos en pro y en contra, razones y sinrazones del Quijote frente a Maese Nicolás y Pedro Pérez, el barbero y el cura, inquisidores decididos al escrutinio y quema de los libros perniciosos a la salud mental de Alonso Quijano.
Logré sacar algunas pilas arguyendo la existencia de muchas novelas y ensayos en los archivos, tan fácilmente consultables, de Google. También lo decidí a llevar fuera las colecciones en libro de bolsillo y los libros de exégetas que sólo viven de parasitar las verdaderas obras y no sirven más que a la vanidad de sus autores.
A veces, en el curso de esas horas que nos llevarían a la madrugada, Jean-Pierre tenía accesos de cólera, nada graves comparados a sus arrebatos de indiferencia, durante los cuales era capaz de arrojar a los cestos de basura una edición original de Les Mémoires, de Saint-Simon, la colección completa de las piezas de teatro de Molière, los ejemplares de colecciones de Aguilar o La Pléiade con la obra de Quevedo, Góngora o Balzac. Era entonces yo quien rescataba esos volúmenes. Yo también quien acompañaba sus lágrimas secas al ver camino a la calle la obra de Alejandro Dumas. Nos enlutamos pensando en la desaparición de Athos y D’Artagnan, Edmundo Dantés y el abate Faría.
La turbación de Jean-Pierre vio una luz en el espectáculo de las manifestaciones realizadas en toda Francia, en signo de oposición a la ley sobre la reforma de pensiones impuesta por el gobierno. Los manifestantes expresaban su cólera con el ruido de las cacerolas golpeadas una contra otra. Ahí estaba la revelación de una nueva lengua que todo mundo comprendía. Nada de palabras, ni de libros, sólo ruido.
¿Para qué cansarse leyendo o escribiendo si la lengua puede enviar un mensaje sin hacer el esfuerzo de construir una sola frase? La lengua francesa es ya bastante atacada por todos los medios de comunicación cuando los periodistas utilizan palabras inglesas a cada frase y los jefes de Estado deciden hablar cualquier idioma, salvo el francés.
Así muere una lengua convertida en una lengua muerta, como el latín o el antiguo griego. Los optimistas llaman a esto el progreso.