Autoridades y representantes del gobierno de Estados Unidos se trenzan en sus propias contradicciones en torno de la política hacia nuestro país.
Por una parte, el embajador Ken Salazar declaró el fin de semana que, adicionalmente a los esfuerzos bilaterales para combatir el tráfico ilícito de fentanilo, las dependencias del país vecino “no vamos a redoblar sino a triplicar (los esfuerzos) y a hacer muchísimo más en Estados Unidos para parar ese flujo de armas que vienen a México”.
Esta positiva declaración hace pensar que al norte del río Bravo se empieza a entender el reclamo mexicano por la permisividad con que las autoridades estadunidenses permiten el tránsito de armamento de alto poder hacia nuestro territorio y por el fácil abastecimiento que representan para los grupos criminales mexicanos los fabricantes y los distribuidores de toda clase de armas de fuego en la mayor parte de los estados del país vecino.
Si los propósitos expresados por el diplomático se traducen en acciones concretas y eficaces, es inevitable que la delincuencia vea dificultado su acceso a los instrumentos de violencia. Otro punto destacable en lo dicho por el embajador Salazar es su reconocimiento de que “los cárteles ahora no sólo son de México”, aunque en su enumeración –“Guatemala, Colombia, China, por todo el mundo, en Europa”– omitió la mención expresa de Estados Unidos, donde existe una red de distribución tan grande como el propio país y que funciona, a lo que puede verse, sin mayores obstáculos.
En contraparte, de acuerdo con declaraciones de Anne Milgram, titular de la agencia estadunidense de combate a las drogas ilícitas (DEA, por sus siglas en inglés) y con base en información publicada por The Washington Post, el gobierno estadunidense ha seguido realizando labores de espionaje en territorio mexicano, lo que representa no sólo una actividad ilícita, sino una intromisión inaceptable.
Cabe recordar, al respecto, que desde marzo de 2019 el actual gobierno fijó su postura de condena al espionaje ilegal –es decir, el que se realiza sin previo mandato judicial– contra cualquier ciudadano nacional o extranjero. Sería ingenuo suponer que ese mero propósito sería suficiente para erradicar tales prácticas, enquistadas desde hace muchas décadas en ciertas dependencias públicas. Pero es claro que toda acción de vigilancia furtiva ilegítima debe ser denunciada como delito provenga de donde provenga, ya sea de cualquiera de los tres niveles de gobierno, de corporaciones privadas o de personas físicas.
El hecho de que autoridades de Washington reconozcan, en declaraciones públicas o en documentos secretos filtrados a los medios, que realizan labores de espionaje en México, obviamente sin el conocimiento ni la autorización de instancias judiciales nacionales, socava los esfuerzos por poner fin a ese delito y supone una vulneración del marco legal mexicano, de los derechos humanos de quienes fueron sometidos a acciones de vigilancia ilegal y de la lucha por la transparencia y la reconstrucción del estado de derecho en el país.
Para colmo, la presencia de espías del gobierno estadunidense en nuestro país socavan el espíritu de entendimiento y respeto que debe imperar si se desea formular y aplicar medidas eficaces para detener la criminalidad en ambas naciones y, en particular, el combate al tráfico de fentanilo.