Agradezco a la Academia Sueca la invitación para hablar en esta conferencia y por darme el privilegio de escuchar a los otros oradores. La conferencia fue planeada hace más de dos años, antes de que la pandemia por el coronavirus desatara el horror a gran escala que nos tenía preparada, y antes de la invasión rusa de Ucrania.
Pero estos dos eventos cataclísmicos solo han intensificado el predicamento que nos tiene aquí reunidos, pensando al respecto: el fenómeno de las democracias que transmutan en algo irreconocible, pero con resonancias inquietantemente reconocibles. Y la vigilancia de la libertad de expresión, que aumenta cada vez más, en formas muy antiguas y también muy nuevas, al punto de que el aire se ha vuelto una especie de máquina cazadora de herejías. Parecería que rápidamente nos vamos acercando a lo que se siente como un punto muerto intelectual.
La última vez que vine a Suecia fue en 2017, para la Feria del Libro de Gotemburgo. Varios activistas me pidieron que boicoteara la feria, porque, a nombre de la libertad de expresión, había permitido que el periódico de extrema derecha Nye Tider instalara un puesto. En aquel momento les expliqué que sería absurdo que hiciera eso porque Narendra Modi, el Primer Ministro de mi país, quien era (y es) cálidamente bienvenido en el escenario mundial, es un miembro vitalicio de la RSS, una organización de extrema derecha Supremacista Hindú, fundada en 1925 y constituida a semejanza de las Camisas Negras, el ala paramilitar “voluntaria” del Partido Nacional Fascista de Mussolini.
En Gotemburgo, presencié la marcha del Movimiento de Resistencia Nórdico. La primera marcha nazi en Europa desde la segunda guerra mundial. En las calles, jóvenes antifascistas se movilizaron en su contra.
Pero hoy, un partido de extrema derecha, si bien no abiertamente nazi, es parte de la coalición gobernante en el gobierno sueco. Y Narendra Modi está en su noveno año como Primer Ministro de India.
El Primer Ministro de India Narendra Modi. Foto AFP / Indian Press Information Bureau
Al hablar sobre democracia fallida, me referiré sobretodo a India, no porque sea conocida como la mayor democracia del mundo, sino porque es el sitio que amo, el sitio que conozco y en el que vivo, el sitio que todos los días rompe mi corazón. Y que también lo cura.
Recuerden que lo que digo no es un llamado de auxilio, porque en India sabemos muy bien que la ayuda no llegará. Ninguna ayuda puede llegar. Hablo para contarles de un país que, a pesar de tener fallas, alguna vez estuvo lleno de excepcionales posibilidades, uno que ofrecía una manera radicalmente distinta de entender el significado de la felicidad, la plenitud, la tolerancia, la diversidad y la sustentabilidad, que aquella del mundo occidental. Todo eso se está extinguiendo, se está apagando espiritualmente.
La democracia de India está siendo sistemáticamente desmontada. Solo permanecen los rituales. El año que entra, seguramente escucharán mucho acerca de nuestras ruidosas y coloridas elecciones. Lo que no será aparente es que la cancha pareja -fundamental para una elección justa– en realidad es una empinada pared de roca en la cual prácticamente todo el dinero, los datos, los medios, la gestión electoral y el aparato de seguridad están en manos del partido gobernante. El instituto sueco V-Dem, con su detallada y extensa base de datos que mide la salud de las democracias, categoriza a India como una “autocracia electoral”, junto con El Salvador, Turquía y Hungría, y predice que probablemente las cosas empeoren. Hablamos de 1.4 mil millones de personas que salen de la democracia y entran a la autocracia. O peor.
El proceso de desmantelar la democracia comenzó mucho antes de que Modi y la RSS asumieran el poder. Hace 15 años, escribí un ensayo llamado La debilitada luz de la democracia. En aquel momento, el Partido del Congreso, un partido de viejas élites feudales y tecnócratas, recién y entusiastamente unidas al libre mercado, estaba en el poder. Leeré un breve pasaje del ensayo -no para mostrar que tenía razón- sino para describir cuánto ha cambiado desde entonces:
Mientras seguimos discutiendo si hay vida después de la muerte, ¿podemos añadir otra pregunta al carrito? ¿Hay vida después de la democracia? ¿Qué tipo de vida va a ser?
Así que realmente la pregunta es, ¿qué le hemos hecho a la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué sucede después de que la democracia es acabada? ¿Cuando la han ahuecado y vaciado de significado? ¿Qué ocurre cuando cada una de sus instituciones ha hecho metástasis en algo peligroso? ¿Qué ocurre ahora que la democracia y el Libre Mercado se han fusionado en un solo organismo predatorio, con una pobre, constreñida imaginación que gira casi por completo alrededor de la idea de maximizar las ganancias?¿Es posible revertir este proceso? ¿Puede algo que mutó regresar a lo que era antes?
Eso fue en 2009. Cinco años después, en 2014, Modi fue elegido Primer Ministro de India. En estos nueve años, India ha cambiado hasta ser irreconocible. La “república socialista, secular”, que se rige por la Constitución de India, casi ha dejado de existir. Las grandes luchas por la justicia social, y los perseverantes, visionarios movimientos ambientalistas fueron aplastados. Ahora rara vez hablamos sobre los moribundos ríos, los decrecientes niveles freáticos, los bosques que desaparecen o los glaciares que se derriten. Porque esas preocupaciones fueron remplazadas por un temor más inmediato. O una euforia, dependiendo de qué lado de la línea ideológica estés.
Un simpatizante de Narendra Modi, en un mitin. Foto AP / Mahesh Kumar A.
India, en la práctica, se ha convertido en un estado hinduista corporativo y teocrático, un estado severamente controlado por la fuerza policial, un estado aterrador. Las instituciones que fueron vaciadas por el régimen anterior, sobre todo los medios mainstream, ahora hierven con fervor supremacista hinduista. Al mismo tiempo, el libre mercado ha hecho lo que hace el libre mercado. Brevemente, según el informe 2023 de Oxfam, uno por ciento de la población de India es dueña de más de 40 por ciento de la riqueza total, mientras que 50 por ciento de la población (700 millones de personas) tiene cerca de tres por ciento de la riqueza. Somos un país muy rico de gente muy pobre.
Pero, la ira y el resentimiento que esta desigualdad provoca, en vez de estar dirigido hacia aquellos que podrían ser responsables de algunas de estas cosas, es cosechado y enfocado contra las minorías en India. Los 170 millones de musulmanes, que componen 14 por ciento de la población, están en la línea de fuego. El pensamiento mayoritario, sin embargo, cruza las barreras sociales y de casta, y también tiene un enorme seguimiento en la diáspora.
En enero de este año, la BBC transmitió un documental de dos partes, titulado India: The Modi Question. Seguía el viaje político de Modi desde su debut en 2001 como Ministro Jefe del estado de Gujarat a sus años como Primer Ministro de India. La cinta sacó a la luz pública, por primera vez, un informe interno encargado por el Ministerio de Relaciones Exteriores británico en abril de 2002, acerca del pogromo antimusulmán que se realizó en Gujarat, durante el mandato de Modi, en febrero y marzo de 2002, justo antes de las elecciones del Congreso Estatal.
Ese informe investigativo, embargado durante todos estos años, simplemente corrobora lo que activistas de India, periodistas, abogados, dos policías de alto rango y testigos de la violación masiva y la masacre, han dicho durante años. Calcula que “al menos 2 mil” personas fueron asesinadas. Llama a la masacre un pogromo previamente planeado, con “todas las características de una limpieza étnica”. Dice que fuentes confiables les informaron que cuando comenzaron los asesinatos, se le ordenó a la policía no intervenir. El informe culpa del pogromo a Modi.
La cinta está prohibida en India. Se ordenó a Twitter y YouTube que bajaran todos los vínculos a ella. Inmediatamente obedecieron. El 21 de febrero, en las oficinas de la BBC en Delhi y Mumbai se hizo una redada policial, con agentes de Hacienda. Así como había ocurrido en las oficinas de Oxfam. Así como lo hicieron en las oficinas de Amnistía Internacional. Como lo han hecho en los hogares y las oficinas de muchos de los principales políticos de oposición. Como lo han padecido casi todas las ONGs que no están alineadas con el gobierno. Mientras Modi fue legalmente absuelto por la Suprema Corte del pogromo de 2002, los activistas y los policias que se atrevieron a acusarlo de complicidad, basados en una montaña de evidencia y testimonios de testigos, están en prisión o enfrentan juicios criminales.
Mientras, muchos de los asesinos convictos salieron bajo fianza o bajo libertad condicional. En agosto pasado, en el 75 aniversario de la independencia de India, 11 convictos salieron de prisión. Habían estado cumpliendo cadena perpetua por violación en grupo de una mujer musulmana de 19 años de edad, Bilkis Bano, durante el pogromo de 2002, y por asesinar a 14 integrantes de su familia, incluyendo a su sobrina de un día de nacida y a su hija de tres años de edad, Saleha, a quien le estrellaron la cabeza contra una roca. Les otorgaron una amnistía especial. Afuera de los muros de la prisión, los asesinos-violadores fueron recibidos como héroes, y les colocaron guirnaldas. Una vez más, había una elección estatal a la vuelta de la esquina. La amnistía especial fue parte de nuestro proceso democrático.
Un policía y un guardia de seguridad privada afuera del edificio de la BBC en Delhi, en febrero de 2023. Foto AP/ Altaf Qadri
Hoy, más temprano, el profesor Timothy Snyder preguntó: “¿Qué es la libertad de expresión?” Que nada de lo que he dicho los lleve a concluir que no hay libertad de expresión en India. Hay libertad de expresión y de acción. Bastante.
Los conductores de televisión mainstream pueden, con libertad, mentir, demonizar y deshumanizar a las minorías, de manera tal que provocan daños físicos o encarcelamientos. Los dioses-hombres hindúes y las turbas, con espadas desenvainadas, pueden llamar al genocidio y a la violación en grupo de musulmanes. Los dalit y los musulmanes pueden ser azotados públicamente y linchados a plena luz del día y se suben los videos a YouTube. Las iglesias pueden ser atacadas con libertad, los sacerdotes y las monjas pueden ser golpeadas y humilladas.
En Cachemira, la única región en India mayoritariamente musulmana, donde el pueblo ha luchado por la autodeterminación durante casi tres décadas, donde India mantiene la más densa administración militar en el mundo, y a donde los periodistas extranjeros tienen prohibido ir, el gobierno se ha dado la libertad de apagar virtualmente toda libertad de expresión -en línea y cualquier otra- y de encarcelar a periodistas locales.
En ese hermoso valle, cubierto de panteones, el valle del cual no salen noticias, la gente dice, “en Cachemira, los muertos están vivos, y los vivos solo son muertos fingiendo”. Muchas veces se refieren a la democracia de India como “demoniacamente enloquecida” (N de la T: “demon-crazy”, en referencia a “democracy”).
En 2019, semanas después de que Modi y su partido ganaran un segundo término, el estado de Jammu y Cachemira fue unilateralmente despojado de su calidad de estado y del estatus semiautónomo que le garantiza la constitución de India. Poco después, el Parlamento aprobó la enmienda a la Ley de Ciudadanía (CAA, por sus siglas en inglés). Esta nueva ley manifiestamente discrimina a los musulmanes. Bajo ella, la gente, sobre todo los musulmanes, ahora temen perder su ciudadanía.
La CCA complementará el proceso de crear un Registro Nacional de Ciudadanos (NRC, por sus siglas en inglés). Para ser incluidas en el Registro Nacional de Ciudadanos, las personas deben mostrar una serie de “documentos de legado” aprobados por el estado – un proceso que no es distinto a lo que las Leyes de Nurenberg de la Alemania Nazi le solicitaban al pueblo alemán. Dos millones de personas del estado de Assam ya fueron sacadas del Registro Nacional de Ciudadanos y podrían perder todos sus derechos. Están construyendo enormes centros de detención, y muchas veces esa dura labor es realizada por los futuros internos -aquellos que son designados “extranjeros declarados” o “votantes dudosos”.
Musulmanes, durante Ramadán, en Bombay. Foto AP/ Rajanish Kakade
Nuestra nueva India es una India de disfraces y espectáculos. Imaginen un estadio de críquet en Ahmedabad, Gujarat. Se llama Estadio Narendra Modi y tiene una capacidad de 132 mil personas. En enero de 2020 estaba lleno, para el mitin Namastey Trump, en el cual Modi felicitó al entonces presidente estadunidense Donald Trump. Parado, saludando a la muchedumbre, en la ciudad donde, durante el pogromo de 2002, los musulmanes fueron masacrados a plena luz del día y decenas de miles tuvieron que abandonar sus hogares y donde los musulmanes todavía viven en guetos, Trump alabó a India por ser tolerante y diverso. Modi pidió una ronda de aplausos.
Al día siguiente, Trump llegó a Delhi. Su arribo a la capital coincidió con otra masacre. Una diminuta, en esta ocasión, una mini masacre para los estándares de Gujarat. En un barrio de clase trabajadora, a escasos kilómetros del fino hotel de Trump y no lejos de donde vivo. Vigilantes hindúes, una vez más, agredieron a musulmanes. Una vez más, la policía no intervino. La provocación fue que en el área había habido protestas contra la antimusulmana enmienda a la Ley de Ciudadanía. Cincuenta y tres personas, la mayoría musulmana, fueron asesinadas. Cientos de negocios, hogares y mezquitas fueron incendiadas. Trump no dijo nada.
Grabada en algunas de nuestras mentes, hay un diferente tipo de imagen de aquellos terribles días: un joven musulmán yace gravemente herido, cercano a la muerte, en una calle en la capital de India. Lo golpean y los policías lo obligan a cantar el himno nacional de India. Unos días después falleció. Su nombre era Faizan. Tenía 23 años de edad. No se han levantado cargos contra ninguno de esos policías.
Nada de esto debería importarle mucho a los rectores del mundo democrático. De hecho, nada de esto les importa. Porque, después de todo, hay negocios que atender. Porque India es, actualmente, el bastión de occidente (o al menos eso esperan), contra una China en crecimiento, y porque en el libre mercado puedes intercambiar un poco de violación tumultuaria y linchamiento o una pizca de limpieza étnica o algo de grave corrupción financiera a cambio de una generosa orden de compra de aviones de combate o aviones comerciales. O petróleo comprado de Rusia, refinado, despojado del estigma de las sanciones estadunidenses y vendido a Europa y, sí, o al menos eso informan nuestros periódicos, también a Estados Unidos. Todos contentos. Y, ¿por qué no?
Para los ucranios, Ucrania es su país. Para Rusia, es una colonia, y para Europa Occidental y Estados Unidos, es una frontera. (Como Vietnam lo fue. Como Afganistán lo fue.) Pero, para Modi, simplemente es otro escenario en el cual presentarse. Esta vez para jugar el papel de estadista-pacificador y ofrecer homilías como “Este no es tiempo para la guerra”.
Acto hindú, en Hyderabad. Foto AP/ Mahesh Kumar A.
Adentro de lo que cada vez se parece más a una secta, hay una sofisticada jurisdicción. Pero no hay igualdad ante la ley. Las leyes se aplican de forma selectiva dependiendo de la casta, la religión, el género y la clase. Por ejemplo, un musulmán no puede decir lo que los hindúes sí pueden. Una persona de Cachemira no puede decir lo que los demás sí pueden. Esto hace que la solidaridad, defenderse unos a otros, sea más importante que nunca. Pero eso también se ha vuelto una actividad peligrosa.
Desafortunadamente, justo en un momento así, la lista de cosas que no se pueden decir y de palabras que no deben ser pronunciadas, se alarga. Hubo un tiempo en el que los gobiernos y los medios mainstream controlaban las plataformas que controlaban la narrativa. En occidente, eso sería, en su mayoría, personas blancas. En India, brahmanes. Y luego, claro, hay gente fatwa, para la cual la censura y el homicidio significan lo mismo.
Pero hoy, la censura se ha vuelto una batalla de todos contra todos. El fino arte de ser ofendido se ha vuelto una industria global. La pregunta es, ¿cómo se negocia con esta máquina con cabeza de hidra, multi-miembros, con vista de halcón, siempre vigilante, cazadora de herejes? ¿Es posible hacerlo o es una marea que debe bajar antes de que siquiera lo podamos discutir?
En India, así como en otros países, convertir la identidad en un arma, como forma de resistencia, se volvió la respuesta dominante a convertir la identidad en un arma, como forma de opresión. Aquellos que históricamente hemos sido oprimidos, esclavizados, colonizados, estereotipados, borrados, no escuchados ni vistos, justo por nuestras identidades -nuestra raza, casta, etnicidad, género y preferencia sexual- ahora reforzamos, desafiantemente, esas identidades para enfrentar esa opresión.
Foto AP/ Rajesh Kumar Singh
Es un momento poderoso, explosivo, en el cual, posibilitado por las redes sociales, un enojo incandescente, salvaje, derriba viejas ideas, viejos patrones de comportamiento, suposiciones que nunca fueron cuestionadas, palabras cargadas y un lenguaje lleno de prejuicios e intolerancia. La intensidad y lo repentino del hecho, sacudió al mundo complaciente, y lo llevó a repensar, reimaginar e intentar encontrar una mejor manera de hacer y decir las cosas. Irónicamente, casi asombrosamente, este fenómeno, este ajuste, parece estarse moviendo en sintonía con nuestro bandazo hacia el fascismo.
Esta explosión tiene aspectos profundos y revolucionarios, y también aspectos absurdos y destructivos. Es fácil enfocarse en los aspectos más extremos y usar estos para empañar y desechar todo el debate. (Por ejemplo: ¿Las mujeres [women] deberían ahora llamarse ‘personas que menstruan’? ¿Debería de ser despedido sumariamente un profesor de arte en Estados Unidos que enseña la rica diversidad del Islam, por mostrarle a sus alumnos una pintura del siglo XIV del profeta Mohama, después de anunciar que lo hará y permitirles salir a todos los alumnos que podrían sentirse ofendidos o molestos por ello? ¿Debe haber una jerarquía del sufrimiento histórico, inmutable y establecida, que todos deben aceptar?)
Ese es el combustible que la extrema derecha usa para consolidarse. Pero, darse por vencido, con temor y sin cuestionar, como hacen muchos de los que se creen liberales y de izquierda, es faltarle el respeto a esta transformación. Porque, en la política de la identidad, ocurre, demasiadas veces, un importante pivote, una bizagra, que, cuando se invierte, empieza a reforzar y a replicar justo lo que desea resistir. Eso sucede cuando la identidad se desagrega y se atomiza en micro-categorías.
Hasta esas micro-identidades desarrollan una poderosa jerarquía y una micro-elite, normalmente localizada en grandes ciudades, grandes universidades, con capital de las redes sociales, que inevitablemente imita el mismo tipo de exclusión, borrado y jerarquía que al inicio era cuestionado.
Si nos encerramos en las celdas de las etiquetas e identidades que nos dieron aquellos que siempre han tenido poder sobre nosotros, podemos, en el mejor de los casos, escenificar un motín carcelario. No una revolución. Y los custodios aparecerán, para restaurar el orden. De hecho, ya están en camino. Cuando nos compramos la cultura de proscripción y censura, eventualmente siempre es la derecha, y normalmente el status quo, el que se beneficia desproporcionadamente.
Aislarnos en comunidades, grupos religiosos y de casta, etnicidades y géneros, reducir y achatar nuestras identidades, y meterlas en silos, excluye la solidaridad. Irónicamente, ese era, y es, el máximo fin del sistema de castas hindú en India. Divide a la gente en una jerarquía de inviolables compartimentos y ninguna comunidad puede sentir el dolor de otra, porque están en constante conflicto.
Funciona como una intrincada máquina administrativa/de vigilancia, auto-operante, en la cual la sociedad se administra/vigila, y, en el proceso, se asegura de que las dominantes estructuras de opresión se mantengan en su lugar. Todos, menos los que están hasta arriba y hasta abajo -y estas categorías también son minuciosamente clasificadas- son oprimidos por alguien y tienen a alguien que oprimir.
Simpatizantes de Narendra Modi. Foto AFP/ R. Satish Babu
Una vez que este laberinto de cables conectados a trampas está en su lugar, casi nadie puede pasar la prueba de la pureza y lo correcto. En definitiva, casi nada de lo que alguna vez se creyó era buena o gran literatura. Shakespeare, no, seguro. Tolstoi, no. Dejando a un lado su imperialismo ruso, imaginen asumir que podía comprender la mente de una mujer llamada Anna Karenina. Dostoevsky, no, solo se refiere a las mujeres viejas como “viejas brujas”. Bajo sus estándares, yo calificaría como una vieja bruja, seguro. Pero de todos modos me gustaría que la gente lo leyera.
O, si quieren, intenten leer The Collected Works of Mahatma Gandhi. Les puedo garantizar que estarán horrorizados con todos los aspectos; raza, sexo, casta, clase. ¿Significa que debería estar prohibido? ¿O ser reescrito? Ni siquiera Jane Austen pasaría la prueba. Sobra decir que, bajo estos estándares, todos los libros sagrados de todas las religiones no alcanzarían a pasar la prueba. En medio del evidente ruido en el discurso público, rápidamente nos vamos acercando a una especie de punto muerto intelectual. La solidaridad nunca puede ser impoluta. Debe ser desafiada, analizada, discutida, calibrada. Al excluir algo, reforzamos justo lo que aseguramos que luchamos en contra de.
¿Qué efecto tiene todo esto sobre la literatura? Como escritora de ficción, pocas cosas me perturban tanto como la palabra “apropiación”, que es uno de los llamados de la nueva censura. En este contexto, apropiación, descrito de forma simple, se refiere a los predadores, hasta los predadores arrepentidos, que intentan escribir o representar, hablar por encima de o contar las historias de su presa a nombre de ella. Es bastante sucio, y un útil principio a tener en mente al criticar algo.
Pero no es una buena razón para prohibir o censurar cosas. Sí, el micrófono fue acaparado. Sí, hemos escuchado demasiado de cierto tipo de gente y demasiado poco de otros. Pero el tejido de la vida es denso e intrincado, sus criaturas y sus hazañas no pueden ser reducidas a lo esencial ni catalogadas de forma tan fácil y poco inteligente.
Hablando específicamente de la ficción, no puede haber ficción sin apropiación. Porque nosotros, los escritores de ficción, también somos predadores. Si los asesinos seriales son despiadados sociópatas, los novelistas son despiadados apropiadores. Para construir nuestros mundos de ficción, nos apropiamos de todo lo que se cruza en nuestro camino y lo ponemos todo en juego. Eso es lo que hace a las grandes novelas peligrosas y reveladoras.
En lo que a mi se refiere, he intentado aprender mi oficio no solo de los escritores políticamente irreprochables, como Toni Morrison y James Baldwin, sino también de los imperialistas, como Kipling, y de intolerantes, racistas y agitadores y granujas que escriben de forma hermosa. ¿Deberían de ser ahora reescritos, para marchar al ritmo de algún estrecho manifiesto?
La reciente decisión de reeditar la obra de Roald Dahl -dios mío, ¿quién sigue? ¿Nabokov? ¿Va a desaparecer Lolita de nuestros estantes? ¿O será modificado su rol a la de una encubierta activista preadolescente? ¿Se repintarán antiguas obras maestras? ¿Despojadas de la mirada masculina? Es tan triste siquiera tener que decir todo esto. ¿Dónde nos dejará? ¿En una costa sin huellas? ¿En un mundo sin historia?
Si la literatura es inmovilizada con esta red de mil enredados hilos, se volverá una especie de rígido y pesado manifiesto. Y, tristemente, aquellos que patrullan con tanto entusiasmo, no solo petrifican a otros, también se petrifican a sí mismos. Plantan minas que saben que ellos mismos inevitablemente pisarán. En desconfiadas, recelosas mentes no puede haber baile. Solo el pesado y precavido pisar de este nuevo lenguaje. Neolengua [N de la T: El idioma creado por George Orwell en su novela 1984].
En todo caso, orillarla a la clandestinidad no hará que se vaya. Si estos debates se pueden realizar sin el acoso y el deseo de venganza que los acompañan, entonces, definitivamente, junto con el usual caos de prejuicios, racismo y sexismo, habrá gloriosas voces nuevas contando historias que nunca han sido contadas, dejando mucho del pasado en vergüenza.
En Bombay. Foto AP/ Rajanish Kakade
Dicho esto, nunca es mala idea poner mucha atención a las palabras. Porque a veces, una palabra puede significar un universo.
Por ejemplo, cuando me convertí en una novelista publicada, en las ocasiones en que hablaba afuera de India, me presentaban, la mayoría de las veces, como una “Mujer Escritora de India”. (En India, era “la primera mujer de India que gana el Premio Booker”). Cada vez que esto sucedía, me estremecía por dentro y me preguntaba sobre esta forma de etiquetar a alguien.
¿Era necesario o era una forma de limitar y circunscribirlo? Después de todo, estábamos hablando de literatura, no de una solicitud de visa. Me estremecía porque constantemente era sermoneada por hombres privilegiados y que creen tener derecho a ello, no solo en lo privado, sino en las portadas de los periódicos, acerca de cómo escribir, qué escribir, qué tono tener, qué temas serían apropiados para una escritora (mujer) como yo. Cuentos para niños, era la sugerencia más mencionada. La ficción no parecía molestarles tanto como la no-ficción, aunque en principio estuvieran de acuerdo con lo que estaba diciendo.
En una ocasión, fui llevada ante la Suprema Corte de India por desacato al tribunal, por escribir sobre las grandes presas. Durante el juicio, sus Señorías, los hermanos jueces se referían a mi como ‘esa mujer’, mientras, exasperados, discutían mi ensayo. Como si no estuviera parada ahí, frente a ellos. En privado, me refería a mí misma como la Prostituta (Hooker) que ganó el Booker. Cuando me negué a disculparme en la Corte, me dijeron que no me estaba comportando como un “hombre razonable” y me enviaron a prisión por un día.
Las cosas han cambiado desde entonces. Cada una de estas palabras en esa ficha de presentación -de India, Mujer y escritora- sería, hoy, el objeto de un ansioso y complicado cuestionamiento y casi irreconciliable conflicto. ¿Quién es una mujer? O, de hecho, ¿quién es un humano? ¿Qué es un país? Y, en la era de la Open AI y el ChatGPT, ¿quién o qué es un escritor?
Ahora sabemos, aunque muchos no lo acepten, que la frontera entre masculino y femenino es fluida, y no como la convención ha asumido que es. Pero, ¿qué pasa con la frontera entre el ser humano y la máquina, entre el arte y la programación, entre la inteligencia artificial y la conciencia humana? ¿Son tan innatas como pensábamos?
En Bombay. Foto AP/ Rajanish Kakade
La era de los ChatBots está aquí, y algunos llaman a la Inteligencia Artificial la cuarta revolución industrial. ¿Se irán eliminando gradualmente a los escritores, los periodistas, los artistas y los compositores de la misma manera en que los tejedores, los artesanos, los obreros y los campesinos lo fueron? (Quizá así como los artefactos “hechos a mano” y las prendas “tejidas a mano”, las novelas regresarán a ser “escritas a mano” y se venderán en ediciones limitadas, como obras de arte o no como literatura). ¿El ChatGPT o Sydney o Bing producirá literatura de mejor manera?
El gran lingüista Noam Chomsky cree que no. Si lo comprendo correctamente, él sostiene que un programa de aprendizaje artificial puede producir ciencia artificial o arte artificial, al procesar un casi infinito volumen de datos a una alta velocidad, pero nunca puede reemplazar las complejas habilidades del instinto humano.
Hay una gran ansiedad en torno a qué podría pasar si la Open AI llega al mundo sin regulaciones. Como debería tener.
En cuanto a la literatura, mi preocupación no es tanto si los Chatbots van a reemplazar a los escritores. (Quizá soy un poco demasiado vieja y un poco demasiado vanidosa para eso. O quizá simplemente no veo a la literatura como un “producto”. El dolor, el placer, la pura locura del proceso es la única razón por la que escribo). Mi preocupación es que, dado el monto de datos e información que los escritores humanos -ya ven, lo dije, dije “escritores humanos”- tienen que procesar estos días, y dado el laberinto de cables conectados a trampas que tenemos que lidiar para no cometer errores y ser políticamente perfectos, el peligro es que los escritores pierdan sus instintos y se vuelvan Chatbots. Quizá entonces haya una transferencia de almas. Entonces, los Chatbots parecerán ser Almas Verdaderas y las Almas Verdaderas serán Chatbots que fingen.
En medio de toda esta fluidez y porosidad, las únicas fronteras que parecen endurecerse son las fronteras entre las naciones-estado. Esas siguen integradas, patrulladas. Cuando son traspasadas por ejércitos, la llamamos guerra. Cuando son traspasadas por personas, la llamamos crisis de refugiados. Cuando es traspasada por el movimiento no regulado del capital, lo llamamos libre mercado. La moderna nación-estado está ahí arriba con Dios, como una idea por la cual vale la pena asesinar o morir. Pero ahora, en la era digital, ¿nos dirigimos hacia un nuevo tipo de estado? El estado Electrónico, o lo que llaman un Estado en un Teléfono Inteligente. Un Estado Avatar, digamos.
Fundado por la USAID y apoyado por los Gigantes Tecnológicos -Amazon, Apple, Google, Oracle-, ya casi tenemos el Estado Avatar encima. En 2019, el gobierno de Ucrania lanzó DIIA, una app de identificación digital para teléfonos inteligentes. Además de ofrecer más de 100 servicios gubernamentales, DIIA puede albergar pasaportes, certificados de vacunación y otras identificaciones. La ciudad DIIA es su capital financiera extraterritorial -una especie de centro de capital de riesgo, donde los ciudadanos se pueden registrar y hacer negocios.
Después de la invasión rusa, DIIA, inicialmente concebida como una herramienta burocrática para asegurar “transparencia y eficiencia”, fue, en palabras de Samantha Power, administradora de la USAID, “reconvertida para la guerra”. Según dicen, DIIA ofrece un tremendo servicio para el valiente pueblo de Ucrania. Ahora tiene un canal de noticias gubernamental 24/7, para que los ciudadanos se pongan al día respecto a la guerra. Los refugiados lo pueden usar para registrarse y solicitar indemnización. Los ciudadanos supuestamente lo pueden usar para subir información sobre colaboradores y fotografías de movimientos de tropas rusas. Una especie de red de inteligencia y vigilancia pública en tiempo real, operada por ciudadanos de a pie.
Cuando comenzó la guerra, los datos privados que estaban en DIIA fueron transferidos, puestos en custodia, en discos duros de Amazon, con grado militar, llamados AWS snowballs, el equivalente terrestre de la Nube, y fueron transportados fuera de Ucrania y subidos a la Nube. En una guerra tan devastadora como la que los ucranios luchan y resisten, si un pueblo está completamente alineado detrás de su gobierno, entonces tener tu Estado en un teléfono inteligente seguramente trae increíbles ventajas. Pero, ¿estas ventajas también se aplican en tiempos de paz? Porque, como sabemos por Edward Snowden, la vigilancia es una calle de dos sentidos. Nuestros teléfonos son nuestros íntimos enemigos, también nos espían.
Para “proteger al mundo democrático”, la USAID planea llevar DIIA o su equivalente a otros estados. Países como Ecuador, Zambia, la República Dominicana, están a la cabeza de la fila. La preocupación es que una vez que una app como DIIA es “readaptada para la guerra”, ¿puede ser “des-readaptada” para la paz? ¿Puede una ciudadanía que fue convertida en un arma, ser des-convertida en un arma? ¿Pueden los datos privatizados ser desprivatizados?
En Bombay. Foto AP/ Rajanish Kakade
India también lleva camino andado en esta dirección. Durante el primer término de Modi como Primer Ministro, Reliance Industries, entonces la mayor compañía en India, lanzó JIO, una red wifi gratuita que venía como parte de un teléfono inteligente muy barato. Una vez que logró sacar del mercado a la competencia, comenzó a cobrar una pequeña cuota. JIO convirtió a India en el mayor consumidor de datos wifi en el mundo -más que China y Estados Unidos juntos.
En 2019, había 300 millones de usuarios de teléfonos inteligentes. Junto con todos los innegables beneficios de estar conectados al internet, estas millones de personas se volvieron una audiencia cautiva para mensajes de odio y de socialmente radioactivas e interminables noticias falsas, que fluyen incansablemente a sus teléfonos a través de las redes sociales. Aquí es donde verás a India sin adornos.
Aquí es donde se amplifican esos llamados al genocidio y a la violación masiva de musulmanes; donde videos de vengativos guerreros hindúes masacrando a musulmanes, falsos videos de musulmanes asesinando a hindúes y de vendedores de fruta musulmanes disimuladamente escupiéndole a la fruta para propagar el covid (así como los judíos en la Alemania Nazi fueron acusados de propagar la tifus), son difundidos para llevar a la gente a un frenesí de rabia y odio. Los canales de los Supremacistas Hindúes en las redes sociales son a los medios mainstream, lo que una milicia justiciera es a un ejército convencional. Las milicias pueden hacer cosas que son ilegales para un ejército convencional.
La revolución digital en India es un ejemplo perfecto de cómo los intereses de los grandes negocios y de la Supremacía Hindú coinciden perfectamente. A medida que los ciudadanos de India, a millones, ingresan a la arena digital, vidas completas pasan a ser vividas en línea, la educación, la atención a la salud, los negocios, los bancos, la distribución de las raciones de alimentos a los pobres. Las empresas de las redes sociales tienen que estar cada vez más atentas al gobierno, que controla esta alucinante participación en el mercado.
Porque, cuando ese gobierno no está contento, como a menudo sucede, simplemente puede apagar todo. Estamos en espera de la nueva draconiana Ley Digital 2023 de India, que le dará al gobierno inimaginables poderes sobre el internet. India ya impone más apagones de internet que ningún otro país del mundo.
En 2019, durante meses, los 7 millones de habitantes del valle de Cachemira fueron puestos bajo un total asedio de telecomunicaciones e internet. Nada de llamadas telefónicas, nada de textos, nada de mensajes, nada de OTPs, nada de internet. Nada. Y no hubo quien les pusiera un satélite de Starlink.
Hoy [22 de marzo de 2023], el estado de Punjab, con una población de 27 millones, padece su cuarto día consecutivo de apagón de internet, porque la policía caza un fugitivo político y está preocupada de que vaya a reunir apoyo.
Se pronostica que para 2026, India tendrá un mil millones de usuarios de teléfonos inteligentes. Imagina ese volumen de datos en una app DIIA hecha para India. Imagina todos esos datos en manos de empresas privadas. O, por otro lado, imagínalo en manos de un estado fascista y sus simpatizantes indoctrinados y convertidos en armas.
Por ejemplo, digamos que tras aprobar una nueva ley de ciudadanía, el país X manufactura millones de “refugiados” de sus propios ciudadanos. No los puede deportar, no tiene el dinero para construir cárceles para todos. Pero el país X no necesitará un Gulag o campos de concentración. Simplemente puede apagarlos. Puede apagar al Estado en sus Teléfonos Inteligentes. Podría entonces tener una amplia población dedicada a los servicios, virtualmente una subclase laboral sin derechos, sin salario mínimo, derecho al voto, atención a la salud o raciones de alimentos.
No necesitarán aparecer en los registros. Mejorarían enormemente las estadísticas del país X. Podría ser una operación bastante eficiente y transparente. Hasta podría parecer una gran democracia.
¿Cómo olería un Estado así? ¿O a qué sabría? ¿Algo irreconocible? ¿O algo muy reconocible?
Gracias por su paciencia. Por ahora, los dejo con estos pensamientos. ¿Qué es un país? ¿Qué es un Estado? ¿Qué es un ser humano? ¿Y quién o qué es un escritor?
22 de marzo de 2023, Estocolmo
El texto es una versión editada de “Acercándonos a un Punto Muerto: La Libertad de Expresión y la Democracia Fallida”, que primero fue publicado en Literary Hub (https://lithub.com/approaching-gridlock-arundhati-roy-on-free-speech-and-failing-democracy/). Se reproduce con autorización de la escritora.
Traducción: Tania Molina Ramírez
*Arundhati Roy es autora de las novelas The Ministry of Utmost Happiness y The God of Small Things, y de My Seditous Heart (colección de ensayos), entre otras obras, y activista por los derechos humanos y el medio ambiente.