Lo extraño no es que Porfirio Díaz escogiera un modelo de universidad autoritario y elitista como adecuado a sus concepciones del ejercicio del poder en la modernización del país. Lo sorprendente es que 110 años después esa concepción de la universidad –con su gobierno en manos de pocos y la casi total exclusión de estudiantes– se siga utilizando y defendiendo a pesar de que en este último siglo el país y la sociedad mexicana cambiaron radicalmente, y a pesar de que una y otra vez con cada conflicto aparece clara la enorme dificultad que tiene el modelo para entender, retomar y procesar las demandas y visiones de las y los estudiantes. En el diseño de Porfirio Díaz el gobierno de la universidad está fundamentalmente en manos de una burocracia lejana que no es electa por la comunidad, y que –con 12 funcionarios– está en el Consejo Universitario sólo por ser burocracia. Por otro lado, hay nueve académicos electos pero –sumamente significativo– sólo cinco representantes estudiantiles ( Fiestas del Centenario, 65-66). Evidentemente, con un modelo así (que sigue vigente, aunque con diferencias en las proporciones) las demandas e intereses de las y los estudiantes tienden a no ser tomadas en cuenta. Y eso, como hoy vemos, genera respuestas radicales.
Las autoridades tienen el poder y lo ejercen: cuando el 10 de marzo pasado se declara el paro en toda la Universidad Autónoma de México (UAM), se estaba aprobando una modificación del Reglamento Orgánico que cambiará la forma de trabajo de los académicos. Y la votación de ese día (en otras ocasiones hay más consejeros presentes) es reveladora de la dinámica en ese órgano colegiado: votaron 31 personas, y el cambio se aprobó con los 21 votos de los funcionarios y menos de 10 entre académicos y estudiantes, pues hubo varias abstenciones. El tema no es sólo que las autoridades casi siempre ganen votaciones, es también que las estructuras rígidas y autoritarias sumen a las instituciones en una creciente falta de dinamismo.
Las actuales condiciones de rebeldía de las jóvenes representan una oportunidad única para que la UAM recupere gran parte de su dinamismo. Si las autoridades optan por ofrecer sólo parches y remedios para conseguir que –ya, rápido y como sea– el paro se levante, no se habrá resuelto lo fundamental: que la crisis la generó un modelo de distribución del poder que deja en el último lugar a los estudiantes. Y que entonces hay que trabajar junto con ellas y ellos para dar pasos concretos que permitan que puedan ser más fácilmente escuchados y sus demandas tener un mayor poder en la institución. Esto significa crear espacios democráticos donde en lugar de los rectores y directores como solos actores protagónicos e importantes sean también las y los estudiantes un factor de primera importancia.
Demandar esto ahora, un siglo después, ya no es pedir algo extraordinario porque durante estas décadas recientes, mientras la universidad dormía, surgieron tres tendencias que abren la puerta a este tipo de cambios en las relaciones de poder. La primera es la aparición e institucionalización de los derechos humanos. “Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social… o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas.” (Art. 1º de la Constitución). Esto vuelve inaceptable la existencia de minorías que por razones como el género o la edad (hombres y mujeres jóvenes) tienen menos derechos que otros a la hora de participar en la universidad.
La segunda, hoy ya también es mandato constitucional que en los procesos educativos y, por supuesto, en las instituciones, se “priorizará el interés superior de… jóvenes en el acceso, permanencia y participación en los servicios educativos”. (Art. 3º). En este marco, la interpretación de las leyes orgánicas de hace 80 o 50 años puede cambiar. El Reglamento Orgánico de la UAM hace casi medio siglo trajo una expansión enorme del poder de los directivos; igual puede hacerse ahora con otros grupos institucionales.
Y, finalmente, en tercer lugar, ahí están los movimientos estudiantiles que en las pasadas décadas han puesto a la universidad en vilo y han expresado demandas muy claras a las que debemos una respuesta concreta: no a la selección discriminatoria para el ingreso y no a la exclusión que sobre todo afecta a las mujeres, no a las colegiaturas y no a la indiferencia institucional frente a la exclusión y el maltrato a las mujeres y frente a mayorías sociales explotadas y subordinadas.
Porfirio Díaz creó una universidad elitista donde importaba la excelsitud de la sabiduría de unos cuantos y donde las y los estudiantes valían muy poco. Pero ese es hoy un mandato que las jóvenes estudiantes ya no quieren aceptar. ¿Por qué insistirles en que lo respeten? Es tarde ya, es hora de cambiar.
*UAM-X.