En las últimas décadas una ciencia crítica nos ha develado mediante análisis rigurosos y bien fundamentados los grandes problemas que enfrenta la humanidad, y que los poderes dominantes habían logrado ocultar mediante propaganda. Entre los más notables están las emergencias ambientales y climáticas, la enorme desigualdad social, el papel de los bancos ocultos que dominan el mundo financiero, y las biografías detalladas de los más ricos del planeta. Ahora toca su turno a otra realidad de la que poco se habla y menos se discute y analiza: la justicia agraria.
¿Cómo está distribuida la tierra en el planeta? Para responder esta pregunta era necesario contar con información censal de cada país, y eso fue lo que inició la FAO desde 1930, realizando cada diez años el World Census of Agriculture (Censo Mundial sobre Agricultura). El proyecto fue ambicioso y titánico por la gran cantidad de datos que integra. Tuvimos que esperar la llegada de las computadoras y de programas capaces de manejar millones de datos, para lograr análisis profundos y confiables. Hoy, contamos ya con un panorama bastante aproximado de la realidad rural producto del trabajo laborioso de equipos de investigadores. Para comenzar hoy sabemos que existen en el mundo entre 570 millones de unidades agrarias ( farms o holdings), dato para 2016 en 167 países, y 608 millones cifra reportada en 2021 para 179 países (ver: https://www.sciencedirect.com/science/ article/pii/S0305750X2100067X).
Estas cifras se distribuyen de la siguiente forma: China (34 por ciento), India (24 por ciento) Asia del Este (15 por ciento), África Subsahariana (12 por ciento), Europa y Asia Central (6 por ciento), América Latina (4 por ciento), Oriente Medio (3 por ciento). Sólo los dos gigantes (China e India) suman casi 60 por ciento de los productores agrarios del mundo. El punto clave es cómo está distribuida la tierra. Los censos de la FAO logran registrar cinco categorías en cuanto al tamaño de las parcelas agrícolas. Las que tienen una hectárea o menos que representan 72 por ciento, las de entre una y dos hectáreas (12 por ciento), las de entre dos y cinco hectáreas (10 por ciento), las de entre cinco y 10 hectáreas (3 por ciento), y las de más de 10 hectáreas (3 por ciento). Pues bien el panorama existente: 84 por ciento con dos hectáreas o menos poseen solamente 12 por ciento de las tierras agrícolas y en contraposición el 1 por ciento con propiedades gigantescas detentan 70 por ciento. ¡La injusticia agraria alcanza brutal expresión! Este patrón de desigualdad agraria se incrementa en los “países desarrollados” y decrece en los países en “vías de desarrollo”, confirmando que el “progreso” proclamado es sinónimo de injusticia. En lo agrario la desigualdad es aún peor que en la distribución de la riqueza económica, donde 12 por ciento posee 85 por ciento (Pirámide global 2020, del Credite Suisse). Ello se debe al enorme poder de los terratenientes y latifundistas que imponen sus intereses en las políticas públicas y en las leyes. Esto sucede en la mayoría de los gobiernos y ha sido especialmente notable en América Latina (Brasil, Argentina, Colombia y Paraguay).
Si la agroecología busca transformar los destructivos sistemas agroindustriales (que son inherentes a las grandes propiedades) y potenciar la de los sistemas tradicionales (cuyo rasgo principal es la pequeña escala), es decir, si pretende la justicia social y ambiental, debe considerar el tema agrario. La agroecología debe enarbolar como otra de sus metas centrales la justicia agraria. De la misma forma debe potenciar la investigación sobre la “productividad” y su relación con el tamaño de las parcelas y echar abajo el mito de que son más productivas las grandes propiedades.
Esto ya lo hemos abordado autores como Peter Rosset y quien esto escribe. En un minucioso análisis sobre la agricultura de México, José Antonio Ávalos y su equipo de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí están demostrando la superioridad de la “etnoagricultura” (campesina e indígena), es decir, de la milpa, por sobre la agricultura industrial. Mientras la primera busca optimizar la eficacia energética mediante la diversidad biológica y genética, lo que le da una enorme resiliencia ante eventos impredecibles, la segunda está dirigida a lograr máximos rendimientos y más ganancias (agronegocios) que la hace muy vulnerable ante los siniestros. El resultado es que mientras el modelo agroindustrial obtiene 2.5 kilocalorías de alimentos por una kilocaloría invertida, una familia indígena huasteca obtiene ¡40 kilocalorías!
Termino diciendo que fue la Revolución Mexicana la que hizo al país una de las naciones con mayor justicia agraria del mundo, y que ello facilita la transición y escalamiento de la agroecología; y que mientras escribo este ensayo se realiza la Primera Convención Nacional Agraria a la que asisten más de 5 mil representantes de ejidos y comunidades de todo el país, evento que recuerda la formación de la primera central campesina hace un siglo, y en la que uno de los temas centrales es la ¡agroecología!