Un año de buena conducta, tomarse el café con leche aunque tuviera nata, ponerle buena cara a las lentejas, barrer a conciencia el patio y la banqueta: con todos esos pequeños sacrificios, en unas vacaciones de Semana Santa nos ganamos el derecho de que por fin nos cumplieran la promesa de llevarnos a conocer el mar.
Hicimos el viaje hasta Veracruz por carretera, en un autobús amarrillo que logró alquilar don Félix, el tío de una compañera, en la escuela donde trabajaba como chofer y con frecuencia hacía las funciones de conserje. Salimos temprano del internado, que estaba en Ecatepec, pero antes dejamos en orden los cuartos, vacíos los tendederos y limpio el comedor donde habíamos desayunado el invariable café con leche tibio y su capa de nata. Aquella mañana, la bebida acrecentó la inapetencia provocada por la emoción y el ansia de emprender la travesía rumbo al mar.
Lo conocíamos bien de tanto haberlo contemplado en mapas, libros, películas y anuncios; en el cuaderno de dibujo lo iluminábamos con todos los matices del azul accesibles. Nuestras versiones eran muy fantasiosas, a veces dignas de elogio; lástima que les faltaran el movimiento, los destellos, los rumores y el embriagante olor a mariscos y sal.
II
La ilusión de ver el mar real nos mantuvo tranquilas durante la primera parte del viaje, incluso fingiendo interés por las reglas que enumeraba la maestra Abigaíl, a fin de evitarnos peligros. La lista incluía la prohibición de separarnos, hablar con desconocidos, pedir comidas a deshora y, dados nuestros nulos conocimientos de natación, meternos al mar aunque lleváramos trajes de baño recién comprados. Así, nuestra experiencia quedaba reducida a competencias, paseos por la playa, recolección de conchitas y a sentir en los pies desnudos la caricia de las inquietas olas ribeteadas de espuma blanca y sutil, como velo de novia.
Mientras la señorita Abigaíl peroraba, la profesora Herminia, nuestra segunda acompañante, asentía a todo sonriendo y con un pañuelo humedecido en alcohol para combatir el mareo que la afectaba durante los viajes, según ella desde que, muy niña, jugando se había golpeado la cabeza contra el filo de la banqueta.
III
En la segunda parte del trayecto, ya cuando habíamos dejado la ciudad muy atrás y consumido nuestro lunch, se relajó la disciplina. Cantamos a gritos, desde las ventanillas hacíamos aspavientos a los automovilistas que iban junto a nuestro autobús o nos arrojábamos bolitas de papel con torpes caricaturas, frases burlonas o palabras que teníamos estrictamente prohibidas en el internado.
Todo aquel barullo se convirtió en quietud y silencio en el momento en que, después de más de cinco horas de viaje, el chofer anunció que en unos cuantos minutos alcanzaríamos nuestro anhelado destino. Y así fue. ¿Cómo olvidar la primera impresión ante aquella masa de agua cambiante, infinita y azul? ¿Y los barcos enormes llegados de otras regiones del mundo, con sus altas chimeneas y los pendones ondulantes al golpe de una brisa tibia, suave? Y las aves sobrevolando la inmensidad, ¿hacia dónde se dirigían? ¿Cuándo iban a volver?
En medio de aquellos descubrimientos no dejábamos de escuchar la cantinela de la maestra Abigaíl advirtiéndonos de los peligros que correríamos en caso de no seguir sus indicaciones. Su comportamiento era tan inoportuno como el del animador de una tardeada musical que, en cuanto se escuchan los primeros acordes musicales, habla del riesgo de resbalar en la pista o causarle daño a la pareja al dar un giro torpe.
Siempre consciente de su papel, en vez de respetar nuestra asombrada contemplación, la maestra Abigaíl nos aconsejó que lo observáramos todo con detenimiento, porque al volver a clases nos pediría escribir un relato basado en nuestras experiencias frente al mar. Fueron muchas, todas sorprendentes, inolvidables.
Las atesoramos junto con los obsequios que nos había dejado el oleaje sobre la playa: trozos de madera, caparazones, conchitas que –según nosotras– salían de las más inalcanzables profundidades. Sumamos a esos tesoros los regalos que nos hizo la administradora de la casa de huéspedes donde nos alojamos: llaveros y mantelitos individuales decorados con alguno de los atractivos turísticos de Veracruz, los teléfonos y la dirección del establecimiento reconocido por treinta años de ofrecer los mejores servicios a las familias mexicanas.
El viaje de regreso a la ciudad nos pareció más largo y aburrido a pesar de que, de un asiento a otro, y ante el silencio indiferente de nuestras maestras, tratábamos de animarnos contándonos las aventuras vividas unas horas atrás como si pertenecieran al más remoto pasado.
IV
Apenas concluida nuestra aventura, nuestra vida en el internado volvió a quedar sujeta a las leyes y horarios habituales. Las internas regresamos a las habitaciones monacales y a los fríos salones de clase, con paredes tapizadas de mapas y manchas de salitre que parecían espumosas olas petrificadas. Llegó el día de escribir nuestras composiciones, más bien informes, acerca de la primera experiencia junto al mar. Supongo que mientras escribían, mis compañeras se habrán preguntado, como recuerdo haberlo hecho, cuántos meses de buena conducta, de beber café con leche aunque tuviera nata, de ponerles buena cara a las lentejas, de barrer a conciencia el patio y la banqueta faltaban para ganarnos el derecho a disfrutar de otra estancia en la playa.
Durante el resto de nuestra permanencia en el internado cubrimos la cuota más que de sobra, pero fue inútil. Un día nos enfrentamos al momento de separarnos. No volvimos a vernos, pero estoy segura de que en todas nosotras quedó para siempre grabada la imagen de aquel mar con sus destellos, sus rumores y sus inquietas olas.