La chef brasileña Ana Lucía Costa detalla un sabroso plato de lomo marinado con limón y jengibre para 100 comensales. No se trata de ningún restaurante, sino de la diminuta cocina de su humilde vivienda desde la que subsana el hambre en la mayor favela de Río de Janeiro.
La suya es una de las 52 cocinas solidarias impulsadas por Gastromotiva, asociación que forma en los fogones a personas sin recursos con la misión no sólo de llenar estómagos, sino de regocijar paladares y aportar una dosis de alegría a quien lo necesita.
“¿Por qué el pobre no debería comer bien?”, se pregunta esta mulata de 45 años mientras mezcla carne con pasta y una salsa de tomate condimentada con zatar oriental.
A su casita, en lo alto de la favela de Rocinha, se llega por unas escaleras rudimentarias. Apenas cuenta con un pequeño espacio para dormir con su hijo adolescente; dedica el resto a la cocina, donde se apilan electrodomésticos y comida donados por la asociación, que lanzó la iniciativa en 2020.
Con muy poco, esta chef formada en línea durante la pandemia prepara 400 comidas semanales para familias con niños que “sólo comen los días de escuela”, personas sin techo y todo aquel que llama a su puerta movido por el hambre.
A esta cocinera no le cierran las cuentas: si Brasil es el granero del mundo, “¿dónde está la comida? ¿por qué todo es tan caro?”, dice en alusión al 59 por ciento de compatriotas que viven en la inseguridad alimentaria, según datos de la Red Penssan.
Bajo un puente, Anderson, como se identifica, es uno de los sintecho que reciben con gratitud el almuerzo. Él sólo tiene palabras para lo que considera el ingrediente principal: “Ana tiene un corazón que no le cabe en el pecho”.
La cocinera reacciona: “Hay quien dice que estoy loca por dedicar mi tiempo a los demás. ¡Lo que es de locos es quedarse de brazos cruzados!”
Su ocupación, retribuida con una ayuda social, es un sostén para ella. Trabajó como integrante del consejo de protección de menores en Rocinha, pero se derrumbó: “Fui testigo de tantas historias escabrosas... cocinar es una terapia”.
La vida golpeó también muy duro al chef solidario Carlos Alberto da Silva: perdió a su hijo de 20 años en una operación policial en la favela y recayó en las drogas. La gastronomía “es lo que me mantiene lejos” de las adicciones, admite este habitante de la favela Chapeu Mangueira.
Este cocinero, de 52 años, se levanta a las 3 de la madrugada para preparar arroz con azafrán y sésamo negro con panaché de verduras que repartirá junto con su equipo de voluntarios entre los más necesitados de Lapa, en el centro de Río.
Lo hace en la cocina de su pequeño restaurante que acondicionó en el piso superior de una cancha y al que se dedica el resto de la semana. Reconoce que los clientes escasean y sacar adelante su negocio es un desafío, pero no lo abandona.
Afp