Gran inquietud ha causado entre sectores sociales y grupos políticos y económicos del país, la iniciativa de reformas que el 24 de marzo presentó el Presidente de la República ante la Cámara de Diputados, con el propósito de modificar disposiciones de la Ley Minera, Ley de Aguas Nacionales, Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente y Ley General para la Prevención y Gestión de los Residuos, relacionados con la industria minera y el uso del agua en sus actividades. No es para menos. Con esa iniciativa el Presidente deja atrás la actitud de condescendencia que durante los años que van de su mandato mantuvo con los industriales de la minería, retoma una de sus principales promesas de campaña y marca un nuevo rumbo para esta actividad económica, recuperando la soberanía nacional sobre estos recursos naturales y orientando sus resultados para el beneficio social, como marca nuestra Constitución política.
Desde la exposición de motivos la iniciativa no tiene desperdicio. Con datos oficiales duros muestra la devastación que, desde hace 30 años, cuando se promulgó la ley vigente, se cometió en el territorio nacional en aras del desarrollo de la industria minera, el daño económico que con ello se causó a la nación, sus efectos nocivos en el ambiente y en la salud de los mexicanos; el agravio a los trabajadores que vieron violados sus derechos. Todo para que tres empresas “mexicanas” y otras extranjeras, particularmente canadienses, a las que el salinismo entregó la industria minera que era de los mexicanos para que hicieran con ella lo que se les antojara. El desastre nacional que la minería provocó en el país no es responsabilidad sólo de los barones de la minería, sino de los gobiernos que crean las condiciones administrativas y legales para que eso fuera posible.
Eso es lo que la iniciativa propone revertir. El núcleo central de la reforma afecta las concesiones, porque siendo los recursos naturales propiedad de la nación, es la manera en que los particulares pueden aprovecharlos. Para arribar a ellas se propone, entre otros cambios, eliminar el carácter preferente de la actividad; las concesiones no se otorgarían al primero que las solicite, sino mediante concurso público; ya no sería por lote sino por mineral a explotar; el tiempo de duración sería de 15 años prorrogables y no de 50 como hasta ahora; se suprime el “derecho” de los titulares de ellas de ocupar tierras aledañas o de que el gobierno las expropie en su beneficio, para hacerlo tienen que llegar a acuerdos con los titulares de ellas; se deben determinar los impactos sociales y la forma de remediarlos, se establece la realización de una consulta previa, libre e informada a pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas que pudieran ser afectadas.
No sólo eso. La concesión sólo puede extenderse a quien se haga acreedor a ella si demuestra que su funcionamiento no viola el derecho de las comunidades al uso y aprovechamiento del agua; se prohíbe la transferencia de concesiones entre particulares, terminando así con la especulación mercantil con recursos de la nación. Como causales de cancelación de la concesión se incorpora la omisión de informes sobre posibles daños o riesgos al equilibrio ecológico que pudiera generar dicha actividad, no contar con permisos, concesiones o autorizaciones de otras autoridades, ni con los programas de cierre o de gestión de residuos. Se establecen delitos mineros, cuyos tipos penales serían la extracción ilegal de minerales o sustancias; la enajenación o tráfico de minerales y derivados metalúrgicos no concesionados; el menoscabo de la seguridad física de trabajadores y el traslado ilegal fuera del territorio nacional de productos mineros y metalúrgicos.
Una propuesta de esta envergadura genera fobias y filias. Los que han sufrido las consecuencias del saqueo minero andan contentos y lo dicen. Los que fueron beneficiarios de la actual ley andan enojados, pero se cuidan de expresarlo abiertamente. Analizan la situación que la iniciativa ha creado, pero se posicionan, mueven sus piezas y diseñan estrategias para no dejar que se apruebe. Los que, por el contrario, creen que en ella se plasman sus demandas que por años han venido construyendo deberían dejar de aplaudir al Presidente y comenzar a velar armas para defender la iniciativa. Medir fuerzas, afinar su organización y prepararse para la lucha. De otra manera la iniciativa, siendo buena, puede morir atrapada entre la maraña de intereses dentro y fuera del gobierno, porque hasta ahí llegan las diferencias que se muestran con cabildeos y amarres en pro y en contra de la iniciativa.
Si siguen en el festejo quienes creen que la iniciativa recoge las demandas de años, pueden terminar en una borrachera de la cual podrían salir dándose cuenta de que todo fue un buen sueño, pero que la realidad sigue igual. Es la hora del Congreso y en él hay que enfocar los esfuerzos con miras a que la iniciativa presidencial se apruebe. No es hora de tomar reposo, sino de avanzar en la lucha.