Esa poesía a la que no son ajenas la cultura del mundo, la lengua de nuestro tronco común, la gran literatura a escala íntima. Y la filosofía que, con la poesía y la música, son las únicas disciplinas sin progresión, existen en sí desde el principio, no se “desarrollan”. Ante creadores-lectores como David Huerta, uno entiende por qué la poesía es indestructible.
La reverberación lezamiana es constante en su abundancia verbal y referencial, pero no necesariamente le va la etiqueta de barroco, a menos de que se ponga gongorino (como testifica la filóloga Martha Lilia Tenorio). A la vez explora la poesía crítica, sensual pero cerebral, de la estela paciana. No pretendo abusar aquí de la comparación y la un poco obvia simplificación de sus fuentes poéticas, pero David dio con una síntesis de esa doble vocación hispanoamericana en un tono por lo demás muy propio.
Desde El jardín de la luz (1972) hasta El cristal en la playa (2019) rebasa la mera fusión de raíces y se interna en su propio bosque existencial. David nació no sólo de familia poeta, sino poeta por natural disposición, lo cual explica la soltura, la aparente facilidad de su rigor. Un momento extremo, la apuesta por una totalidad que como siempre resultará inalcanzable, materializó Incurable (1987), el poema inaprehensible por antonomasia de tan sólido, de tan único, de tan inabarcable.
Cabe suponer que su cabeza no paraba ni le concedía tregua, pero él supo darse, expresarse, en el leer y el escribir de nuestros clásicos, del Siglo de Oro a los modernos, y salir siempre con algo en las manos.
Más que biográfica, autorreferencial, su poesía nos alude desde la misma voz que viene de una luminosidad encaminada a lo oscuro, que no necesariamente es turbio; la oscuridad puede alcanzar la transparencia. Su doble horizonte no le da reposo, y no deja de maravillarlo:
“Dirás una o dos veces que divago, sin explicar las cosas, como si aparecer en la cabellera del ángel no fuera suficiente, como si en la sopa común pudiera no aparecer el Unicornio, alucinado y perfecto, numeroso y nombrado.”
A confesión de parte (“Sweet Angel”), nada que argumentar:
“escribir, escribir, escribir, con estas cosas tremendas ante los ojos, y abrir la boca desesperadamente mientras todo, “todo lo oscuro”, alrededor se derrumba con un ruido de tatuajes y desgajamientos, y mirar es convertirse en luz, ¡pero la luz escurre con jirones, con manchas, ‘Todo es oscuro” y las risas, por los pasillos, cruzan la muerte como la misma luz, el Monstruo de la Luz, que entra en una cuchillada y la selva de la retina oscila...
–somos los mismos de siempre, en fila y peinados, animales con su cucharada de lenguaje azul, con su frágil ración, con su ciudad cerrada en el fondo desordenado de los ojos!”
No borra las huellas donde ha pisado. La calle blanca (2006) ofrece tal cantidad de coordenadas literarias que sirve de auténtica Guía Roji de David Huerta, con su clara apuesta por la inteligencia en llamas o lo que le sigue, entre el arrebato acallado de Jorge Cuesta y la serenidad insatisfecha de José Gorostiza.
David tuvo su modo y su paso para habitar la tradición poética mexicana, incluyendo un parricidio, si bien benévolo, sólo suyo. Sostuvo una fraternidad con sus coetáneos que, como maestro universitario, trató de transmitir a los jóvenes. Nunca confrontacional, como articulista y figura pública siempre dijo lo que pensaba y defendió sin flaquear la libertad para decirlo. Eso se hace explícito en sus columnas periodísticas y ciertas zonas de su poesía donde no necesita ostentarse como social para serlo.
El ovillo y la brisa (2018), libro de prosas inclasificables, narraciones saliéndose todo el tiempo del huacal, nos lleva a un Huerta extraterritorial, donde, sin renunciar a su atención poética, incursiona en la otredad humana y la ficción. Es ineludible el eco de Borges pero qué más da, David se mueve con soltura en ese vasto país extraño de la literatura al que siempre lo dirigió su instinto.
Su conciencia de la poesía, su poética continua, fue muy amplia, y ejemplar en estos tiempos de dispersión formal y lingüística donde las sintaxis se asfixian. Debió tal sabiduría a su disciplina y su fidelidad con la pureza en la expresión, donde “la sílaba es un brillo de sonido en la palma de la mano”.
Una poesía insobornable, además de incurable, en la limpieza del asombro. Escribe en Cuaderno de noviembre (1976):
“Recobrar el sentido es una mordaza…, es una explicación universal, un mecanismo de enjambre y llama que se estira en el ojo filosófico y hace levantar la bandera blanca de la idea en el bosque de la persona.”
Si no hubiera tanto de por sí en ella, podemos agradecer a su poesía que nos da siempre al David atento, generoso, fiel a la lengua, a la poesía y a las preguntas que ella le respondía para todos nosotros. Finalmente, “las aguas iluminadas sueltan el fuego del espíritu”.
Leído en el homenaje Lápices para David Huerta en el Colegio de San Ildefonso, el primero de abril de 2023, CDMX